CONSEJO MEXICANO DE CIENCIAS SOCIALES

El plagio y la autonomía de las instituciones académicas

Héctor Vera
* Investigador del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Aunque es una de las más visibles, el plagio intelectual es sólo una de las múltiples formas de fraude y deshonestidad que navegan en el mundo académico. Hay muchos profesores, investigadores y tesistas que compensan su falta de creatividad -o su incapacidad para dar los resultados que se esperan de ellos-, con una sorprendente inventiva para explotar el trabajo ajeno o burlar los procedimientos gremiales que la ciencia y las instituciones de educación superior han establecido para regular a sus miembros.

En un breve e incompleto listado se pueden mencionar las siguientes modalidades de fraude y deshonestidad académicas:

  • Los escritores fantasma (que en México también son conocidos con un epíteto racista pero harto significativo: los negros): personas contratadas para escribir libros, artículos, informes o discursos, pero a quienes no se les da el crédito de autoría.
  • La compra de tesis de grado, que es similar a contratar escritores fantasma, pues se paga a una persona para que escriba una tesis de licenciatura, maestría o doctorado y, en algunas casos, hasta para ayudar al estudiante a prepararse para la defensa oral de la tesis en el examen de oposición (comúnmente estos mercenarios intelectuales ofrecen sus servicios como «corrección de tesis»).
  • Las falsas coautorías: cuando se le da el crédito de coautor de una publicación, es decir, se le incluye en la lista de autores, a una persona que no hizo nada -o nada significativo- para que se completara ese trabajo. Esta gracia que se le otorga usualmente a asesores, jefes inmediatos o personajes influyentes que demandan esta dádiva de parte de sus subordinados.
  • El abuso de los tutores en perjuicio de los tesistas: cuando los asesores de un trabajo terminal de grado se aprovechan del trabajo de sus estudiantes para tomar los resultados de sus investigaciones y hacerlos pasar como si fueran de ellos.
  • Las falsas editoriales: empresas que se dedican a imprimir libros aparentemente científicos, pero que no realizan ningún proceso de selección, revisión y dictamen, por lo que publican, literalmente, cualquier manuscrito de quien esté dispuesto a aceptar sus condiciones (un caso célebre en los países de lengua castellana es la así llamada «Editorial Académica Española»).
  • Recientemente ha cobrado notoriedad el caso de los falsos dictaminadores de revista: donde los autores de un artículo escriben bajo una identidad apócrifa los dictámenes probatorios de sus propios trabajos (dictámenes que, se supone, deben ser de «doble ciego»).
  • Muy socorrida es la falsificación de datos: cuando un investigador dice haber obtenido un resultado crucial para su investigación, pero en realidad sólo deformó, exageró o inventó esos datos.
  • Finalmente, la que parece ser la más común de todas estas formas de fraude, el plagio académico: dar por propias obras o ideas ajenas, o dicho de manera un poco más detallada: emplear conceptos, ideas o expresiones de alguien más sin reconocer adecuadamente su origen.

Aquí nos abocaremos exclusivamente a reflexionar sobre esta última estafa. No porque las otras no merezcan nuestra urgente atención; simplemente porque el plagio parece ser el mal más extendido.

¿Por qué sucede el plagio académico?

La primera respuesta a por qué los académicos disfrazan de propio lo que alguien más escribió es que el plagio académico (cuando no es descubierto) ofrece buenas recompensas. Donde quiera que haya recompensas económicas y simbólicas atractivas, acostumbra haber impostores y defraudadores: se falsifican billetes en el medio económico, se imitan obras de arte en el mercado de las artes plásticas y se falsifican publicaciones en el mundo académico. Cuando alguien plagia, lo hace para acrecentar su capital económico (becas, primas, sobresueldos) y, si es el caso, acrecentar su capital cultural institucionalizado (títulos, premios, certificados).

En segundo lugar -y esto es igualmente crucial- hay plagios intelectuales porque son difíciles de detectar. Cuando salen a la luz casos de plagio en tesis o artículos en publicaciones periódicas, es común escuchar la opinión de que los miembros de los comités asesores o los dictaminadores de las revistas no hicieron bien su trabajo -pues se supone que parte de su labor es detectar algún posible fraude-. Quizás algunos no han cumplido su labor a cabalidad, pero eso no quita que descubrir plagios sea complicado. Hay que desechar, por tanto, la idea de que detectar un plagio es sencillo.

