CONSEJO MEXICANO DE CIENCIAS SOCIALES

Reseña del libro «Totoltin: Palomas»

Reseña del libro
Totoltin: Palomas. Escritos de mujeres de pueblos originarios internas en Michapa

Emiliana Cruz
CIESAS Ciudad de México

Antes que nada, quiero felicitar a todas las personas que dieron vida a este proyecto de escritura. Especialmente a las mujeres autoras, esas voces que escriben desde las sombras del encierro, transformando las rejas en plumas que vuelan libres por estas páginas y a las del colectivo Editorial Hermanas en la Sombra, que sin ellas no hubiera sido posible este libro tan hermoso.

Ha sido un honor caminar entre las líneas de «Totoltin: Palomas. Escritos de mujeres de pueblos originarios internas en Michapa», este libro que late como un corazón colectivo, donde cada historia es una ventana hacia los territorios más íntimos del ser. Aquí encontramos los hilos del amor familiar, los susurros del amor propio que renace el eco ancestral de las madres que bendicen y hieren, y esas transformaciones profundas que florecen del perdón—ese puente invisible que conecta heridas con sanación. Las autoras de este libro son mujeres que llevan el dolor de su territorio y de sus ríos, montañas y veredas enfermas; unas hasta su lengua ancestral han perdido. Sin embargo, a pesar de este sufrimiento social, de la exclusión y el colonialismo, ellas han sabido surcar la tierra con sus palabras en este libro, unidas por el amor y la resistencia.

Cuando tuve en mis manos este libro hecho artesanalmente, leer cada narración fue como mirarme en un espejo fragmentado donde cada pedazo reflejaba una parte de mí que reconocía. Porque todas, de una u otra forma, somos en algún momento cada una de estas mujeres que escriben: la hermana que abraza, la amiga que sostiene, la madre que protege, la tía que guarda secretos, la policía que juzga, o simplemente, una de ellas. En los días que me tomó leer este libro, muchas noches hablé conmigo, me preguntaba por qué esta vida y no otra, por qué estos pasos y no otros. En estas reflexiones comprendí algo: las cosas cambiaron a partir del asesinato de mi padre Tomás Cruz Lorenzo. Cuantas veces no rehíce mi historia, por ejemplo, pensaba: si a él no lo hubieran asesinado, ¿qué hubiera sido de mi vida? ¿Estaría acá escribiendo estas letras? ¿O sería la maestra de educación indígena que siempre quise ser? Seguro otros senderos habría tomado, porque mis pies tuvieron que migrar para sobrevivir. El rumbo que recorremos es de acuerdo a nuestras necesidades, cada una tiene distintas experiencias con sus pies, pero no deja de intrigarme la idea de cómo avanzamos y qué rumbos tomamos en esta existencia de violencia social, aunque no siempre sabemos adónde vamos, a veces andamos perdidas, sin rumbo. Así anduve con la muerte de mi padre.

Nuestros pueblos están siendo destruidos por los megaproyectos, el agua de nuestros ríos enfermos, los animales silvestres ya caminan en huesos por las montañas que están deforestadas. Muchas de las autoras han migrado de sus tierras para mejores experiencias, pero como dice el dicho “el pasto de enfrente no es más verde, el pasto más verde es el que tú riegas”, a pesar de que las cosas en el territorio sean tan difíciles, nunca deja de ser el hogar, ese lugar que te vio nacer. He bebido de las mismas aguas amargas y enfermas que las autoras de este libro, he sentido en mi piel morena el filo del racismo, el peso de la violencia patriarcal que cae como lluvia ácida sobre las mujeres indígenas. Sí, he estado enojada—enojada hasta los huesos—, pero también, como susurran estas páginas, he aprendido a luchar, a buscarme entre los escombros y a construir mi propia felicidad con mis propios pies y manos.

Soy mujer chatina, como Zurita Cruz, una autora de este libro, y he sufrido discriminación más veces de las que puedo contar. No es fácil leer sobre estas injusticias que conoces de memoria; estas prácticas siguen siendo el pan de cada día en las vidas de las mujeres indígenas, nuestras vidas están inmersas en un universo de violencia, el hambre que muerde el estómago, el abandono que duele más que cualquier golpe. Como Lucía Ramírez Hernández, quien con el corazón roto pero entero perdona a su madre por abandonarla junto al río, y bendice las manos de la señora Eusebia que la salvó de las aguas. Ella perdona el abandono y agradece la vida, esa vida que llegó a este mundo a pesar de todo, porque escribir ayuda a botar el dolor.

