Vidas precarizadas y reivindicaciones de una vida vivible: luchas por la democracia en tiempos del capitalismo neoliberal


Precarious lives and demands for a livable life: struggles for democracy in times of neoliberal capitalism


Marco Antonio Aranda Andrade1


Resumen: El capitalismo neoliberal se caracteriza por ser una racionalidad gubernamental que formula todos los valores y prácticas en términos económicos. Bajo el rasero del emprendedurismo condena a poblaciones enteras a la precariedad. La democracia liberal de mercado apoya este camino al poner todo en términos de ganadores y perdedores. Aquí señalaremos que la precariedad puede ser una posición para resistir y romper con ella. Como ciudadanas y ciudadanos formados por un conjunto asimétrico de diferencias, podemos entender a la democracia como el producto de levantamientos de rabia e indignación que reconocen la vulnerabilidad que compartimos todas y todos.


Abstract: Neoliberal capitalism is characterized as a governmental rationality that formulates all values and practices in economic terms. Under the rubric of entrepreneurship, it condemns entire populations to precariousness. Liberal market democracy supports this path by putting everything in terms of winners and losers. In this paper we will point out that precariousness can be a position to resist and break with it. As citizens formed by an asymmetric set of differences, we can understand democracy as the product of uprisings of anger and indignation that recognize the vulnerability that we all share.


Palabras clave: capitalismo neoliberal; vidas precarias; democracia.


La siguiente intervención parte de un sesgo político enunciado de entrada y de manera deliberada, a saber: que pese a las diferencias contextuales que exigen su implementación diferenciada (Peck, 2012), el capitalismo neoliberal es una racionalidad gubernamental que formula ya la mayoría de los valores y prácticas de la vida humana en términos económicos, de acuerdo con Wendy Brown


1 Doctor en Ciencia Social con especialidad en Sociología por El Colegio de México. Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Líneas de investigación: infrapolítica y resistencias cotidianas, acción colectiva contenciosa, ideología y utopía en actores colectivos. aranda.estudios@gmail.com.

(2015). A través de una violencia cruenta aceptada y justificada de manera abierta en las últimas décadas (Franco, 2016), este modelo espera que las personas y las colectividades se comporten como agentes empresariales, con miras a mejorar su capital presente y valorizarse para el futuro. La competencia entre las personas se presenta hoy, según Brown, no como una cualidad natural – entendida así por la económica política del liberalismo clásico–, sino como un imperativo. En la democracia del capital humano, continúa Brown, no hay igualdad sino gente obligada a ganar y perder; hay agentes responsables de sí mismos en riesgo permanente de volverse redundantes o desechables (Bauman, 2005). El mantra supone que si se adquiere el capital cultural suficiente y las conexiones sociales y el acceso a redes apropiadas (capital social), las personas podrán convertir esos capitales en capital económico y felicidad, anota Nicole Aschoff (2015). Continúa la autora:


la premisa se basa en la afirmación de que si trabajas duro, las oportunidades económicas se presentarán por sí mismas y la estabilidad financiera les seguirá pronto, y el rol del capital social y cultural en pavimentar el camino a la riqueza y la realización o en bloquearlo, puede ser tan importante como el capital económico. Algunas personas podrán ser capaces de trasladar sus habilidades, conocimientos y conexiones en oportunidades económicas y estabilidad financiera, pero otras no –sea porque sus habilidades, conocimientos y conexiones no parecen marchar tan bien o porque no las pudieron adquirir en primer lugar porque eran [son] demasiado pobres (Aschoff, 2015: versión Kindle).


