Migrantes mexicanos en Chicago, un estudio de caso: barrio de Pilsen Mexicans in Chicago: A neighborhood: Pilsen

Claudia Eugenia Galindo Lara1


Resumen: El presente trabajo forma parte de la investigación: “Mexicanos en Chicago: Un estudio por generaciones” que se está desarrollando en colaboración con universidades de Chicago. Este proyecto fue producto del año sabático y de una estancia de investigación previa que realicé en la ciudad de Chicago y de la cual se espera obtener como producto un libro. Para este Congreso se pretende desarrollar el apartado referente al Barrio de Pilsen, que forma parte de uno de los capítulos del libro. Se revisarán las condiciones actuales y la historia de este Barrio, emblemático como referente de la población mexicana en Chicago.


Abstract: This paper belongs to a Project called: “Mexicans in Chicago a generation study” that was designed in my sabbatical year, in 2015-2016, where I spent a year living in Chicago. Here we have the life stories of people who live in Pilsen neighborhood, the oldest one, and door of entrance of mexican inmigrants for more than a century. I emphasize de subjective dimension and the daily life.


Palabras clave: Chicago; Migración; Subjetividad; Historia de vida; Barrio de Pilsen


Quiénes somos? Qué pensamos? Cómo nos sentimos?


María Elena y Gustavo

María Elena y Gustavo son mis vecinos de enfrente. No los hubiera conocido si no fuera porque recién llegada al barrio tengo muchísimas demandas logísticas que resolver y las cuales, por supuesto no preví. Al llegar al departamento me dice la persona de la inmobiliaria que debo hacer un contrato de gas y uno de electricidad. Me aterra la idea de que llegue la noche y yo no haya resuelto, al menos, el problema de la luz para no estar en tinieblas. Trato de marcar al número telefónico que me dejaron, y mi número de México no funciona. De manera automática salgo a la


1Grado Académico: Doctorado. Disciplina: Filosofía política y Ciencia Política. Institución adscrita: Universidad Autónoma de Aguascalientes. Líneas de investigación: Filosofía y Teoría Política, Migraciones y diásporas. Correo electrónico: cegalin@coreo.uaa.mx

acera y veo a un hombre de unos treinta años, pero que aparenta más por su pronunciada calvicie, con unos pantalones de mezclilla que le van grandes y dejan ver su vientre pronunciado. Trae una playera amarilla muy vieja y sucia. Intenta echar a andar una vieja camioneta Van y tiene todas las manos cubiertas de aceite. Percibo su malestar aún antes de acercarme, pero a pesar de eso no me detengo. Le explico la situación y le pido que por favor me preste un teléfono. Al escuchar mi historia su mirada se suaviza un poco, pero aún es bastante cortante. A pesar de que es evidente que para él soy una molestia más agregada a sus problemas, le llama a su esposa y le pide me lleve a su casa a marcar.

María Elena es un poco más joven que él, robusta, y viste con ropa holgada. De inmediato percibo en ella un trato de respeto hacia mí por ser mayor, que es característico de la gente procedente de los estados de la república. Me ayuda en todo momento, marca la línea y me explica que hay opciones en español. Para hacer el contrato me pregunta si tengo número de seguridad social, le respondo afirmativamente y hace el contrato. Me pregunta de qué parte de México vengo, le comento que de Aguascalientes y su mirada se ilumina.

Al terminar el proceso, me dispongo a retirarme porque siento que tengo que resolver mil cosas, pero ella se sienta a platicar. Entra su esposo a la casa para ver cómo vamos y de inmediato María Elena le dice que vengo de Aguascalientes y que yo soy ciudadana. Allí se rompe toda la barrera que existía previamente y empiezan a contar muchas historias.

Lo primero que señalan ambos, y eso se repetirá siempre, es que para mí el camino será muy fácil. Gustavo me explica que yo tendré que pagar 11 dólares por el contrato de luz y estará listo de inmediato, mientras que ellos tienen que pagar más de cien dólares y son muchos trámites. Me comenta que en ocasiones hacen el contrato bajo el nombre de algún paisano que tenga papeles, para evitar toda la revisión y porque si no tienes documentos tienes que dejar un depósito “porque no saben si te van a mandar de regreso”.

