CONSEJO MEXICANO DE CIENCIAS SOCIALES

Inauguración del VIII Congreso Internacional de Ciencia Política AMECIP

Laura Gutiérrez
Dic 09, 2020
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Intervención en la inauguración del
VIII Congreso Internacional de Ciencia Política,
Desigualdad, corrupción y populismo, de la AMECIP

Lorenzo Córdova Vianello
Consejero Presidente del INE
8 de diciembre del 2020

Buenos días a todas y todos los que nos acompañan en este acto de inauguración del VIII Congreso Internacional de Ciencia Política Estudios de la AMECIP.

          Saludo con afecto a quienes me antecedieron en el uso de la voz y con quienes tengo el gusto de compartir esta mesa inaugural. Un afectuoso saludo al doctor Luis Arriaga, Rector del ITESO, al doctor Jesús Tovar, Presidente de la Asociación Mexicana de Ciencia Política, y por supuesto a la doctora Cristina Puga, Profesora e investigadora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

          Los temas globales que aborda este Congreso, “Desigualdad, Corrupción y Populismo”, no podrían ser más oportunos. Sin duda alguna, la institucionalidad democrática, en México y muchas otras latitudes, pasa por momentos complicados, acaso con diferentes desafíos y grados de profundidad, pero aquejados en conjunto por esos tres problemas centrales.

          En efecto, la democracia, sus instituciones y prácticas no gozan de su mejor momento, o para decirlo con Cicerón, en el ocaso de la República Romana: mala tempora currunt (malos tiempos son los que corren) para la democracia (nos toca trabajar a todos en defenderla, por cierto, para que no se concrete la segunda parte de esa célebre frase: sed peiora parantur (y se vienen otros peores).

          En este contexto, cada decisión, cada comportamiento y cada definición puede favorecer, o dificultar, la consolidación de los avances democráticos alcanzados hasta ahora, aquellos que colectivamente hemos logrado construir, paso a paso, en un tránsito arduo y de varias décadas.

          Este periodo de confusión, adversidad y desánimo por el que pasa la democracia era cierto antes del 11 de marzo de este año, en que, como todos sabemos, la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia global por el virus del SARS-Cov2. Pero con motivo de dicha declaratoria, lamentablemente, la situación para la democracia no ha mejorado, sino al contrario, en muchos lugares del mundo ha generado oportunidades para el surgimiento, o incluso la materialización de pulsiones autoritarias, aprovechando el recurso de condiciones de excepcionalidad.

          Es cierto que los golpes de estado, la conquista militar del poder político o el rompimiento del orden democrático por la vía violenta es cada vez menos frecuente, casi inexistente en años recientes, más aún en este año de pandemia.

          Pero eso no significa, que la democracia goce de plena salud. Como lo han mostrado análisis de organismos internacionales y estudiosos de la democracia, los retrocesos recientes en la institucionalidad democrática, opera más como erosión paulatina y, paradójicamente, desde las reglas mismas de la democracia. Y esto, en algunos contextos se ha agravado por causa de la pandemia y las reacciones antidemocráticas que, en varios casos, la misma ha generado.

          Llevamos ya algunos lustros atestiguando un franco descontento y creciente desafección de la ciudadanía con sus democracias. Con la caída del Muro de Berlín, en 1989, la democracia liberal, como mecanismo colectivo para organizar la renovación periódica de la clase política y como conjunto de instituciones y prácticas para procesar el conflicto, prometía un futuro de paulatina expansión y una gran expectativa de mejora de las condiciones de vida de la mayoría.

          Además de ser un fin en sí mismo, la promesa que desde entonces planteaba la democracia, era que se convertiría en un medio para la solución de muchos de los problemas sociales que nos aquejaban en el tramo final de la segunda mitad del siglo pasado. Sin embargo, parte de la creciente desafección con la democracia tiene que ver, justamente, con la falta de resultados en la resolución de los “grandes problemas de nuestro tiempo”.

          En un amplio número de casos, esa falta de solución no ha sido tanto el producto del mal desempeño de la democracia, en su dimensión electoral y de ejercicio de derechos civiles y políticos, sino más bien resultado de los acotados espacios de gobernabilidad y limitada capacidad gubernamental para enfrentar la complejidad de los desafíos y demandas sociales y económicas que enfrentamos.

          Los grandes desafíos de nuestro tiempo, lo sabemos, tienen que ver con la desigualdad oceánica que corre transversalmente por todos los ámbitos de la vida social, con la pobreza, las violencias, la corrupción, la impunidad que la alimenta y la inseguridad.

          Además, estos problemas han detonado otros, como la crisis de credibilidad de las instituciones en general y en particular aquellas que son centrales para los procesos democráticos, destacadamente los partidos y parlamentos.

          En este contexto, la democracia y los procesos electorales enfrentan, a mi parecer, un conjunto de desafíos específicos, que también pueden ser interpretados como dilemas, dado que se trata de nuevos problemas que nos plantean rutas posibles de acción entre las cuales debemos decidir colectivamente. Destaco los desafíos y dilemas que me parecen más importantes:

          Está en primer lugar el reto de la dimensión sanitaria. Las vacunas se avizoran ya en el horizonte, pero me temo que incluso su llegada y la vacunación generalizada de la población no hará, necesariamente, que desaparezcan cuidados y medidas de protección necesarios en el mediano y largo plazos. Quizá tengamos nuevas prácticas y protocolos que llegaron para quedarse y a las cuales debemos adaptarnos.