Podemos decir que no hay hoy día sujetos universales para gobernar, en el sentido humanista clásico de los ciudadanos libres e ilustrados –como sabemos, representados en el ideal exclusivo de los hombres blancos, propietarios y heterosexuales–, sino distintas posiciones sociales atomizadas, identificadas éstas como individuos autónomos necesitados de asistencia para realizar sus potencialidades a través de sus propias elecciones “libres”. Como apuntan Miller y Rose (2008), la libertad hoy se convertido en el mantra político que esconde formas de poder contemporáneas que regulan esa premisa; el dictado se refiere, pues, a una libertad que requiere que los individuos comparen lo que hicieron, lo que han logrado y lo que han sido con aquello

que pueden o deben ser, en cuanto átomos aislados impelidos a competir. La libertad en el neoliberalismo guarda así una resonancia con la premisa de la democracia moderna en cuyo centro siempre descansó un antiuniversalismo nutrido desde una periferia excluida necesaria para que esta democracia pudiera llegar a ser (Brown, 2011). Pero a diferencia del periodo liberal, la democracia de las últimas décadas ha relegado, señala Brown, los principios básicos del constitucionalismo, de la igualdad ante la ley, de la autonomía política y del pretendido universalismo. A tal punto esto es así, que la democracia de mercado no tiene nada que ver con el principio republicano de la gente gobernándose a sí misma. Se han levantado entonces, durante las últimas décadas, estrategias de elección que fuerzan a los individuos autónomos a ser libres, a vivir la vida como si fuera el resultado de una elección personal, en un contexto cada vez más problemático de inseguridad y riesgo (Miller y Rose, 2008).

Pero la contraparte de este feliz discurso del emprendedurismo es la precariedad, un hecho que ha devenido en instrumento de gobierno en la era neoliberal. La precarización significa vivir en lo imprevisto, dentro de la contingencia (Lorey, 2015). El miedo al riesgo que no se puede calcular marca hoy, de acuerdo con Isabell Lorey, las técnicas de gobierno y subjetivación. Para la autora, el gobierno neoliberal procede a través de crear inseguridad, abandonar la protección e incrementar la inestabilidad. La individualización exacerbada provocada por el emprendedurismo (ser soberano de sí, libre y autónomo), corta las posibilidades de articulación colectiva frente a estos climas de miedo e incertidumbre. Al segmentar e incrementar las desigualdades en la era de la flexibilidad laboral que acompañó al bum del sector servicios y a la desregulación financiera, la gente en posición precaria no pudo ya ser fácilmente representada o unificada; sus intereses, anota Lorey, han sido tan dispares que las formas clásicas de organización corporativa no resultan ya tan efectivas.

La precariedad supone entonces la jerarquización de la desigualdad, su distribución diferenciada. Como forma de gobierno, implica el negar, en un desplante de masculinidad extrema (Franco, 2016), la condición de vulnerabilidad que todas las personas compartimos; es decir, nuestra naturaleza de cuerpos igualmente dañables y expuestos. (Recordemos si no a Maquiavelo: “Desnudadnos a todos y veréis que somos parecidos. Vestidnos con sus ropajes y a ellos con los nuestros y sin duda alguna nosotros pareceremos nobles y ellos innobles, puesto que sólo la pobreza y la riqueza nos hacen desiguales… Todo animal entre nosotros nació

completamente vestido. Sólo el hombre [perdonémosle por un momento la expresión] nace desnudo de toda protección; no tiene piel, ni púa, ni pluma, ni lana, ni cerda, ni escamas que le sirvan de protección” (Citado en Hardt y Negri, 2011: 67-68)). Por su puesto, esta exposición al daño se encuentra diferenciada, a pesar de nuestra desnudes, según las distinciones de clase, género, étnicas, de nacionalidad, generación y otras más que estructuran la vida social.

Ahora bien, cabe la pregunta de si es posible asociar la precariedad con la democracia, entendida esta última como el poder de la gente, de la gente que no tiene ningún título especial para ejercer el poder, según las palabras de Ranciere (2011). Antes de abordar la pregunta, cabe aclarar que, a diferencia de lo que sostienen algunas reivindicaciones de los últimos años realizadas por políticos y académicos, la libertad y la igualdad no han sido las consecuencias naturales de las relaciones capitalistas y la democracia liberal, sino el producto largo de un sinfín de luchas populares (Hardt y Negri, 2011; Zizek, 2011). Un rasgo persistente en las disputas por la democracia ha sido el miedo que en la historia de occidente, al menos, se tiene a los pobres, al pueblo y sus costumbres (Hardt y Negri, 2011; Ranciere, 2006). La amenaza de una amplia participación popular en la discusión y toma de decisiones públicas, implica no sólo la puesta en entredicho del modelo estándar de representación, sino el desplazamiento que puede conseguirse en las fronteras trazadas por las élites dirigentes, de acuerdo con Ranciere. Más que buscar distinguir al estado de la sociedad, en una especie de ficción que encubre relaciones de privilegio y poder bajo la máscara de la unidad y la solidez (Mitchell, 2015), la lucha se centra muchas veces en ampliar lo más posible el elemento olvidado por el liberalismo político: la igualdad. La igualdad no ante la ley, sino en todos los ámbitos de la vida social en común. El objetivo es también el impedir la privatización de lo común, basado en la exclusión sistemática de poblaciones enteras.