Me cuentan que vinieron a Chicago de Ocotlán, Jalisco, y que llegaron con una hija muy pequeña. Ahora tienen tres, los dos menores ciudadanos. Tienen catorce años viviendo allí y su plan es esperar a que los dos más chicos cumplan la edad requerida para solicitar la ciudadanía de los tres. Gustavo bromea diciendo que muchos padres esperan eso, pero que luego algunos hijos no quieren.

Gustavo habla casi todo el tiempo y María Elena sólo hace acotaciones, pero se percibe que

son dos partes de una misma forma de ver todo. Hay entre ellos una complementariedad a toda prueba que parece proceder de la idea de que ese plan de vida es lo más importante para ellos, y los ha hecho un binomio frente a todas las adversidades. Me comentan que siempre han vivido en Pilsen y que de hecho rentaban antes en el edificio donde yo voy a habitar pero que de un día para otro les duplicaron la renta. Él afirma que estaba dispuesto a pagarla, pero que el dueño “sólo quiere puros güeros”, y se negó. Me comenta que el anterior propietario les rentaba sin pedirles papeles y sin hacer contrato y que él prefiere eso “porque se puede uno salir cuando quiera”. Pero que ahora el edificio está administrado por una inmobiliaria y no quieren mexicanos.

Me dice que el edificio se está llenando de estudiantes de la Universidad de Illinois at Chicago y le digo, desde mis referencias mexicanas: “bueno la renta no es como para que un estudiante la pague”. Ah no, los güeros tienen, sus papás les pagan lo que sea, señala.

Están sin embargo muy satisfechos en su nuevo hogar porque tienen lavadora dentro de su pequeña casa. Es un edificio del siglo XIX cuyos grandes apartamentos han sido fraccionados en pequeñas viviendas que comparten un patio común, todas ocupadas por mexicanos.

María Elena mantiene su pequeño hogar impecable y me explica que se lo había entregado con colores “muy aburridos” entonces pintó varias paredes de rojo con pintura de aceite. Me cuestionan cuánto pagaré de renta y dicen que pagan (como casi todos) más de la mitad de su salario en renta y las billes. Gustavo agrega con orgullo que, pese a esto, él le envía dinero a su mamá, y que ella ya puso un estanquillo muy bien surtido en Ocotlán.

Les pregunto que sí a la familia de María Elena no le envían o a otro pariente y señalan que sólo les han dado para fiestas de quince años de sus sobrinos.

La conversación está repleta de planes a futuro. Me dicen que Gustavo trabaja de mecánico con un amigo de una localidad cercana a Ocotlán, y que han decidido que María Elena no trabaje para estar al pendiente de los hijos. Pero ella ha decidido ir unas cuantas horas a la escuela para sacar su diploma de bachillerato, y me cuenta que está intentando aprender inglés porque en la escuela de sus niños le han recalcado la importancia de hacerlo para ayudarlos en sus tareas. Ella bromea que entre los niños se hablan en inglés cuando quieren que sus padres no los entiendan.

Les pregunto qué tal nos irá en invierno, porque es septiembre y sé que a mediados de octubre las temperaturas iniciarán un curso descendente que no terminará hasta mayo o junio. Me dicen con una sombra en su mirada: “poco a poco uno se acostumbra, lo más difícil es enero, y que

a los niños nunca les suspenden clases por la nieve”.

Se percibe todo el tiempo la satisfacción que sienten de sus logros y sobre todo de la educación que están recibiendo sus tres hijos. María Elena dice que lo más difícil es “la soledad”. Le digo, “bueno, ¿y los hijos? ¿y el marido?”. Me responde que necesita que la visiten sus parientes al menos una vez al año para ser feliz, y que su momento favorito es cuando llegan todos en coche desde Ocotlán y se llena su casa.


Rosita

En mis primeros días en Pilsen me cuesta orientarme y saber dónde queda cada lugar que necesito. Veo siempre en la esquina de mi casa a una mujer muy blanca, atractiva, con los labios pintados de rojo, como de cuarenta y tantos años, que invariablemente está en amena charla, siempre con personas distintas. Me acerco a ella y le pregunto dónde queda un Target o un Wallmart. Me mira de arriba abajo, como escrutándome y un poco seria me da indicaciones muy precisas sobre transporte, rutas y demás. Pero no deja de ser cortante.

