El cuadrilátero, los luchadores y la masculinidad Masculinity, wrestlers and the wrestling ring

Gilberto Lara Mendoza1


Resumen: Este texto tiene como finalidad discutir las dinámicas socioculturales que propician/facilitan/permiten/re- producen los significados y prácticas de la masculinidad. En el ejercicio de comprender estas dinámicas, tomo como espacio explicativo y significativo “la lucha libre”. Mi principal discusión no sólo es con el género (puesto que inevitablemente incorporo asuntos relativos), también con espacios simbólicamente definidos como masculinos que se asocian con la violencia. En este sentido, entiendo la lucha libre como un espacio simbólico y discursivo constituido por la escenificación (teatralización), la audiencia, y la infraestructura física (cuadrilátero) que “valida” la reproducción de la masculinidad al “presentarla” como espectáculo.


Abstract: The purpose of this text is to discuss the socio-cultural dynamics that foster / facilitate / allow / re-produce the meanings and practices of masculinity. In the exercise of understanding these dynamics, I take "lucha libre" (Mexican wrestling) as an explanatory and significant space. My main discussion is not only with gender (since I inevitably incorporate relative issues), but also with symbolically defined masculine spaces that are associated with violence. In this sense, I recognize wrestling as a symbolic and discursive space constituted by the staging (theatricalization), the audience, and the physical infrastructure (wrestling ring) that "validates" the reproduction of masculinity by "presenting" it as a spectacle.


Palabras clave: Masculinidad; Lucha libre


El presente trabajo es resultado de la investigación cualitativa y cuyo objetivo fue analizar las maneras en que se construye y expresa la masculinidad en luchadores profesionales de Mexicali, Baja California, partiendo de que existen ciertas interrogantes vinculadas con las formas o mecanismos en que nuestras sociedades reproducen los modelos de “ser hombre”, y en las distintas expresiones en que la cultura las valida o invalida, además de constatar si la lucha libre como “espacio simbólico” reproduce los atributos y la ideología de la masculinidad. Por


1 Maestro en Estudios Socioculturales por parte del Instituto de Investigaciones Culturales – Museo de la Universidad Autónoma de Baja California; Universidad en la cual labora como Profesor de Asignatura en la Facultad de Pedagogía en Innovación Educativa; lara.gilberto@uabc.edu.mx

consiguiente, este texto reúne las entrevistas realizadas a ocho hombres que dan testimonio de los significados socioculturales de “ser hombre” y que además tienen en común ser luchadores.


La masculinidad a ras de lona: un acercamiento etnográfico

Como es tradición, cada domingo a las ocho y media de la noche es noche de lucha libre en la Arena1 Nacionalista2. Es un domingo de agosto de 2015, el clima se siente húmedo, estragos de un día caluroso que alcanzo una temperatura máxima de 118°. Existen pocos espacios desocupados en las gradas, aproximadamente hay más de doscientas personas; la humedad después de tres luchas concluidas comienza a incrementarse. El sudor de las personas se torna cada vez más evidente; una señora arranca un pedazo de cartón del doce de cerveza del marido para echar aire a sus nietos. El anunciador indica a niñas y niños bajarse del ring, puesto que está a punto de anunciar la tercera llamada para dar inicio a la siguiente lucha; la mayor parte del tiempo, los niños suben al cuadrilátero en el entretiempo de una lucha a otra para jugar y simular una contienda contra algún familiar, algunas niñas se columpian en las cuerdas o únicamente se sientan en alguna esquina, en cuanto a los niños, unos suben a la segunda o tercera cuerda para arrojarse, hacen llaves y ponen en sumisión a su compañero.

Al bajarse del ring las niñas y niños, se apagan las luces y se dejan únicamente las luces

led de colores que espectacularizan el arribo de los luchadores al cuadrilátero. Hacen su aparición, en primer lugar, los rudos, posterior a ello, los técnicos. Al terminar el arribo de los luchadores y su nombramiento por parte del anunciador, se apagan las luces de colores y la música de fondo, y se encienden las luces que iluminan el cuadrilátero, “lucharan a ganar a dos de tres caídas y sin límite de tiempo”; se da inicio a la cuarta lucha, la lucha estrella.

El ambiente se ha vuelto tenso. Los vitoreos e insultos se incrementan puesto que una lucha entre mexicalenses y tijuanenses nunca terminan de la mejor manera, los luchadores llaman a estos enfrentamientos como “luchas de dejar todo en el ring”, si bien, para ellos cada lucha es demostrar valía y entregar al público un buen espectáculo para que se vaya contento, cuando son luchas de enfrentar a foráneos, rudos y técnicos se unen con la finalidad de salir avante en la contienda, existe esta “unión familiar” de proteger a su Arena y afición; “como vamos a perder en nuestra casa”, “no podemos quedar mal ante ellos”, son algunos comentarios de mis colaboradores.