          Llevar a cabo elecciones implica una enorme movilización ciudadana, especialmente en países como México cuyo modelo electoral descansa, precisamente, en el involucramiento ciudadano activo, no solo para emitir su voto, sino para recibir los sufragios el día de la elección o para ejercer funciones de observación electoral. Estas actividades exigen tomar medidas de prevención especiales en distintos ámbitos de la organización comicial.

          Al mismo tiempo, la celebración de elecciones descansa en el contacto e interacción de la ciudadanía con quienes aspiran a representarlos. Me refiero a las actividades de campaña y proselitismo político, cuya celebración, en el contexto de pandemia en que vivimos, no solo supone establecer reglas claras de interacción social, de la mano de los requerimientos sanitarios. También exige de una profunda corresponsabilidad de la ciudadanía y de un compromiso irrestricto de todos los actores políticos para apegarse a protocolos y procedimientos para la protección a la salud.

          En este contexto, y al menos en México, las autoridades electorales, que han venido construyendo una relación natural de coordinación con las fuerzas de seguridad, deben construir vínculos de comunicación ágil con las autoridades sanitarias.

          Un segundo desafío, auténtico dilema, que enfrentamos en el contexto actual tiene que ver con la dimensión económica. Además de la delicada situación de salud, estamos ante lo que se considera será una inevitable crisis económica global, derivada de una inédita contracción de prácticamente todas las economías del mundo. Esta situación, seguramente acentuará el descontento y la insatisfacción provocadas por la incapacidad de resolver las demandas sociales y de satisfacción de necesidades básicas de la población.

          A consecuencia de la crisis económica, es probable que los niveles de pobreza se agudicen, afectando a su vez, inevitablemente, a la integridad de las democracias. Y en este contexto, debemos replantarnos de nuevo y dar una respuesta más clara a la pregunta que el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el PNUD, planteó en su Informe sobre el Estado de la Democracia en AL hace algunos años: “¿Cuánta pobreza aguanta la democracia?” De la clara respuesta a esta pregunta, y de las acciones que motive, puede depender la permanencia, o no, del modelo de democracia como lo conocemos actualmente.

          El tercer reto que tenemos frente a nosotros, y que supone un dilema casi existencial para la democracia, compete a la dimensión política. La situación de emergencia sanitaria por la que transitamos ha colocado a las democracias constitucionales en una situación de tensión. Cuando se toman decisiones para establecer estados de excepción, para el control del contagio y la necesaria restricción de algunos derechos, las democracias constitucionales entran en una zona de riesgo. Es este el momento en que los controles del poder y la protección de los derechos se vuelve cruciales.

          Una percepción común es que las situaciones de emergencia ameritan la centralización del control para enfrentar de forma ágil el peligro o amenaza de que se trate, en este caso, de una pandemia y sus amenazas a la salud. Sin embargo, aunque ese enfoque puede tener sus virtudes en cuanto a la unidad de acción y comunicación, rápidamente muestra también sus desventajas.

          En estas situaciones existe el riesgo de las medidas de excepción conduzcan, o aceleren, la concentración y ejercicio autocrático del poder. En los contextos de emergencia, el ejercicio del poder siempre tendrá la tentación de ampliar sus espacios de influencia. Por eso mismo, es en estas circunstancias en las que los controles del poder deben reforzarse.

          Incorporemos en esta situación los discursos de odio y la polarización, que casi de forma natural tiende a acentuarse en momentos de crisis, incluyendo la discusión sobre el manejo mismo de la crisis. Y, de la mano de la polarización, la desinformación y su potencial disruptivo, asociado a la penetración y rapidez con que las redes sociales han permeado en la conversación pública y en la vida social.

          Tomemos en cuenta que cuando el ciclo electoral se superpone a tiempos de emergencia sanitaria, la natural confrontación democrática incrementa los riesgos de que se acentúe la polarización extrema, generando condiciones favorables para el desarrollo de pulsiones autoritarias que en conjunto erosionan la base de tolerancia, de reconocimiento y de respeto de las legítimas diferencias que sustenta toda la lógica de funcionamiento de la democracia.

          Finalmente, el cuarto y último desafío que identifico enfrentan nuestras democracias tiene que ver con la dimensión social. Para decirlo con brevedad, la suma de los problemas anteriores que he mencionado puede generar, eventualmente, expresiones de inconformidad social que desborden los cauces institucionales, rebasados y de suyo ya carentes, en muchos casos, de credibilidad pública.

          El panorama no parece alentador y, sin embargo, también hay señales de esperanza. A pesar de la pandemia, decenas de países siguen celebrando elecciones, acaso luego de una prórroga, y millones de personas siguen acudiendo a votar, dotando de legitimidad a las autoridades electas. La ciudadanía, en México y en el mundo, luce más exigente con sus gobiernos y representantes, y será siempre positivo para la democracia.

          El dilema que enfrentamos, quizá el más importante de todos, es construir una democracia renovada, sin tirar por la borda los trascendentes avances alcanzados.

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