Este miedo que se traduce tanto en odios raciales, de clase o género expresos en la construcción política de minorías peligrosas (Appadurai, 2007), como en la neutralización caritativa y paternal de las poblaciones empobrecidas (Hardt y Negri, 2011), supone además la negación selectiva de derechos y la imposición de medidas de gobierno que instauran regímenes de pobreza o marginalidad avanzada sobre todo en la vida urbana (Wacquant, 2014). Sin embargo, esta negación implica también la resistencia y la reivindicación. Cuando los pobres luchan para demandar los derechos económicos y sociales que les son privados como ciudadanas

y ciudadanos (a una vida digna, al trabajo decente, a la educación y la salud públicas y de calidad, a la vivienda, a las pensiones), ejercen los derechos civiles y políticos que les son también impedidos: a transitar, a reunirse, a expresarse y asociarse. La exigencia por entrar de lleno y contribuir a la vida pública se sustenta, para estas poblaciones, en la precariedad de su posición.

El derecho a reclamar una vida digna se levanta entonces contra los dictados acerca de lo prescindible que se dice son estas poblaciones marginalizadas. La perseverancia y la resistencia de las y los pobres demandan el reconocimiento y la valoración de esos cuerpos precarizados, tal y como apunta Judith Butler (2017). Ya que el carácter desechable de las personas es producto de un reparto desigual de la precariedad, que responde a condiciones políticamente impuestas que tienen como propósito quebrar sus redes sociales y económicas, mientras les exponen de manera más pronunciada a la violencia (Wacquant, 2014; Butler, 2017), encontrar las condiciones de resistencia y demanda adecuadas requiere de mucha atención. Ejercer el poder que se les niega y luchar contra el rechazo impuesto por las relaciones de poder que organizan sus vidas, implica el buscar desplazar esas fronteras entre lo justo y lo injusto, lo público y lo privado, el tener parte en la vida pública y el encontrarse fuera.

El caso de la frontera entre la esfera pública y la privada, por ejemplo, cobra especial relevancia. De manera usual, la esfera privada –aquella del cuidado y de la reproducción de las condiciones materiales y afectivas de la vida– se piensa como una precondición de apoyo a lo político –la actividad por excelencia del espacio público–, pero cuando los cuerpos de las personas precarizadas realizan acciones públicas por defender precisamente esa esfera previa de apoyo, ocurre un movimiento inverso, ya que “lo que antes se concebía como el trasfondo de la política pasa a convertirse en su objeto explícito” (Butler, 2017: posición 3314). La defensa y el reclamo de la vida digna por las personas pobres se desplazan continuamente por el espacio y el tiempo sociales tanto de la vida cotidiana, más o menos gobernada por el estado, las asociaciones civiles o la academia, que contribuyen a una condición liminar de la pobreza (Wacquant, 2014), como de la vida pública, acaparada por el estado y las grandes entidades empresariales según el discurso de lo público o de las alianzas público-privadas.

En estas tensiones, la resistencia de las y los pobres puede darse en varias ocasiones en el límite de lo que se reconoce como legítimo o en el centro mismo de la dominación, de acuerdo con Butler (2017). Sea de manera oculta o abierta, la política popular de estas poblaciones invoca

una serie de valores que se suponen comunes al conjunto de la ciudadanía plena: la justicia, la igualdad, la libertad… valores que se dirimen en una estructura dual de sostén sobre la que ocurre la vida de estas poblaciones; esto es, en la del marco de las fuerzas político-económicas que las precarizan, pero que al mismo tiempo les brindan y amparan ese conjunto de derechos reivindicables.