La producción científica -aun en áreas altamente especializadas- avanza a gran velocidad y en cantidades que es imposible seguir puntualmente en su totalidad. Las publicaciones se multiplican en un medio que es internacional y donde hay producción en muchas lenguas. Es insensato pedirle a un evaluador que al momento de examinar un escrito (con el fin de aprobarlo o mejorarlo) tenga presentes los detalles de la producción académica de ese campo publicada en inglés, francés, alemán, portugués, ruso o chino. Los plagiarios muchas veces conocen -y saquean- lenguas que los dictaminadores no dominan. También sucede que el dictaminador o asesor sea llamado a esa posición por su pericia metodológica (digamos, métodos estadísticos), mas no por su conocimiento del tema específico del trabajo que evalúa (pongamos, la demografía boliviana). Todo esto abre las puertas a que los plagiadores puedan explotar los puntos ciegos de los evaluadores (y permítanme recordar lo obvio: ningún asesor o dictaminador es omnisciente). El mundo académico es tan vasto que muchas veces los mismos autores que fueron plagiados tardan años en descubrir que algún colega se apropió de sus escritos sin darles el debido crédito.

Finalmente, una tercera razón por la cual el plagio es una realidad cotidiana en nuestro medio es que las consecuencias tras ser hallado culpable de plagio son frecuentemente menores. Como enfatizaré más adelante, es habitual que cuando alguien es descubierto -más allá de cualquier duda razonable- de haber cometido plagio, no pague ninguna pena o sólo reciba una palmadita en el dorso de la mano (alguna llamada de atención sin consecuencias reales). Estos crímenes quedan sin castigo debido a la debilidad de las instituciones universitarias, a la ineptitud de los directivos o a la complicidad de miembros de la propia comunidad de académicos.

Si enlazamos estos tres factores tendremos una imagen clara de por qué el plagio azota las praderas universitarias. Cuando cometer un crimen ofrece buenas recompensas, es difícil de descubrir y usualmente queda impune, entonces las condiciones mismas invitan a que se realice la fechoría.

¿Por qué debemos perseguir el plagio?

Al reflexionar sobre el plagio es común que se inicien discusiones sobre el carácter colectivo del conocimiento y sobre la idea misma de autoría, temas no sólo interesantes (Biagioli y Galison, 2013; Abenshushan y Amara, 2012), sino cruciales para nuestra comprensión de qué es el trabajo intelectual, científico y creativo. Son materias sobre las que se tiene, por lo general, una idea muy imperfecta y en las que vale la pena detenerse un momento.

Nada es inventado en un vacío social. El pensamiento sólo se puede innovar bajo la sombra de problemas intelectuales que heredamos del pasado y en diálogo con miembros de diversos grupos (profesionales, religiosos, políticos, étnicos, de clase) a los que pertenecemos en el presente. Esta vieja idea fue perfeccionada por la sociología del conocimiento desde la década de 1930. Como apuntaba Karl Mannheim en Ideología y utopía:

Así como sería un error tratar de derivar un idioma de la observación de un solo individuo, que no habla un idioma propiamente suyo, sino más bien el de sus contemporáneos y sus predecesores que le han preparado el camino, del mismo modo es un error explicar la totalidad de un proceso refiriéndose únicamente a la génesis de éste en la psique de un individuo. Sólo en un sentido muy limitado el individuo aislado crea él mismo la forma de discutir y de pensar que le atribuimos (1993: 2, énfasis añadido).

Siguiendo esta idea de la sociología del conocimiento, hablar de la existencia de un autor o creador de una idea o conocimiento -en el sentido de que sus creaciones o conocimientos son, de principio a fin, creaciones suyas- parece algo dudoso. Sería más preciso hablar de impulsores, promotores, perfeccionadores o refinadores, más que de creadores. Si todos los conocimientos tienen como condición de posibilidad el estado en que los saberes colectivos aparecen en una sociedad determinada -los problemas que se plantean, la manera de expresarlos, el tipo de solución que se concibe como posible-, encuentran en los «creadores» únicamente a los individuos que saben plasmar en una forma más acorde con las posibilidades explicativas o expresivas de su momento histórico los productos culturales que su sociedad permite desarrollar. Esto nos obliga a apreciar en un gran artista o científico no su capacidad creativa (o al menos no en la forma en que acostumbramos hacerlo), sino sus habilidades expositivas, sintéticas y combinatorias: los temas y las técnicas en un pintor o escritor, un tipo de aplicación empírica o clarificación teórica en un científico.