La primera caída fue victoria para los rudos. Ruby Gardenia se unió a los cachanillas, Humilde y a su hijo, Humilde Jr., al inicio de la contienda; por su parte, Estudiante Jr. se cambió al bando de los “tijuanenses”. El primer asalto, Nicho Millonario, mejor conocido como Psicosis, junto con Tony Casanova y Estudiante Jr., además de contar con la ayuda del réferi, impusieron su dominio y vencieron rápidamente a los contrarios. Al sonar la campana de la segunda caída, comenzaron los tijuanenses imponiendo rudeza a sus rivales. Con un réferi inclinado a su favor, Nicho toma un balde de bajo del cuadrilátero y lo estrella en la frente de Humilde, después sacó una escalera y la colocó en una de las esquinas del cuadrilátero, y con la ayuda de sus compañeros, aplicaron un suplex a Humilde y a su hijo; el público molesto por la actitud del réferi, inicio una serie de insultos: “Peluche: la porra te saluda, chinga a tu madre”; por su parte, este les respondía de la misma manera, pero con un ademán.

Cuando tenían a Ruby Gardenia suspendido en los brazos de Estudiante Jr., y Casanova para aplicarle el suplex en la escalera, Ruby reacciona y les aplica una doble tijera arrojándolos fuera del cuadrilátero, en ese instante Humilde y su hijo se abalanzan contra estos dos rudos y empiezan a golpearlos; por su parte, Ruby Gardenia se encuentra frente a frente contra Nicho, en ese instante el réferi se posiciona detrás de Ruby y lo sujeta de los brazos para que Nicho lo golpeé; Nicho, haciendo burla y tomando ventaja de la situación en la que se encuentra el técnico, se prepara para impactar con el balde la frente de Ruby. En ese instante, este se quita y el balde se proyecta en la frente del réferi, Ruby aprovecha para surtirlo a golpes y llevarlo a una esquina, por su parte, el público comienza a gritarle unísono “beso, beso, beso” a Ruby, quien, aprovechando la respuesta del público, comienza a coquetear con algunos de las gradas y le proporciona un beso a Nicho, este se retuerce por todo el ring y termina haciéndose “bolita” en una esquina; por su parte, el público satisfecho por la escena del beso, demanda a Ruby besar al réferi, rápidamente los “cachanillas” suben al cuadrilátero y sujetan al réferi por la espalda, mientras Ruby le surte un beso; al ver esto, los “tijuanenses” deciden no subir al ring y abandonan a Nicho, quien se encontraba en espaldas planas, perdiendo los rudos la segunda caída.

Posterior a ello, en el entretiempo a la tercera caída, Ruby Gardenia sube a las gradas y se retrata con algunos espectadores, algunos aficionados le indican al luchador exótico que bese a un compañero. Ruby continúa saludando a sus amistades y no se percata de Nicho quien se encontraba detrás de él, este lo sorprende con un golpe, y comienza la contienda en las gradas.

Suena la campana de la tercera caída. Al finalizar, los técnicos ganaron la contienda y el público quedo eufórico y contento. Algunos empiezan a gritar “esto es lucha, esto es lucha”, otros arrojan dinero desde las gradas al cuadrilátero, unos cuantos bajan de las gradas dirigiéndose al cuadrilátero con su hijo en brazos para que sea el quien entregue el dinero al luchador de su preferencia; todo lo reunido lo depositan en un vaso que colocan al centro del cuadrilátero y los luchadores se posicionan alrededor de él, agradecen al público, se dan un abrazo en conjunto y alzan los brazos en pos de victoria, después, bajan del ring para fotografiarse con los aficionados. Esta descripción es parte del trabajo etnográfico realizado en la Arena Nacionalista en Mexicali, B.C., y da cuenta de cómo las interacciones sociales derivadas del evento luchístico, específicamente aquellas al acontecer de la lucha libre, en el cuadrilátero, en la audiencia, y la interconexión entre el cuadrilátero, luchadores y la audiencia, se encuentran cargadas de significaciones, tanto valorativas e ideológicas, por la cual es posible observar los mecanismos

que reproducen el modelo de masculinidad hegemónica.


Cultura, ideología y género

Eduardo Restrepo en los primeros párrafos de su obra Intervenciones en teoría cultural (2012), afirma que introducir la problemática de la desigualdad en la noción de cultura, permite desplazar dicho concepto e incorporar las relaciones de poder en sus análisis. Por consiguiente, considero apropiado discutir la coyuntura existente entre cultura y poder con la finalidad de dar cuenta de las formas en que opera la ideología con la cultura en establecer y sostener relaciones de dominación. Una de las figuras clásicas de la teoría social como lo es Emilio Durkheim, argumentaba que la sociedad es la proveedora de contenidos y de un “sentido de realidad”, por un lado, y un referente de normas y leyes, por otra parte, las cuales, por ser exteriores a los individuos, ejercen un poder coercitivo en el sentido de poner límites, regular y contener.