Cuando las personas pobres no pueden reunirse para reclamar el derecho a la vivienda, al trabajo o a los servicios públicos, sea por las exigencias de la vida diaria o por las amenazas y riesgos que conlleva la exposición violenta a la precariedad, el espacio público amparado por las constituciones democráticas y republicanas no existe; por tal motivo, la aparición pública de sus cuerpos muestra la necesidad de lo que es requerido para sobrevivir y vivir, sentencia Butler (2017). Si las personas de las poblaciones precarizadas no tienen garantizada la sobrevivencia, los requisitos para llevar una vida digna de vivirse no pueden aparecer. De ahí que los cuerpos que aparecen, se reúnen y reclaman implican tanto actos de resistencia como la necesidad de construirse una estructura de apoyo para la vida vivible (Butler, 2016). En el momento en que la precariedad se encuentra asimétricamente distribuida, la posición de esas personas puede entenderse como un recurso en una lucha que aspira a los valores democráticos y de justicia social a conseguir (Butler, Gambetti y Sabsay, 2016; Lorey, 2015). Y si bien los constreñimientos materiales y simbólicos de las vidas precarias no pueden derribarse por completo, sí pueden en cambio hacerse menos injustos, desiguales, inequitativos e inhabilitantes (Butler, 2016; Appadurai, 2015).

Todo este debate trae consigo, por otra parte, la idea del sujeto político que debe encarnar las ideas y valores democráticos: el pueblo. A diferencia del término ciudadanía, distinguida del pueblo por su componente normativo atribuido al estatus legal legitimado por el Estado (Álvarez, 2017), y del de sociedad civil, que posee una fuerte carga igualmente normativa en el marco del Estado nación y de la democracia liberal, y que ha sido apropiado muchas veces por la esfera del poder en la era neoliberal (Álvarez, 2017), pueblo brinda elementos más relevantes de discusión que pueden contribuir a la relación entre precariedad y democracia.

En primer lugar, a manera de nota precautoria, debemos señalar que el pueblo no es esa entidad homogénea e impermeable que tiene un origen mítico o una misión lineal, ascendente, progresiva y siempre emancipatoria en la historia. El pueblo así concebido impone condiciones

imposibles de cumplir si se piensa en los cambios necesarios para alcanzar la democratización. Tal es así, que el pueblo como un sujeto de transformación idealizado, que no existe en el mundo concreto, puede opacar los actos y procesos contradictorios dados en las articulaciones de un sinnúmero de actores que intervienen en la política, en la fuerza que instituye lo social (Bensaïd, 2011). Más que del pueblo, deberíamos entonces hablar de pueblos específicos, plurales, que resultan ser el producto –y no la precondición que está siempre dada y ahí– de esfuerzos de lucha construidos en situaciones particulares y con los recursos disponibles en momentos históricos determinados. Hablar de los pueblos supone rescatar lo conseguido por las luchas populares hasta el momento: intentos de reforma, procesos revolucionarios, batallas contenciosas y actos de huida y defección. Alcanzar la democracia supondría valorar las relaciones múltiples que no están contenidas en una entidad idealizada y completa, que supone no existen divergencias entre la gente que la compone (de género, clase, nacionalidad, étnicas…), sino que arrancan desde posiciones precarizadas a las que el capitalismo neoliberal empuja con cada vez más contundencia.

Así como existen una multiplicidad de relaciones sociales y políticas, existen también posibilidades de unión y asociación innumerables, abiertas, plurales y no forzosamente incoherentes (Lazzarato, 2006). Bajo esta premisa, los esfuerzos colectivos que rescatan y defienden los logros de la democracia socialdemócrata, así como los propios de aquellos que defienden la autonomía libertaria, pueden tender ámbitos de lucha, acompañarse, sea dentro de las relaciones dominantes del capital o por fuera. Y en estos esfuerzos es igualmente necesario saber que el enemigo no es asimismo monolítico, sino que la racionalidad neoliberal está hecha de relaciones sistémicas en las cuales se entrelazan formas distintas de dominio asociadas a la clase, el género, la raza, la nacionalidad, la generación, la religión, entre otras.