¿Debemos entonces resignarnos a ver en Rubén Darío, Dmitri Mendeléyev y Alexis de Tocqueville no a colosos de la creación y la invención sino a individuos hábiles y perceptivos que supieron plasmar con pericia una serie de saberes que «flotaban» en el aire de sus sociedades? Probablemente sí, aunque esta misma proposición puede ser expuesta de manera menos dramática. Tal vez lo que tengamos que hacer sea adaptar las ideas de «autor» o «creador» hoy predominantes y darles a esas palabras el sentido de persona que sintetiza brillantemente y añade modestamente. Esto, por supuesto, no hace menos admirables sus logros; sólo permite que nos refiramos a ellos de una manera más precisa.

Ahora bien, no debemos confundir esta premisa socio-cognitiva con una defensa o apología del plagio intelectual. Una cosa es partir del hecho de que todo conocimiento es una realización colectiva y otra muy distinta es perdonar que alguien obtenga un provecho personal mintiendo y atribuyéndose el trabajo de otros. La sociología no rechaza ni desmiente el hecho de que para lograr una innovación es necesaria -aunque no suficiente- la tenacidad, lucidez e inventiva de un grupo de personas que se encuentran en posiciones socialmente aptas para la manipulación de las ideas. Por limitadas que sean las aportaciones individuales, no significa que sean fáciles de realizar o que no merezcan recibir crédito.

Amplificando y reescribiendo ideas de Kembrew McLeod, el novelista Jonathan Lethem ha enfatizado -y ejemplificado- que «la apropiación, la imitación, la cita, alusión y la colaboración sublimada forman una especie de sine qua non del acto creativo y atraviesan todas las formas y géneros en el ámbito de la producción cultural» (Lethem, 2009: 15). Y ciertamente el collage (obra que se realiza uniendo fragmentos y materiales de múltiples procedencias) y el remix (composición que es alterada añadiendo, removiendo y cambiando sus partes) son formas de creación fructíferamente explotadas en la pintura y la música. Pero la ciencia y la academia no funcionan exactamente con esas particulares convenciones.

El «éxtasis de la influencia» al que alude Lethem (2007), retomar inadvertidamente alguna idea decisiva que se escuchó años atrás (criptomnesia), o estar demasiado imbuido en el «espíritu de la época», son cuestiones interesantes sobre las que la academia y su intrincado culto al individualismo intelectual deben reflexionar. Además, son temas que están ahí y no podemos prescindir de ellos (ni es deseable intentarlo siquiera). Pero eso no debe tomarse como una «licencia para plagiar». Los plagiarios son -más que cualquier otra persona- aquéllos que no contribuyen a enriquecer los bancos colectivos de conocimiento, pero sí obtienen ganancias personales sustrayendo bienes de los repositorios sociales del saber.

La ciencia es un medio donde se esperan dos cosas: que haya algún grado de originalidad en las contribuciones individuales al acervo colectivo del conocimiento; y que se dé el debido crédito a los colegas que brindan datos, ideas o inspiración. No está permitido publicar como novedades cosas que ya eran sabidas, ni utilizar los pensamientos, conceptos o expresiones de otros sin admitir su procedencia. Cuando los plagiarios obtienen beneficios en la forma de prestigio, posición o dinero están rompiendo las reglas del juego y deben, en consecuencia, ser excluidos del juego.

¿Cómo enfrentar el plagio académico?

Uno de los cambios más urgentes que se deben realizar para aminorar la incidencia del plagio es no reducir este problema a un tema de derechos de autor que tenga que resolverse exclusiva o primariamente ante el Instituto Nacional del Derecho de Autor y con base en la ley federal correspondiente. Dejar la discusión a ese nivel y resignarse a que autoridades extra universitarias resuelvan las disputas por plagio sería perjudicial para toda la vida académica.

Desde la perspectiva legal, el plagio tiene que ver con la infracción a los derechos de autor. Esto, por supuesto, es pertinente, y las universidades no pueden operar al margen de las leyes del país; pero pensar que ahí se agota el problema del plagio académico sería una estrategia equivocada. Como bien expone Javier Yankelevich -en su colaboración en este mismo suplemento-, el plagio en el mundo académico tiene dimensiones que no se pueden subsumir ni dirimir en la estrecha legislación autoral.