Extrapolando este planteamiento, y abordándolo desde la antropología estructuralista de Lévi-Strauss (1995), la cultura, como sostiene este autor, funciona como esquema mental que, a través del lenguaje, construye a partir de un sistema de diferencias binarias, tanto compartidas como inconscientes, los aspectos objetivos y subjetivos de la cultura. De ahí se deriva que, para Lévi-Strauss, las estructuras son modelos mentales de la sociedad, las cuales son incorporadas a partir de reglas y mandatos en un sistema de significados y significantes. Por su parte, Clifford

Geertz, en su célebre obra La interpretación de la cultura, afirma, haciendo referencia a Weber, que “el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido”, y argumenta que el análisis de la cultura debe ser considerada “una ciencia interpretativa en busca de significaciones” (Geertz, 2003: 20).

Así pues, estas definiciones (estructuralista y simbólica) presentan dos supuestos, según Restrepo, por una parte, la cultura es aprendida, por otra parte, es transmitida. No obstante, afirma el autor, también presentan ciertas limitaciones al dejar de lado el análisis por comprender “cómo emergen y se articulan los discursos, prácticas y disputas en torno a la cultura en diferentes escalas y ámbitos de la vida social y política” (Restrepo, 2012: 54). Para fundamentar dicho planteamiento, recurro a las formulaciones propuestas por el sociólogo británico John B. Thompson, las cuales permiten comprender las formas en que opera la ideología con la cultura. Con esto pretendo enmarcar la discusión en cómo las relaciones asimétricas en torno al género, han sido producidas y reproducidas por la instauración de una ideología dominante, y de cómo la cultura valida y sanciona determinadas prácticas ligadas al género.

A pesar de que Thompson afirma que algunos autores contemporáneos como Martín Seliger, Clifford Geertz, Alvin Gouldner y Louis Althusser, han empleado una concepción neutral de ideología carente de un enfoque crítico, para este autor, el análisis de la ideología reside en analizar los fenómenos simbólicos significativos (fenómenos ideológicos), los cuales, en contextos sociohistóricos particulares, sirven para establecer y sostener las relaciones de dominación por medio de la producción y recepción de dichas formas simbólicas (Thompson, 1998: 85-89). Cierto es que, a partir de este planteamiento, podemos reflexionar en los significados y definiciones que se otorgan a las prácticas sociales en relación al género, por un parte, e identificar qué significados y definiciones se han otorgado a lo que “debe ser” un hombre y una mujer.

La subordinación universal de la mujer, afirma Sherry Ortner, se encuentra en la ideología cultural, la cual desvaloriza a la mujer en cuestión de sus funciones y tareas, además de los símbolos negativos con que se le han conferido y por la exclusión de participar en la esfera pública –donde reside el poder, la cual ha sido permeada por los hombres– (Ortner, 1979: 111- 112). Esta subordinación, como señala Ortner y también sostiene Michelle Rosaldo en “Mujer, cultura y sociedad: una visión teórica”, hace referencia a una desigualdad de orden

socioestructural en el que las estimaciones culturales asimétricas entre mujeres y hombres, se producen y reproducen en un sistema de formas simbólicas y, mediante el cual, la cultura regula y perpetua dichas distinciones; de esta manera, como argumenta Rosaldo, dicho modelo estructural proporciona las bases para “identificar y examinar la situación masculina y femenina en los aspectos psicológicos, culturales, sociales y económicos de la vida de la humanidad” (Rosaldo, 1979: 160).

En este orden de ideas, la función de la cultura con respecto al género, como afirma Marta Lamas (2002), alude a la construcción de subjetividades, puesto que a partir de símbolos producidos los individuos interpretan dichas diferencias biológicas y condicionan su conciencia y percepción, las cuales se articulan por el contexto cultural en el que nos encontramos. Bajo este supuesto, el género es adquirido mediante un proceso individual y social; esto es, en un sentido durkheimniano, un hecho social, puesto que las diferencias entre los sexos responden a un orden social exterior al individuo. Además, siguiendo con esta discusión, el género, como afirma Joan

W. Scott, se articula en los discursos dominantes como una “forma primaria de relaciones significantes de poder” (Scott, 1996: 289). Así pues, el género para Scott, además de ser un producto histórico y sociocultural, es el campo primario por el cual se estructura y legitima el poder y la vida social mediante la ideología.

En tal sentido, Teresa de Lauretis va un poco más allá ante el planteamiento de Scott al argumentar que el género funciona mediante una “tecnología de género”. Bajo este supuesto, hace referencia a la noción de “tecnología del sexo” desarrollada por Michele Foucault, y analiza al género como producto de “tecnologías sociales”. El género, según Lauretis, es un producto derivado de “efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales” (Lauretis, 1998: 8). Por otra parte, la noción de performatividad de género formulado por Judith Butler, permite comprender en torno a la regularización (normatividad) que un sistema efectúa en las diferencias de género. Este sistema divide los géneros y los jerarquiza por medio de discursos coercitivos, imponiendo con ello formas aceptables de feminidad y masculinidad.