La política en el espacio público, en la construcción del común y en primera persona, reconoce entonces las pequeñas y enormes asimetrías de poder que atraviesan lo social, aspecto que valoriza el anteponer articulaciones políticas en distintas escalas y con diferentes niveles de amplitud que ya llevan mucho camino recorrido. Empezar no de un punto cero sino desde en medio (Bensaïd, 2011), implica el reconocer que no existen fórmulas mágicas o intentos que siempre están condenados al fracaso, producto de pensar al pueblo como la materialización de una fuerza histórica lineal e imparable. Socavar las condiciones que precarizan requiere rescatar

las memorias, los intentos previos, las conexiones y alianzas que vayan en contra de esa tendencia a apuntar a imperativos morales de superioridad que sancionan quiénes pueden formar parte del pueblo y quiénes no, aspecto este que volvería a poner en el pueblo su condición de imposible al subrayar su no universalidad.

No se trata aquí de establecer dicotomías sobrehumanas, de esas que las epistemes occidentales han explotado muy bien (estado vs. abolición del estado, revolución vs. reforma); de lo que se trata, en cambio, es de llevar a cabo múltiples intervenciones políticas que, pese a todo, requieren de cierta universalidad crítica (Harvey, 2012). Intervenir, entonces, en las asimetrías de género, de clase, raciales, sexuales, generacionales que son producto de mecanismos de desposesión en sentido amplio, es una tarea para romper las condiciones que provocan la precarización.

Todo este conjunto de observaciones conduce, a fin de cuentas, a preguntarnos acerca del tipo de instituciones necesarias para conseguir la construcción de la vida democrática ajena a la precarización del capitalismo neoliberal. En este sentido, es útil entonces comenzar señalando que se podría concebir a la política, como apunta Ranciere (citado por Bensaïd, 2011), como la producción de efectos, como la afirmación de capacidades y la reconfiguración de los territorios de lo visible, de lo pensable, de lo posible. Esto implicaría el primero asumir, como sugiere Alain Badiou (2011), la carga de reconocer que no somos democráticos, que las sociedades en las que vivimos no lo son. Una vez hecho esto, hay asimismo que reconocer que las explosiones de rebeldía, las revueltas y las revoluciones necesitan de instituciones que permitan dar continuidad a los cuestionamientos, las rupturas y lo que hay de valioso en los movimientos sociales y en las formas de movilización de la gente precarizada. En este sentido, es necesario marcar que los cambios sociales que esta labor requiere no tienen por qué ser indispensablemente encabezados por grandes organizaciones coherentes con objetivos y proyectos definidos y uniformes, sino, como menciona James Scott (2013), ser el resultado de una pluralidad de actores con demandas distintas que son el resultado de la rabia y la indignación.

Lo que podemos afirmar es que estas instituciones tendrán que seguir siendo producidas por los esfuerzos colectivos de la gente movilizada, ensayos múltiples, abiertos, permanentemente atentos a los deseos, necesidades y aspiraciones de la gente que las hará posibles. Lo anterior no equivale a sostener que todos los deseos sean válidos, sino que las

pequeñas y profundas reproducciones de patrones de dominación deben ser resueltas de acuerdo a normas y obligaciones negociadas colectivamente, acuerdos que al mismo tiempo aseguran los derechos y los poderes de las personas (Hardt y Negri, 2011). Si la democracia necesita partir de los esfuerzos ya en marcha, sus instituciones deben abrirse camino en el seno de las viejas estructuras para crear nuevas subjetividades que aseguren el cambio (Kiersey y Vrasti, 2016; Graeber, 2004).