Cada vivencia de estas páginas despierta ecos en mi memoria, en la memoria de las mujeres de mi familia. Recuerdo a mi tía Ernestina y sus manos mágicas que convertían el barro en ollas hermosas. Llevaba una cicatriz en la cara como una geografía del dolor; el hombre le hizo un mapa en su rostro con el filo de su machete y su coraje de hombre que en lugar de sangre llevaba hiel. Historias como esta sobran en nuestros pueblos, se derraman como agua amarga, pero algo ha cambiado, algo nuevo respira en estas páginas: estas mujeres han elegido otro sendero, han decidido no habitar más en los territorios de la violencia, han decidido limpiar las aguas de sus ríos para poder tomar agua fresca, reforestar sus montañas para poder andar en ellas, poniendo así su cuerpo para encontrar el equilibrio espiritual. Me conmueve la sabiduría con que cada autora ha aprendido a perdonar, a encontrar el amor como quien encuentra una flor entre las piedras, a darle sentido a la vida, aunque las experiencias hayan sido difíciles.

En cada página del libro leo esta pregunta: ¿qué venimos a hacer a esta vida? Así como a las autoras, esta pregunta me persigue desde la juventud como una sombra fiel. Todo parece una cadena invisible—repetimos las vivencias de nuestras madres, y ellas las de sus madres, en una danza ancestral que se extiende hacia atrás hasta perderse en la niebla del tiempo. Las experiencias de mis ancestros viven en mi ser, porque al final, vengo de ellas, soy ellas. Me han preguntado qué significa ser mujer indígena, y cada vez me detengo como quien se para ante un abismo. Lo que puedo decir es esto: no es fácil cargar esta identidad. Venimos de la historia larga del colonialismo, de la pobreza que se hereda como una maldición, de la discriminación que nos marca desde el primer aliento. Arrastramos el peso de nuestras antepasadas—cada una toma su rumbo, pero el equipaje es pesado, porque ser indígena es vivir la experiencia de nuestras ancestras en carne propia.

Ahora quiero detenerme en la historia de Zurita, mujer chatina nacida en San Miguel Panixtlahuaca, quien es mi prima de otro pueblo y habla dos variantes de chatino, la de San Juan Quiahije y la de Panixtlahuaca. Antes de comenzar debo decir que ella es una mujer hermosa, como sus palabras en este libro.

En este libro florece con siete textos cortos en español, hice la traducción de uno de ellos al chatino:

Na no sqwi qa renq in. Ska sen ya qo ma qwa lo kyaq. Qya ska ntqan qin nda ska wa. Ndon qa renq kanq, kanq nga no ndon ka renq in.

La vida de Zurita, como la describe en sus escritos, no fue fácil. Sufrió de niña, desde los niños que se burlaban de ella por venir de una familia pobre hasta por tener una madre con discapacidad. El texto en chatino dice que una tarde su madre los llevó al parque, ese día les compró un elote a cada uno de sus hijos, una muestra de amor más grande que Zurita haya experimentado. Ella dice que fue muy feliz, tan feliz que no cree que haya pasado.

Conocí a Zurita en Michapa este año, y fue muy bonito—una mujer que desborda vida, que reparte amor a sus compañeras, a pesar de que su sendero ha sido difícil.

Cuando la vi, luego la reconocí, porque a una mujer de ese pueblo lleva el sello del lugar. En mi región dicen que las mujeres de Panixtlahuaca son muy bonitas, claro, todas las mujeres son bonitas, pero esas de Panixtlahuaca son muy especiales. Zurita es morena, con pómulos grandes, y una sonrisa que contagia esencia de joven. Claro, es una mujer de veintidós años y está privada de su libertad. Nuestra convivencia fue breve pero suficiente para acordarme de ella. Muy rápido me dio los datos de su familia para llevarles ejemplares de este libro; ella les escribió una nota, yo tenía que asegurarme de entregar el paquete. Para ser honesta, tuve miedo de perder los libros que me dio.

Logré contactar a la familia a través de una amiga que vive en Panixtlahuaca. Les llamé por teléfono, me respondió su hermana menor, con la voz cargada de una mezcla de esperanza y melancolía. Pensaron que yo vendría con buenas noticias, que a lo mejor su hermana iba a salir pronto de la cárcel de Michapa y que llegaría con su maleta al pueblo que dejó para irse a Guadalajara y encontrar su desgracia. Les dije que traía un regalo para ellas, que eran unos libros. Decidieron venir a mi pueblo a recoger los libros—un viaje que se convertiría en un encuentro de dolor y amor. Llegaron tres: la madre, que cojeaba por un problema en la pierna, la hermana menor, el hermano más joven, el bebé de la familia.