Ahora bien, para Butler, “la condición discursiva de reconocimiento social precede y condiciona la formación del sujeto” (Butler, 2002: 57), en este sentido, tanto las reglas sociales como lo que se sale de la norma (prohibiciones, tabúes) actúan a través de la repetición o reiteración de las normas que crean subjetividades masculinas y femeninas. Esta reiteración,

argumenta Butler, son normas que anteceden y condicionan al sujeto porque se encuentran inscritas (objetivadas) en la estructura social de manera sociohistórica. Por lo tanto, el sujeto en cuestión es reconocido únicamente cuando se “activa” su lugar en el discurso inscrito en las convenciones sociales de masculinidad y feminidad. En definitiva, a partir de estas reflexiones, es posible analizar el espacio simbólico de la lucha libre, en cuanto un espacio que reproduce los significados y prácticas de género, que se evidencian como actos “teatrales” repetitivos y reiterativos de formas aceptadas de “ser hombre”.


Masculinidad

Los estudios de masculinidad o mejor conocidos como los Men´s Studies, surgieron a partir de la década del setenta en ciertas universidades angloamericanas, los cuales fueron impulsados por los pensamientos e investigaciones feministas (Women´s Studies) de la década del sesenta (Minello, 2002: 12). Estos estudios se enfocaban en analizar el significado de “ser hombre” en distintas sociedades, por lo regular en comunidades distantes a la estadounidense. Algunas de sus principales corrientes teóricas utilizadas antes de la década del setenta, fue la teoría funcionalista de roles (papeles) sexuales, así como los enfoques psicoanalistas formulados por algunas feministas; por otra parte, desde la antropología, estudios pioneros se enfocaban en examinar la masculinidad a partir de las experiencias de los hombres.

Matthew Gutmann afirma que ha existido cuatro formas, por el cual, el concepto de masculinidad ha sido abordado por la antropología: identidad masculina, hombría, virilidad y roles masculinos. De este modo, en referencia a la identidad masculina argumenta que la masculinidad es “cualquier cosa que los hombres piensen y hagan”; la hombría, sostiene el autor, es “todo lo que los hombres piensen y hagan para ser hombres”; la virilidad sugiere que algunos hombres son considerados “más hombres” que otros; por último, respecto a los roles masculinos, el autor afirma que la masculinidad es todo aquello que no es femenino (Gutmann, 1997: 2-3).

En su célebre obra Ser hombre de verdad en la ciudad de México. Ni macho ni mandilón, Gutmann analiza el significado de “ser hombre” para los hombres y mujeres que habitan en una colonia popular de la ciudad de México, la colonia Santo Domingo. Uno de sus principales hallazgos fue conocer como los significados en torno a las identidades de género han producidos ciertos cambios entre lo tradicional y modernidad. Estos cambios generacionales han sido

efectuados por una conciencia contradictoria de lo que es “ser un hombre”. Pues como señala Gutmann, para muchos hombres de la colonia Santo Domingo, un hombre es lo contrario de un macho. Por lo tanto, Gutmann define las identidades masculinas “en lo que los hombres dicen y hacen para ser hombres, y no sólo en lo que los hombres dicen y hacen” (Gutmann, 2000: 43), dado que, para el autor, las identidades masculinas se construyen en relación con las identidades femeninas como un producto de relaciones sociohistóricas construidas hegemónicamente.

En este sentido, recurro a lo planteado por Guillermo Núñez en referencia a los significados masculinos, quien afirma que se encuentran en constante disputa y cambio, por el cual, los hombres viven su hombría “como un ansioso y continuo proceso de “hacerse hombres” a través de acciones y decisiones cotidianas que involucran la negociación, la imposición y la disputa” (Núñez, 2007: 169). Así pues, para Núñez, el “ser hombre” se representa como un sinónimo de valentía, arrojo, destreza, de control de sí mismo y de sus miedos, “entre la asignación de términos y significados está la burla, el desprecio, la descalificación, así como –por supuesto– una concepción del cuerpo como impenetrable” (pág. 149). De ahí que estos atributos socioculturales que se han conferido a la masculinidad, como lo afirma Gutmann, encuentran su interconexión con la hegemonía.

Ante ello, podemos recurrir a los argumentos de David D. Gilmore, respecto a la inexistencia de una masculinidad universal o “arquetipo global”, sino a la presencia de algo repetitivo en relación a los modelos de ser hombre en ciertas culturas. Estas convergencias o paralelismos, como afirma Gilmore, le permitieron llegar a la conclusión de que la virilidad u hombría, es una prueba que se encuentra en la mayoría de las sociedades, y que para ser un hombre, “uno debe preñar a la mujer, proteger a los que dependen de él y mantener a los familiares”; esto es el modelo del varón “preñador-protector-proveedor” (Gilmore, 1994: 217).

Cierto es que este modelo (estereotipo predilecto de hombre) alude a un modelo hegemónico de masculinidad, tal como lo definió Robert Connell (2003), el cual se establece con base a un consentimiento social, producido y reproducido por la ideología dominante y que a su vez oprime a las demás identidades masculinas que no encajen en dicho modelo culturalmente aceptado de “ser hombre”. Connell sostiene que la masculinidad no puede definirse por medio de una esencia natural, por generalizaciones o por normas. Contrario a ello, atiende a los procesos y a las relaciones de género para afirmar que la masculinidad “es un lugar en las relaciones de

género, en las prácticas a través de las cuales los hombres y mujeres ocupan ese espacio en el género, y en los efectos de dichas prácticas en la experiencia corporal, la personalidad y la cultura” (Connell, 2003: 109).