Muchas autoridades universitarias -como sucedió tristemente en un caso de plagio en la Universidad Autónoma Metropolitana (Castro Becerra, 2016)- se muestran más dispuestas a que otros resuelvan sus problemas espinosos antes que afrontarlos directamente. Si dejamos que las disputas por plagio académico se resuelvan entre particulares y sus abogados, las universidades y la comunidad científica perderán capacidad de acción y de injerencia para resolver internamente las disputas de su campo de acción específico.

El plagio académico no es primordialmente un problema comercial de derechos de autor; no es un problema de tener la «propiedad» legal sobre algo. El plagio académico es, antes que nada, una cuestión de cuáles son los principios que rigen el trabajo conjunto de la comunidad académica; es un asunto de honestidad, de integridad, de apegarse a los valores compartidos que permiten que funcione nuestra comunidad profesional. Es algo que se tiene que resolver, fundamentalmente, dentro de las instituciones educativas, no en los tribunales.

La academia (las instituciones de educación superior, los centros de investigación, las revistas especializadas, los profesores, los científicos, etcétera) constituyen un microcosmos social que se caracteriza por tener una autonomía relativa, es decir, por tener la capacidad de establecer sus propias reglas de funcionamiento y sus propios criterios para distribuir los bienes materiales y simbólicos que están en juego en su específica área de actividad (Bourdieu, 2000; 2003).

Las instituciones académicas otorgan de manera autónoma premios y reconocimientos. No necesitan que ninguna autoridad, organización o reglamento externo les autorice a entregar recompensas materiales u honoríficas: dar medallas, diplomas o doctorados honoris causa, designar a un maestro destacado como profesor emérito, bautizar un aula con el nombre de un universitario distinguido o usar epónimos (darle a un hallazgo el nombre de su descubridor, como el cometa Halley y la constante de Plank [Merton, 1977]).

Por simple simetría, si las instituciones académicas son autónomas para contratar a sus trabajadores de acuerdo a sus habilidades académicas, y si son autónomas para premiar los méritos académicos de sus miembros, también deben ser autónomas para castigar los fraudes académicos. Y la pena que impone la comunidad científica a violaciones éticas graves dentro su campo de acción, como el plagio o la falsificación de datos científica, es -o debe ser- «el destierro total» (Park, 2008: 1144).

Como dije más arriba, una de las condiciones que alienta el plagio es que las consecuencias de ser hallado culpable de esas faltas son, al menos en México, menores. Si queremos disminuir las estafas (que comúnmente incluyen a individuos deshonestos que se embolsan dinero de recursos públicos para la investigación) la academia mexicana tiene que seguir los pasos de otros países donde el plagio es una falta que no puede cometerse dos veces: si alguien es descubierto una sola vez, en ese instante termina su carrera académica.1 El plagio es uno de los pecados capitales de la academia y debe ser tratado como tal.

Para que las universidades tengan el poder para resolver estos problemas endógenos, tendrán que actualizar las legislaciones universitarias. Actualmente, los marcos jurídicos están mal equipados para lidiar con el plagio. Muchas legislaciones no incluyen ese tema explícitamente (por lo que se hace difícil de regular); otras instituciones reconocen el asunto, pero lo reducen a los problemas de derecho de autor, es decir, a un pleito entre particulares (entre plagiado y plagiador) y no reconocen la violación que el plagio hace a las normas colectivas del trabajo universitario. Recientemente el Colegio de México encontró una forma de lidiar con este predicamento. Cuando se destapó el escándalo por los plagios consuetudinarios de uno de sus egresados (Rodrigo Núñez Arancibia), decidieron retirarle el título de doctor, basándose en la premisa de que las tesis deben ser «investigaciones originales» y que su tesis (que reproducía íntegras páginas enteras de libros de otros autores) no había cumplido con ese requisito. Ése puede ser un camino a seguir; pero sería deseable que las legislaciones cuenten con un vocabulario y procedimientos explícitos y directos para afrontar las faltas de los estafadores.

Puede ayudar a este fin el definir políticas puntuales de integridad académica que regulen lo que sucede en el salón de clases, en las tareas escritas, en los trabajos terminales para la obtención de grado, en las revistas especializadas, etc. Órganos nacionales (como la Secretaría de Educación Pública, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior) harían bien en tomar la iniciativa para tratar estos asuntos de manera más adecuada y sistemática (hasta la fecha todo ha sido casuístico, pues carecemos de estándares y guías compartidas).

Otra serie de cambios de menor envergadura también son necesarios: crear medios seguros para denunciar el plagio (pues muchas veces se inhibe la denuncia cuando los poderosos plagian a los débiles, como los profesores a los alumnos); se pueden crear y socializar portafolios con recursos pedagógicos que inhiban el plagio y fomenten el uso responsable de las fuentes; y se deben identificar áreas de debilidad (pues hay disciplinas donde el plagio es más frecuente que en otras).