Es por todas y todos conocido que nadie es libre por sí solo, como una entidad aislada. La libertad y la igualdad sólo pueden tener lugar en contextos institucionales específicos (Anton y Schmitt, 2011). En la historia de la modernidad occidental, ni la libertad ni la igualdad han sido constitutivas de los lugares de trabajo, de las escuelas, de la familia, de los parlamentos, de los vecindarios. Para Anatole Anton y Richard Schmitt, ninguna de esas instituciones fue construida

–ni piensa serlo– con el decidido objetivo de incrementar la libertad y la igualdad; “ninguna se esfuerza por establecer la solidaridad” (2011: 31). El hecho de que experimentos históricos de la gente excluida o precarizada hayan fracasado, generando con ello desánimo y pesimismo, no quiere decir que olvidemos que las instituciones humanes fallan una y otra vez –incluso las del capitalismo–, lo que equivale a decir que debemos seguir luchando porque esas instituciones, diseñadas ahora democráticamente, se consigan y estabilicen (Anton y Schmitt, 2011).

Lograr establecer estas instituciones supone entonces, debemos recordar, que debido a que no existen entidades puras, homogéneas o monolíticas en la historia, tal y como vimos para el caso del pueblo, no existen tampoco fundamentos últimos que le den total certidumbre a nuestros intentos. La actividad política siempre es un fundamento parcial, que siempre falla (Marchart, 2009). La idea moderna de revolución, la que marca que hay que hacer tabula rasa para comenzar desde cero, no existe. Lo que se tiene que buscar desde nuestras posiciones precarias es romper, dislocar, aceptando que esos actos de rebeldía y desobediencia provienen de decisiones que serán siempre confrontadas, que generarán discordia, división, antagonismo (Marchart, 2009). Pero,

¿no es todo eso inherente a la democracia?

Ahora bien, habrá que recordar que, históricamente, la democracia moderna ha apuntado siempre hacia el lugar indiscutible de su realización: el ámbito de lo público, resguardado siempre por el imperativo o compulsión liberal de la ley y el orden –mandato jurídico y de fuerza pensado esencialmente para proteger la propiedad privada–. Las disputas y los actos de

dislocación en donde se puede irrumpir para socavar las relaciones de dominio en la era del capitalismo de la precariedad, tienen que cuestionar también la noción de lo público. Y lo público está bellamente representado en este pasaje escrito por Antonio Negri:


El Estado dice: ‘Lo común no les pertenece, a pesar del hecho de que ustedes lo hacen, lo producen en conjunto y lo inventan y organizan como un común’. La manumisión del Estado sobre el común, por ejemplo, lo que todos producimos y que entonces nos pertenece por ello, se conducirá ahora bajo el nombre de la administración, la delegación y la representación… bajo la belleza implacable del pragmatismo público (2010: 158).


Esto quiere decir que lo público y su gestión siempre nos han sido expropiados por el Estado, entidad a la que le corresponde jurídicamente su administración. Tal vez la democracia tenga que empezar a abandonar esa idea de lo público y orientarse hacia la gestión de lo común. Esto entendido como lo que crece y persiste como resultado de prácticas sociales y conocimientos de grupos de personas situadas en paisajes específicos, con historias locales y tradiciones particulares (Bollier, 2016). Los comunes, además de ser creaciones de comunidades, son también recursos físicos que se encuentran en esta red de vida que las relaciones capitalistas han intentado interminablemente de privatizar. Una gestión democrática de los comunes debe incluir entonces a las comunidades, sus prácticas, valores y normas (Bollier, 2016).

Mediante los esfuerzos colectivos que empujen por crear acontecimientos (romper, dislocar), se tienen, pues, que crear momentos de recomposición política nacidas desde las instituciones existentes: formas de vida y de lucha que quiebran procesos sociales de explotación para buscar experiencias de reapropiación y nodos de resistencia (Negri, 2010). En el plano de las ideas, esta batalla contra la precariedad y por la democracia puede librarse en el libre juego que existe entre los significantes y la elección libre de sus significados. Ideas como justicia, libertad, igualdad, amor, derechos, naturaleza, humanidad, verdad, belleza, democracia… son recibidas, anota Balibar (2013), a través de significantes maestros que nos colocan, como sujetos deseantes, ante ellos en una relación en la que podemos intervenir para cambiar su significado.