Considero esta definición de masculinidad propuesta por Connell como pionera y fundamental porque nos permite comprender las prácticas y relaciones inscritas en el orden de género en la organización social de la masculinidad. En este sentido, encuentro pertinente el análisis de Pierre Bourdieu que interconecta la “preeminencia universal” de la dominación masculina con la violencia simbólica:


La violencia simbólica se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador (por consiguiente, a la dominación) cuando no dispone, para imaginarla o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para imaginar la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada de la relación de dominación, hace que esa relación parezca natural; o, en otras palabras, cuando los esquemas que pone en práctica para percibirse y apreciarse, o para percibir y apreciar a los dominadores (alto/bajo, masculino/femenino, blanco/negro, etc.), son el producto de la asimilación de las clasificaciones, de ese modo naturalizadas, de las que su ser social es el producto. (Bourdieu, 2000: 51).


Para Bourdieu, la paradoja de la dominación masculina y de la sumisión femenina, resulta “espontanea e impetuosa”, a la luz de las condiciones históricas. Por lo tanto, el fundamento principal de la violencia simbólica subyace en las estructuras de dominación que las producen y naturalizan (pág.58). De lo anterior se deriva que el binarismo entre dominación masculina/sumisión femenina se instaura en el orden social de género, cuyas formas simbólicas producen y mantienen las relaciones de dominación por medio de la legitimación; de allí que el género, como se discutió anteriormente, tiene una carga ideológica y hegemónica, puesto que no se puede separar de la cultura y poder (formas discursivas). Como resultado de lo anterior, la masculinidad hegemónica, como afirma Connell, “incorpora la respuesta aceptada, en un momento específico, al problema de la legitimidad del patriarcado, lo que garantiza […] la

posición dominante de los hombres y la subordinación de las mujeres” (Connell, 2003: 117).

En términos concretos, aunque existan diversas identidades masculinas, como señala Connell, masculinidades múltiples que se reproducen en diversos contextos y que no son homogéneas, para Gutmann, este modelo de masculinidad aceptado en la cultura mexicana se articula con el machismo, puesto que “el destino del machismo como arquetipo de la masculinidad siempre ha estado íntimamente ligado al nacionalismo cultural mexicano” (Gutmann, 2000: 341). De esta manera, si consideramos que el modelo de masculinidad que predomina en la cultura mexicana es la figura del “macho”, aunque me parezca un planteamiento arriesgado, la lucha libre escenifica, a través de la teatralización, estos atributos considerados culturalmente mexicanos de “ser un hombre de verdad”.


Soy hombre porque soy luchador; soy luchador porque soy hombre

Actualmente, todos sabemos que la lucha libre es un deporte-espectáculo, para algunos es sinónimo de “circo, maroma y teatro”. Es un espectáculo por el papel que ejerció la industria cultural en incorporar la lucha libre a un gusto homogéneo, a través de películas, historietas y por su impacto que tuvo en la época del cine de luchadores; en definitiva, a partir de ello, situaron la lucha libre en un espectáculo masivo. No obstante, la lucha libre escenifica aspectos socioculturales y políticos, pues como afirma Janina Mobius, la lucha libre no es únicamente una representación de la sociedad o de la nación mexicana, también ofrece “una concepción (contrapuesta) del mundo específica de una clase social que, sin embargo, está referida a algunas necesidades de la sociedad mexicana (Mobius, 2007: 126). De ahí se deriva lo que, para Heather Levi (2008), la lucha libre es un escenario de contradicciones (Staging contradiction), esto es porque la lucha libre a través de las prácticas “performativas” escenifican conflictos del contexto social en que se encuentra. Asimismo, da cuenta, como sostiene Levi, a la reproducción de luchas antagónicas entre tradición y modernidad, urbanidad e indigenismo, honestidad y corrupción, bien y mal, machismo y feminismo, entre otras.

En Perspectivas socio-culturales para pensar el deporte, Valeria Varea argumenta que el deporte hace más visible y vulnerable la construcción del género que en otros campos de la vida social y que, además, produce, transmite y define la masculinidad en un contexto específico (Varea, 2016: 61). Así pues, de esto cabe destacar que, el deporte considerado como una

institución socializadora cuyos valores son reflejo de una sociedad, y de los cuales, naturalizan las convenciones de género, al inscribirse en las prácticas corporales, refuerzan los significados culturales de lo que es ser un hombre y una mujer. Por ello considero el espacio simbólico de la lucha libre como un espacio en el que se presenta, re-presenta las dinámicas socioculturales de género y, que, al presentarse como un espectáculo, son validadas por la audiencia. A continuación, expongo algunos testimonios de mis colaboradores, quienes tienen en común ser luchadores, esto, resultado de mi análisis empírico con relación a las formas en que construyen y expresan la masculinidad.