Pasaron y se sentaron juntos en el sillón, yo enfrente de ellos en una silla. Nos presentamos, yo les dije que había ido a Michapa a escuchar las lecturas de las escritoras del libro. Cuando les entregué los libros, las palabras se volvieron innecesarias—la madre comenzó a llorar, y su llanto era un río que arrastraba años de dolor contenido. Hablaba y hablaba en chatino, y aunque yo no entendía todas sus palabras, entendía perfectamente su corazón. Los hermanos también lloraron, como si las páginas de ese libro fueran cartas de amor de su hermana ausente.

Cuando finalmente la madre se calmó, me dijo esto:

«Era muy pobre, no le podía dar lo que mi hija quería. Aunque no tuviéramos dinero, ella deseaba un celular y se frustraba porque no podía comprárselo. Entonces se puso a trabajar—manejaba mototaxi en el pueblo y jugaba basketball, con esa energía que tenía para todo. Se fue con su prima a trabajar a la ciudad grande, y hablaba cada vez que podía, hasta que un día su voz se apagó. Muchos meses después, nos llamó para decirnos que estaba en la cárcel.»

La madre siguió llorando, y yo trataba de entender su chatino—una mezcla de la variante de mi pueblo con la de Panixtlahuaca. Ella nació en mi pueblo, pero cuando asesinaron a sus padres, se fue a Panixtlahuaca porque ahí había más comida. Desde los doce años ha vivido ahí, construyendo una nueva vida en ese pueblo; ahí tuvo a sus hijos, ella es madre soltera.

Esta es la familia de Zurita: esa joven brillante que no pudo seguir estudiando por falta de recursos, que migró a Guadalajara buscando un futuro mejor, donde el destino cambió las cartas y ahora escribe desde Michapa, transformando su encierro en literatura.

Cuando la familia se despidió, pregunté sobre sus planes de visitar a su hija. La madre negó con la cabeza, y sus razones:

«No hablo español, no puedo viajar con este problema de espalda, además no tengo dinero.» Se puso a llorar de nuevo y susurró: «Le dije muchas veces: hija, no te metas en problemas. Me cansé de darle consejos, pero jala yna ‘pero ella nunca escuchó’, y ahora no podré ir a verla a la cárcel.»

La geografía también es cruel con las familias pobres: Cuernavaca no está cerca. Para la madre de Zurita significaría cuatro horas hasta Puerto Escondido, diez horas más hasta Ciudad de México, y otras tres o cuatro horas hasta Michapa. Es comprensible que no se ilusione con visitar a su hija, pero también es evidente que no puede enfrentar la realidad de que su hija está encerrada y no saldrá pronto.

Zurita, como muchas mujeres de Michapa, se ha adaptado a su nueva realidad—varios años por delante, poco acceso a la familia. Entonces, ahí en la cárcel, construyen nuevas familias con las amistades que comparten vida, tristezas y felicidades.

Tengo grabada en la memoria la despedida en Michapa: miré a Zurita con su uniforme color beige y ella levantó la mano para despedirse, sabiendo que yo era lo más cercano a su familia que había ido a visitarla. Fui un puente humano entre dos mundos—el de afuera y el de adentro, el de la libertad y el del encierro.

La escritura que ha brindado este proyecto a estas mujeres es más que terapia—es transformación pura. Es increíble lo que hace la palabra escrita: sana heridas invisibles y te da alas para volar más allá de las rejas físicas y mentales. Estas autoras no son solo mujeres privadas de su libertad, son personas que han tenido que sobrevivir, que han convertido la resistencia en arte de vivir, son mujeres que conocen la felicidad, que saben dar amor y ser amadas. Estas mujeres ya no son objetos de violencia—se han convertido en guerreras de la palabra, en arquitectas de su propia liberación. Así las veo cuando leo estas páginas cargadas de historias: ya no son mujeres sumisas esperando que alguien más escriba su destino. Han aprendido a construir familias elegidas entre ellas, a perdonarse para poder volar, a darse amor a sí mismas.

Les recomiendo leer «Totoltin: Palomas. Escritos de mujeres de pueblos originarios internas en Michapa». No es solo un libro—es un testimonio de que las jaulas pueden encerrar el cuerpo, pero nunca el espíritu que escribe, que sueña, que se transforma y que, finalmente, vuela.

La Editorial Hermanas en la Sombra promueve la defensa de los derechos humanos de las mujeres privadas de la libertad, a través de la escritura y el arte como herramienta de transformación.

Referencia:

Trejo Bizarro, Marcia (coord.) 2025, Totoltin: Escritos de mujeres de pueblos originarios internas en Michapa, Morelos, Colectiva Editorial Hermanas en la Sombra, ISBN: 978-607-7964-69-8.
hermanasenlasombra.org

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