Al siguiente día paso por allí y me pregunta desde lejos, sí logré llegar. Le agradezco de forma efusiva y le digo que gracias a sus consejos ahorré tiempo y dinero y que no tuve que hacer una larga caminata. Contrario al primer día, ahora es muy afable y me pregunta mi nombre y sí tengo poco tiempo en el barrio. Me dice que se llama Rosita, “bueno, todos me dicen así”. Entonces me percato que siempre está allí porque hay un local y le pregunto si es el lugar donde trabaja. Me contesta que ella es la dueña. Es una tienda pequeña situada en la esquina de Throop y la 18, con baratijas expuestas en la vidriera. Arriba tiene un nombre con focos de neón amarillo que dice “Rosy” en letra cursiva. Tiene gruesas rejas de protección y está enmarcado con una pintura de aceite verde, lo cual hace que este local pudiera ser cualquiera de los que se encuentran en los pequeños poblados de México. Es como una inserción brutal en el edificio de arquitectura de Europa del Este de ladrillo rojo y también contrasta con los negocios vecinos que son restaurantes orgánicos y mueblerías con decoración vintage.

De allí en adelante, durante todo el año que paso en Chicago, se hará costumbre platicar con Rosita, en esa esquina o al lado, en la lavandería Pilsen, donde coincidimos casi siempre al hacer laundry.

Rosita me dice que es de un pueblo cercano a San Miguel de Allende que se llama Santa

Cruz de Juventino Rosas y que salió de allí a los diez y nueve años. Tiene venticuatro años en Chicago y no es legal. Me comenta que está intentando arreglar sus papeles y que perdió mucho tiempo viviendo veinte años con un hombre mucho mayor que ella, porque él le había ofrecido legalizarla. Ahora vive con un hombre de Guerrero más joven que ella y tiene dos hijos pequeños, de dos y tres años. Le digo que al menos pudo rehacer su vida y estar ahora con alguien a quien si ama. Me contesta muy contenta: “claro! Soy una mamá un poco ruca, pero eso no importa.”

Rosita siempre lava mucha ropa de su familia, le obsesiona lavar las colchas y los cobertores muy seguido. Se sube en una caja de plástico para asomarse y ver si llega algún cliente a su negocio, mientras lava. Siempre está apurada para ir por sus hijos a la escuela, que está a dos cuadras. A veces, interrumpe la charla conmigo y deja las lavadoras funcionando, para regresar después con los pequeños y mientras les llama la atención por algo, sigue doblando pilas interminables de ropa.

Algunas veces aparece con el pelo muy planchado y la piropeo. Ella va a hacerse el pelo cada semana y lo mantiene siempre muy rubio. Usa las uñas pintadas y se maquilla cuidadosamente, no importa sí está ocupada o sí hace muchas cosas.

Una mañana que cae la nieve por fuera de la vidriera de la lavandería, mientras mete pequeñas prendas en las lavadoras y elige con mucho cuidado, el blanqueador, el suavizante y el detergente, me dice: “yo siempre he sido fuerte”. Cuando me vine para acá por el monte no se estilaba que las mujeres lo hicieran. Una pareja de mi ranchería me dijo que nos lanzáramos y pues les hice caso, yo no tenía nada, ni la primaria acabé. Nos cruzamos, pero luego acá las cosas cambiaron. Yo dormía en el suelo en un pedacito y les limpiaba el cuartito donde vivíamos, además él me violaba siempre que podía. Yo no tenía donde ir, ni sabía qué hacer, así que sólo aguantaba. Empecé a trabajar en limpieza y me quitaban todo mi dinero. Por eso, cuando conocí a este hombre que me prometió cosas, me fui con él. Pero tantos años y puras promesas! Mis papeles nunca llegaron, puras largas me daba.