Los resultados más relevantes acerca de las elaboraciones de mis colaborados con respecto a la noción de hombría, parte de los nuevos modos de concebir las caracterizaciones de lo masculino, rechazando aquellos atributos asociados al machismo y que aluden a un modelo de varón dominante y violento. De hecho, para algunos informantes existe una disociación entre “ser hombre” y “ser macho”, este último visto como un rasgo “contaminante” o “tradicional”. Para ilustrarlo, dichos informantes señalan que llevan relaciones equitativas con sus parejas, mismas que se proyectan dentro del hogar en la preparación de alimentos, aseo del hogar y en la participación activa que tienen en la crianza de sus hijos. No obstante, al momento de expresar lo que entiende o asumen que es “ser un hombre”, reivindican cuestiones de la hombría tradicional como las funciones reproductivas (dar vida), de provisión (principal sustento de la casa) y protección (cuidar a la esposa e hijos), lo que indica una polaridad entre los significados de ser hombre.

Así pues, considero que estos aspectos conferidos a las nociones que los informantes relacionan respecto a la hombría tienen dos vertientes. Por un lado, hace alusión a la herencia de modelos transmitidos por medio de imágenes guía, donde éstas tienen la función de reproducir el orden de género: “mi papá comía, desayunaba y él dejaba el plato en la mesa, porque para eso él tenía mujer o hijos, para que levantaran el plato”3. Por otro lado, los informantes muestran una conciencia contradictoria de las prácticas tradicionales, de ahí que se muestren con apertura a la inclusión de la mujer en la esfera laboral y en la contribución y manutención económica del hogar, mientras que, a su vez, se muestran receptivos a la crianza de sus hijos.

Hombría

Los significados de la hombría son un constructo histórico, social y cultural que se ha transformado y continúa transformándose a través del tiempo, por consiguiente, difieren al ser observados de acuerdo al contexto. Es decir, lo que algunos hombres de la clase obrera de la ciudad de Mexicali conciben por hombría puede ser distinto de los significados que le asignan otros hombres, pues lo hacen desde su circunstancia particular. De manera que, a pesar de las convergencias, la hombría denota diversas nociones, ya sea por la clase, raza o etnia. En consecuencia, los diversos valores que se le atribuyen a los significados de la hombría se encuentran en disputa. Bajo esta perspectiva, cada hombre, dependiendo de su contexto y la experiencia de lo vivido, atribuye ciertos valores y significaciones a su definición de hombre.

De lo anterior se deriva que algunas caracterizaciones que algunos colaboradores atribuyen a su concepción de hombría, pueden formularse a partir de la disposición y facultad que ellos tienen para el trabajo, paternidad, sustento económico, protección familiar, capacidad de relacionarse en la esfera pública, hacerse notar, responsabilidad, esfuerzo, sinceridad, estar presente para con sus hijos, ser quien toma las decisiones en última instancia, ser fuerte emocionalmente, no darse por vencido, ser un ejemplo a seguir, tener dedicación, y por último, hacerse a sí mismo.

La hombría conlleva un proceso de masculinización, pues como afirma Núñez, “los cánones sociales nos exigen a los sujetos biológicamente machos, desde nuestro nacimiento, ser masculinos, expresar hombría; en mayor o menor medida, nos esforzamos por cumplir estas exigencias a través de las acciones y relaciones que expresan significados y valores socialmente considerados masculinos” (Núñez, 2007: 169). En un testimonio que refuerza la argumentación anterior, un colaborador declara:


En mi familia a mí me enseñaron una cosa, “sabes que cabrón, aquí estudias, aquí se te va a pagar todo, se te va dar esto, el día que usted deje de estudiar, usted se pone a trabajar, ya si tiene su novia, tiene que sacar para llevarla a pasear, usted tiene que ser un hombre, y yo no te voy (decía mi papá), ‘yo no te voy a dar la facilidad de nada, usted se va a ganar sus facilidades’. […] yo a los quince años, yo me salí de mi casa, deje de estudiar, me junté por primera vez, tuve un hijo, vivía en un tráiler (en el camarote de un tráiler),

ahí vivía y era trabajando, de ahí saque para un cuarto. Vamos por partes, pero siempre sacando adelante a tú familia. Un hombre de saber que no, yo miro casos que el papá todavía les lleva la comida, el papá les paga la luz, decía mi papá: “si los tiene bien puestos, usted lo va hacer”. Si es cierto, a veces hay problemas que no puedes resolverlo tú solo, la familia te puede dar, pero normalmente si tú tienes la responsabilidad de una persona como un hijo, yo lo que todo el tiempo aprendí de mi familia es de que hacer un hombre es no enseñarlo a facilitarle las cosas, siempre que se las gane o que las logre por el solo. (Rey Tortura, 34 años, luchador profesional).


Proveeduría

La proveeduría ha sido otros de los rasgos distintivos con que los informantes caracterizan su masculinidad, como una exigencia que todo hombre debe realizar: convertirse en el sustento económico de la familia. Para ellos es indispensable que no haga falta nada en el hogar, y que es el hombre quien se debe de encargar de esta actividad. Sin embargo, emergen nuevas concepciones ante la demanda laboral y los problemas económicos que se presentan en el país. De esta manera, los informantes presentan una apertura hacia que las mujeres también colaboren en el sustento económico del hogar. Así pues, para ellos el hecho de que la mujer trabaje y se profesionalice responde a cuestiones de prácticas más igualitarias.

