La intromisión de la soledad: cuando el acontecer se normaliza
Antonio Loreto
Recuerdo vívidamente la primera vez que vi una persona con cubrebocas. Fue en la semana en que se confirmó la llegada del diminuto virus a México. Me encontraba caminando por la banqueta de 5 de mayo, en el centro histórico de San Luis y lo vi, cruzando la calle con su bozal. Sincerando, los monólogos en mi cabeza son dedicados, en parte considerable, a juzgar lo que en su momento considera la voz omnipresente de la irracionalidad de los que me rodean y, esa voz, en ocasiones irritante pero siempre interesante de escuchar, no pudo morderse la lengua invisible que articula sus vociferaciones: “la gente ya comenzó con sus supersticiones, la OMS ha declarado que no es necesario el uso de cubrebocas, pero de seguro ese wey que va caminando escuchó a la vecina hablar de él y ahí van”. Poco más de un año después de aquella reflexión, evidentemente no podía haber estado más equivocado. El conjunto de accesorios fundamentales que necesito para salir de casa ha cambiado, tanto es así que un día salí sin ropa interior, pero con el cubrebocas puesto. ¡Ah, las vicisitudes de la vida!
Es extraño escribir “más de un año después”. Entiendo que el tiempo no se ha detenido, pero me cuesta creer que ha avanzado tanto. Día tras día la recursión se reinicia: levantarse, revisar el celular, hacer el café, sentarse frente a la pantalla de la computadora hasta que súbitamente anochece otra vez. En el instante en que un lunes y un viernes se vuelven indistinguibles, aunque escuches el tic tac el tiempo ha perdido significado. Ahora comprendo lo seductor que es caer en solipsismos.
Obviamente, aspectos de mi vida han cambiado a lo largo de este año, desde que inició la pandemia, y toda transición indica un tipo de temporalidad, pero en realidad lo que creo que ha pasado es que la temporalidad ha perdido su linealidad, más bien siento como si los acontecimientos se ubicaran sobre la superficie de una esfera. Todos existen en algún lugar mas no puedo determinar cual vino antes y cual después, al menos no sin entender las consecuencias y por lo tanto las causas de unos aconteceres sobre otros.
Siempre he sido introvertido, está en mi naturaleza, pero también hay un aspecto teatral en mi forma de interpretar las cosas, por lo que ocasionalmente me divierte ponerme la máscara de mi yo social extrovertido que en ocasiones de intoxicación borda las fronteras del histrionismo y la excentricidad. Lamentablemente esa máscara se ha ido empolvando hasta el grado en que cuestiono su identidad y si yo, su fabricador, dejo de relacionar sus facciones con la extroversión y socialidad. Me preocupa qué verán los demás en ese desgaste y suciedad.
La enfermedad que causa el virus ha traído muchísimo sufrimiento, tanto directa como indirectamente, en todo el mundo. Esto nos recuerda nuestra condición de iguales, aunque lamentablemente nuestra memoria es burda. Conforme los científicos fueron recabando más información, se determinó que una de las mejores formas de evitar la propagación del virus y, por lo tanto, la cantidad de fallecimientos, es con el aislamiento social. Basta entrar a las redes sociales para ver que no todos se lo tomaron en serio, pero yo sí lo hice. Reflexionando, no creo que mi motivación haya sido meramente altruista, sino más bien un pretexto para poder estar conmigo mismo. El néctar de la enajenación es tan embriagante como la adulación de los reflectores.
Alguna vez leí una frase (no recuerdo quien la dijo) que afirmaba: “un hombre es lo que hace cuando está solo.” Estoy de acuerdo con ella en parte. Aunque es absurdo reducir la complejidad de la identidad humana al comportamiento en soledad, sin duda este año de aislamiento me ha ayudado a descifrar un poco más el enigma de quien soy realmente y, al mismo tiempo, no hay que olvidar que el yo es un proceso, no una condición, por lo que inevitablemente el aislamiento también ha contribuido en la construcción del enigma.
Con la llegada de las vacunas los días pandémicos parecen estar contados. Anhelo el día en que pueda reunirme con mis amigos en un bar para platicar sobre la vida, fumar porros y darnos beso de tres sin temor a recriminaciones, sin embargo, una parte de mi teme que llegue ese momento. La soledad del aislamiento se ha vuelto parte de mi vida y el simple hecho de pensar que puede llegar a su fin me perturba y causa ansiedad. Verdaderamente tendré que aprender, otra vez, a convivir y vivir en sociedad. La comodidad de estar solo se ha vuelto una parte fundamental de quien soy y no solo eso, sino de quien quiero ser.
Esta pandemia me ha privado de nuevas experiencias. Mi último año de carrera se fue desde el encierro de mi cuarto; dejé de hacer amigos, mi vida amorosa es inexistente, viajes, conversaciones, sensaciones y emociones se han esfumado y nunca volverán. Nuevas cosas podrán suceder en el futuro, pero nunca regresará aquello que pudo suceder en el año anterior, esas potenciales experiencias solo existirán en el mundo de posibilidades y jamás podrán tangibilizarse bajo las mismas condiciones. Esto es independiente a cualquier caracterización de bueno o malo, simplemente es lo que es y nada más. Al final, lo único que sé es que soy afortunado de estar. Si el futuro que nos espera será mejor o peor, está por verse, pero siempre recordaré con nostalgia ese momento de la historia en que la soledad se entrometió, de una manera u otra, en la vida de todos.
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