Finalmente, es apremiante que las instituciones dejen de recompensar a los plagiarios. No son pocos los casos de personajes de la academia y la cultura a quienes se les ha documentado públicamente su afición por el fraude, pero que se les permite no sólo conservar sus privilegios, sino que se los coloca en posiciones de influencia o incluso se les entregan reconocimientos. En el ámbito cultural hemos visto cómo Arturo Pérez-Reverte (de quien está documentado que plagió un artículo de la escritora mexicana Verónica Murguía, entre otras acusaciones) sigue siendo miembro de la Real Academia Española; a otro novelista, Alfredo Bryce Echenique, le dieron el premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara después de que había perdido un juicio por plagio.

En instancias académicas, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (a la que tomo como ejemplo por ser la entidad donde soy docente) un profesor fue descubierto con que en uno de sus artículos (publicado en una revista de la misma Facultad) había traducido casi literalmente más de 15 páginas del texto de una especialista francesa. La revista se disculpó en sus páginas con la plagiada,2 pero el profesor sigue laborando en la Facultad y recibiendo una beca al «desempeño del personal académico». En esa misma Facultad, un exalumno fue nota en los periódicos porque en su tesis de licenciatura «copió y pegó cuando menos 40 párrafos textuales de libros y artículos» sin dar reconocimiento de las fuentes (González, 2005), y años después fue contratado por la Facultad para dar clases en la misma licenciatura donde perpetró su fraude.

Nuestras instituciones académicas y culturales a veces parecen el reino del revés, donde los cleptómanos son descubiertos, pero en vez de sanciones reciben las llaves de la ciudad.

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Referencias

Abenshushan, Vivian y Luigi Amara (2012, 23 de febrero), «El plagio como una de las bellas artes», El Universal, en: http://archivo.eluniversal.com.mx/notas/832106.html (consulta: 28 de febrero de 2012).

Biagioli, Mario y Peter Galison (coords.) (2013), Scientific Authorship: Credit and intellectual authorship in science, Londres, Routledge.

Bourdieu, Pierre (2000), Los usos sociales de la ciencia, Buenos Aires, Nueva Visión.

Bourdieu, Pierre (2003), El oficio de científico. Ciencia de la ciencia y reflexividad, Barcelona, Anagrama.

Castro Becerra, Sergio (2016, 18 enero), «Nueva denuncia de plagio», El Presente del Pasado, en: https://elpresentedelpasado.com/2016/01/18/nueva-denuncia-de-plagio/ (consulta: 19 de enero de 2016).

González, Alberto (2005, 15 de diciembre), «Pone UNAM lupa a tesis», Reforma, p. 9, en: http://reforma.vlex.com.mx/vid/pone-unam-lupa-tesis-194298155 (consulta: 19 de enero de 2016).

Lethem, Jonathan (2007), Contra la originalidad, México, Tumbona Ediciones.

Mannheim, Karl (1993), Ideología y utopía. Introducción a la sociología del conocimiento, México, Fondo de Cultura Económica.

Merton, Robert K. (1977), La sociología de la ciencia, Madrid, Alianza.

«Nota importante a nuestros lectores», Revista de Relaciones Internacionales de la UNAM, núm . 110 , 2011, p. 7.

Park, Robert L. (2008), «Fraud in Science», Social Research, vol. 75, núm. 4, pp. 1135-1150.

Singal, Jesse (2015, 29 de mayo), «The Case of the Amazing Gay-Marriage Data: How a graduate student reluctantly uncovered a huge scientific fraud», New York Magazine, en: http://nymag.com/scienceofus/2015/05/how-a-grad-student-uncovered-ahuge-fraud.html (consulta: 14 de julio de 2016).

1Véase, por ejemplo, el caso reciente de Michael LaCour, de la UCLA, por la falsificación de datos en un artículo que apareció en Science (Singal, 2015) y que le costó el no ser contratado por la Universidad de Princeton.

2La disculpa de la revista ante la plagiada se puede ver en Revista de Relaciones Internacionales de la UNAM, 2011.


La responsabilidad del contenido de los artículos y reportes incluidos en esta Colección es de sus autores y de las entidades que los publicaron. Su contenido no refleja necesariamente criterios adoptados por el COMECSO ni por sus instituciones afiliadas.

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