No obstante, existe una paradoja en los informantes, ya que ellos señalan, que de presentárseles la posibilidad de tener lo que consideran un buen empleo, y de remuneración ideal, preferirían que la mujer se dedicara a las labores del hogar y del cuidado de los hijos. A este respecto, el siguiente testimonio ejemplifica lo anterior:


Creo que sí, creo que siempre tendría que ser parte del hombre, pero también a como muchas personas, yo no miro mal si una mujer genera dinero y ayuda a su hogar, creo que también no lo miro mal, o sea es normal, lo miro muy neutral, pero yo preferentemente, yo prefiero trabajar, llevar el dinero, yo hacerme cargo. (Kamik-C, 22 años, luchador profesional).


Otro testimonio que ejemplifica de manera más contundente lo anterior, señala lo

siguiente:


[…] el hombre está hecho para trabajar, para mantener la casa, para llevar el dinero a la esposa, a los familiares. [En cuanto a la mujer] para el hogar, cuidar a los niños, también puede trabajar, pero a mí no me gusta, no me ha gustado la pareja que he tenido que trabaje, simplemente yo trabajar y mantener el dinero. (Rey Cobra, 36 años, luchador profesional).


Los significados que los hombres confieren a la hombría que se articula al “deber ser” de proveeduría, presentan ciertos cambios en dichas concepciones o un retroceso. En este sentido, los entrevistados presentan cambios en torno a que el hombre (como algunos testimonios dan ejemplo de ello) se han incorporado en las tareas del hogar y de crianza, favoreciendo con ello a que sus parejas puedan especializarse u obtener un trabajo y contribuir a la economía. Por otra parte, presentan un retroceso porque para algunos, es el hombre quien debe de llevar el sustento, y quien tenga la última palabra; en otras palabras, reaparece el estereotipo del macho.


Paternidad

Las prácticas de la paternidad están asociadas a cuestiones contextuales o marcos de referencia históricos, geográficos, de clase y generacionales, Gutmann (2000) señala que desde los años noventa la reconfiguraciones socioculturales y políticas han dado paso a un nuevo modo de entender las relaciones familiares, donde el estereotipo del padre ausente o distante, y de la madre presente que absorbe la carga de la formación de los hijos, se ve rebasado por cuestiones externas al núcleo familiar como las económicas y políticas.

Así, cuando las mujeres se integraron de lleno al campo laboral, muchos hombres tuvieron que ocupar el lugar que ella ocupaba en la casa, asumiendo una paternidad activa. Sin embargo, la paternidad, como señala Norma Fuller resulta ser contradictoria puesto que las masculinidades presentan ambigüedades, y, por otro lado, debido a las trasformaciones en las relaciones entre los géneros y los cambios que se han presentado en la institución familiar (Fuller, 2012: 126); lo que ha llevado a padres a ser partícipes de forma activa en la educación de sus hijos. Así pues, para los informantes es primordial “hacerse presente” en la vida de sus hijos, ya

sea ayudándolos en sus tareas, llevarlos a la escuela o realizando alguna actividad recreativa; por otra parte, el hacerse presentes conlleva un reforzamiento en los modelos de percepción de los hijos, ya que al formar parte de una paternidad activa los padres fungen como modelos a seguir.

El testimonio siguiente ejemplifica lo anterior.


Ellos te ven a diario, ellos saben si trabajas o no trabajas, lo que haces y lo que no haces. También se dan cuenta, entonces, obviamente con tu propia vida, con tu imagen ellos van a ver si tú eres su ídolo, van a intentar imitarte, si tú eres un pinche vaquetón que no hace nada, y que se la pasa todos los días en la casa sin aportar nada a la economía de tu casa; van a optar por no estudiar, por no hacer nada, por dejar su plato en la mesa, por tirar la ropa en el piso. (Mr. Tempest).


Relaciones de género

Si bien, las nociones culturales que se tengan de la hombría, siempre serán relacionales a lo femenino; esto conlleva una distinción sexo/genérica. Por otra parte, estas convenciones del orden de género que se formulan con base a la distinción entre los sexos, perpetúan y legitiman la visión androcéntrica del mundo.

Al preguntar a los informantes respecto a si son las mujeres diferentes de los hombres, ellos respondieron lo siguiente:


Aparte de lo físico, pues sí, me imagino que sí. Es un poquito más débil porque un ejemplo, tanto como lo físico y todo eso de una mujer, aun hombre le pegas un golpe en la cara y el hombre se aguanta; en cambio las mujeres le pegas un golpe en la cara y llora. Es más delicadita en todo, es más astuta, es más paciente, y el hombre no, el hombre al bravazo, a lo que va, así es. (Proximo, 25 años, luchador profesional).