Se trata, pues, de identificar en el presente las limitaciones de estas ideas y sus prácticas, los lugares en donde la reproducción de estructuras, la realización de tendencias y las respuestas

conocidas a las constantes crisis se muestren como imposibles. Y esto toca también para todos nuestros intentos de resistencia y para aquellos con los que simpatizamos o abiertamente apoyamos. En esta última tarea, señala Balibar (2013), debemos desorganizar las organizaciones existentes, no en el sentido de minarlas desde dentro o de traicionar a nuestras amigas y amigos – y aquí la sororidad feminista es indispensable–, sino en el sentido de cuestionar la validez de las supuestas distancias e incompatibilidades entre diferentes tipos de luchas y movimientos, esto con el propósito de formar compromisos positivos.

Como ciudadanas y ciudadanos (hombres, mujeres, indígenas, afros, trabajadoras, disidentes sexuales) estamos mediados por formas sociales contingentes (Buck-Morss, 2013). Nuestra condición precaria como sujetos frágiles y vulnerables hace factible romper, dislocar o escapar de las situaciones que producen dicha condición, y cuando el esfuerzo por hacerlo es colectivo, las oportunidades de cambio se incrementan, siempre y cuando reconozcamos y asumamos esa vulnerabilidad común, como señala Butler (2017). En efecto, podemos conceder que en la actualidad las personas críticas siguen buscando sustitutos potenciales o nuevas articulaciones que ocupen el lugar que dejó la clase obrera como sujeto político emancipador (Keucheyan, 2013). Y en ese esfuerzo han creado colectividades, universidades, centros comunitarios, redes de apoyo y acompañamiento, espacios liberados, asociaciones, tácticas de resistencia, formas de escape… Pero renunciar a esa búsqueda de un sujeto potente que opere democráticamente puede ayudar bastante.

Ayudaría mucho el asumir, y perdonen que me exprese a manera de sentencia, que el pueblo de la democracia de la no precariedad no está ahí en algún lugar, a la espera de explotar como un volcán adormecido. El pueblo de esta democracia no es generalmente lo que el imaginario de las ideologías de la derecha y la izquierda supone, ése que no se cansan de azuzar en nuestras cabezas, con propósitos de generar esperanza o miedo. No es el de las y los trabajadores explotados y excluidos que están a la espera de una fuerza mesiánica que les sacuda, que les conduzca y les lleve a una especie de utopía irrealizable, imposible por la simple forma en que la sociedad y los proyectos están estructurados en la historia. Convendría mejor pensar que los pueblos que buscamos serían:


Nada que tenga bastante homogeneidad como para admitir a un representante. No hay

ningún nuevo sujeto revolucionario cuya emergencia habría escapado, hasta entonces, a los observadores. Si se dice entonces que “el pueblo” está en la calle, no es un pueblo que habría previamente existido, al contrario, es el que previamente faltaba. No es “el pueblo” quien produce el levantamiento, es el levantamiento quien produce su pueblo, al suscitar la experiencia y la inteligencia comunes, el tejido humano y el lenguaje de la vida real que habían desaparecido (comité invisible, 2015:46).


Y me parece que esto habría que pensar respecto a los otros conceptos que nos ocupan. Si señalamos previamente que la única instancia que tiene potestad sobre el espacio público es el estado, que lo usa bajo la máscara que reza que el espacio público es de todas y todos y que, en realidad, no pertenece a nadie (Dell’Umbria, 2009), habría que dejar de pensar entonces que lo público, en cuanto expropiado a la gente precarizada, está ahí, a la espera de ser apropiado. El espacio común debe ser el producto de los levantamientos, de la ruptura que provocaría la rabia y la indignación. Pueblos construidos gobernando espacios comunes que se crean al arrebatar territorios al estado para resignificarlos reconfigurándolos. Y en esta dirección habría también que concebir a la democracia que necesitamos. La idea moderna del pueblo gobernándose a sí mismo tendría que seguir esta lógica: levantamientos que produzcan pueblos que se gobiernan a sí mismos en territorios creados, en los cuales se construyen instituciones democráticas abiertas cuyo fin sea ampliar las fronteras de la inclusión y la libertad. Y esto pasa por un repensar las ideas, cosa a la que esta ponencia se ha dedicado, espero, que con relativo éxito.


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