Humilde menciona:


La única diferencia que yo pienso que veo es que ellas pueden dar a luz y uno no ¿vedá? Pero en lo demás no porque son mujeres competentes, preparadas, y últimamente todas

las mujeres están preparadas, son personas que tienen un nivel. Rey Tortura dice:

Son diferentes en el aspecto que es fémina, son más delicadas. La mujer es el sexo débil. Para comenzar no es la fuerza de una mujer como la tuya, ahí te das cuenta de una mujer no va a tener la misma fuerza que tú; una fuerza de un hombre siempre va a ser más fuerte que una mujer, […] la fuerza siempre ha sido dominante la del hombre. (Rey Tortura).


Lo anterior explica el contraste existente de lo que es considerado femenino. En este sentido, los informantes señalaron que “la mujer es el sexo débil” o “delicadita”, adjudicándose ellos el poder, fortaleza y dominio.


Consideraciones finales

A pesar de que existe una representación del bien contra el mal (técnicos contra rudos), el espacio de la lucha libre reproduce el género a través de “efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales”; esto se puede reflejar en las diversas configuraciones de las máscaras, la vestimenta (equipo), la música con la que hacen su aparición en el ring los luchadores, sus movimientos, la forma de expresarse ante el público y como este les responde.

Ese público conformado en su mayoría por familias de aficionados, donde la mayor parte del tiempo el hombre cargará su hielera, pero no cargará a su hijo, porque para eso está su madre y si su madre se ocupa, para eso están sus hermanas. Así pues, el espacio de la lucha libre también permite una reproducción del género a través de prácticas “reiterativas y referenciales” que se materializan en los cuerpos.

En el espacio simbólico de la lucha libre se reproducen también otros significados culturales conferidos a la hombría, y además valida (aunque algunos informantes digan lo contrario) la violencia, al ser “aceptada” y legitimada por el público; estos a su vez, enaltecen la virilidad del luchador al considerarlos como ídolos o “dioses de carne y hueso” que se presentan cada domingo (dependiendo la Arena) a demostrar su “valía” al “romperse la madre”, al “no rajarse” y mucho menos “quebrarse” puesto que los rebajaría dejándolos expuestos a ser

catalogados como “menos hombres” o inclusive, de acuerdo al testimonio de algunos de los entrevistados, como “maricones”.

De ahí que puedo afirmar que el “ring” se convierte en un espacio que colabora con la contribución y perpetuación de modelos de “ser hombre”, tales como rudo, dominante y competitivo, puesto que la lucha libre valida la reproducción de la masculinidad al presentarla como espectáculo; es decir, como una manifestación de la dominación y la audacia, elementos que han sido asociados a la masculinidad y que ahí, en ese espacio simbólico, son autoatribuidos y están disponibles para la audiencia.

Por otro lado, encuentro que, si bien la lucha libre reproduce la ideología dominante de la masculinidad o la tan mencionada masculinidad hegemónica, esta no es inamovible, pues permite la agentividad y la subversión del orden de género a las disidencias sexuales; pero hasta en la disidencia es posible percibir el carácter hegemónico de la masculinidad dominante. De ahí el testimonio que Rey Tortura compartió de un compañero luchador exótico: “mira wey, lo puto lo llevo en el culo y lo hombre lo traigo en las manos”.

Este testimonio da cuenta que las orientaciones sexuales o “deseos sexuales” van más allá del género, como lo mencionado por Judith Butler, en relación a los “cuerpos que importan”; ya no es tanto la fuerza cultural del orden del género y de las distinciones biológicas, sino que existe un orden del discurso inscrito en las formas en que sentimos, expresamos, actuamos, y que, a su vez, imposibilita e invisibiliza los deseos de los agentes. Ahora bien, la subversión se da cuando el sujeto transgrede las normas “aceptadas” de ser varón o mujer, permitiendo con ello la presentación de las disidencias sexuales en el cuadrilátero; empero, a pesar de que algunos de mis entrevistados tienen un posicionamiento de equidad tanto en las relaciones de género como en las prácticas domésticas, y que a su vez se distancian de una identidad machista, ellos reproducen algunos significados tradicionales de ser hombre y mantienen un discurso homofóbico.

Anexo fotográfico


Arena Nacionalista Fotografía: Gilberto Lara, 2015


El Vaselina Fotografía: Gilberto Lara, 2015


Jugando en el ring Fotografía: Gilberto Lara, 2016


Juventud 2000 en una lucha extrema Fotografía: Gilberto Lara, 2016.


Espectadores Fotografía: Gilberto Lara, 2016


Espectadores Fotografía: Gilberto Lara, 2016



Proximo juntando el dinero arrojado por el público tras finalizar la lucha.

Fotografía: Gilberto Lara, 2016


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Notas


1 El termino Arena tiene una connotación histórica que se remonta a los combates desarrollados en el Coliseo romano, y una de sus principales características es el suelo de arena en el que se luchaba. La


Arena, como lo es la Arena México, Arena Coliseo, Arena Puebla, por mencionar algunas, es el lugar en el que se presentan funciones de lucha libre.

2 La colonia Nacionalista está ubicada en el poniente de la ciudad de Mexicali, una zona que agrupa un conjunto de colonias populares. En los últimos años se ha invertido en el alumbrado público, pavimentación, seguridad, y construcción de centros comerciales.

3 Entrevista realizada a Mr. Tempest, el 21 de octubre de 2016.