Me cuenta todas estas cosas en un tono neutro, sin sufrimiento. Me parece que es como sí quisiera tomar distancia de lo pasado, en un intento por convencerse de que ese tipo de experiencias son parte de lo que hay que exprimentar sí se quiere lograr algo en la vida. Pareciera convencida de que todos deben pasar por una serie de cosas para lograr metas. Me cuenta en señal de triunfo: “bueno, hasta me traje a mi mamá”. La fui a esperar al río y viajamos luego desde Texas hasta acá. “Pobrecita estaba súper nerviosa” Mi esposo y yo le dijmos lo que tenía que decir si nos agarraban

y la pobre no memorizaba nada.”

Esa esquina es su microcosmos. Rosita puede tener la vida doméstica y la laboral juntas y parece satisfecha con ello. Sin embargo, se queja de que el dueño de su negocio le pidió el local. El grosero me dijo que yo ni vendo nada, qué para qué quiero este negocio, si no hay ganancia. “Es anglo” se queja. Eso a él que le importa. “Yo le dije con mi inglés machucado que lo de mi negocio es mi problema”. Le comento que su local está muy bien situado y que tal vez lo quieran para otro tipo de giro. Me responde “si, para güeros”. No quieren mexicanos aquí y lo malo es que yo no tengo contrato. El local sobrevive principalmente de envíos de dinero a México, me comenta que, en sus buenas épocas, llegó a tener dos, pero tuvo que cerrar el otro. Ella puso este negocio cuando no había nada, pero ahora hay mucha competencia y la zona cambió de población, los mexicanos se han ido desplazando hacia la 26 th por encontrar rentas más económicas y allí han proliferado los negocios de envío de dinero, pago de billes e internet.

Algo está cambiando en el barrio donde ella siempre ha vivido, pero no alcanza a saber qué es. También se ha tenido que mudar dos veces en el último año porque le han subido la renta. Siempre se cambia dos o tres bloques más lejos, pero en la misma zona. Eso le permite seguir haciendo su vida sin necesidad de usar transporte público.

Me comenta que tiene a un sobrino viviendo con ella y que él le protesta porque le cobra mucha renta. “Así es, tiene que enseñarse”, me dice. El muchacho trabaja con la pareja de Rosita en la construcción. Es el hijo de su hermana, ya dejó robada a una muchacha en su pueblo y sólo viene para ahorrar para construir la casa en que vivirá en el pueblo. Rosita me dice que siempre tiene parientes así viviendo con ella. “Pero ellos no se quedan acá. Aunque luego los tengo que andar regañando, porque vienen todos bien portados y luego le entran a cosas y andan con otras muchachas y allí ya no les conviene. Si no se ponen listos, esta ciudad se los come.”

Cuando le digo a Rosita que el clima está tremendo, invariablemente me responde: “es mejor, se mantiene uno más joven” y ríe abiertamente. Siempre me da argumentos sobre porqué debería quedarme a vivir en Chicago, “¿a qué se va a México?” es siempre su frase. A menudo recuerda que solamente viajó una vez a México, cuando llevaba tres años en Chicago, con la intención de volver porque extrañaba mucho. ¿Y qué pasó? Le pregunto. Ay no señora, vi un lugar seco y pobre, bueno, no duré ni tres meses. Las mujeres allá son bien distintas y los hombres, ay no. Son bien machos. Ya no me gustó la vida allá y volví por el monte. Me dice que ella se viste

en las segundas y que siempre puede estar bien arreglada con poco dinero. “Por eso es mejor acá” en México la ropa es muy cara y no rinde el dinero.” Acá a uno le alcanza, compras comida, pagas tus billes y todavía te queda para algún gusto”. La vida pareciera ser simple en estos términos.

Por alguna razón, sin embargo, siempre que Rosita me da argumentos sobre las razones por las cuáles es mejor vivir en Chicago, no puedo evitar percibir un dejo de tristeza en su mirada. Como si a fuerza de repetírmelo, se vuelva una realidad tangible para ella.


Iván

Al momento de alquilar el estudio de Chicago, me dan a escoger apartamento amueblado o uno vacío. Decido que sea sin amueblar, en un optimismo desbordado porque quiero darle mi toque personal. Esa decisión hace que tenga que comprar lo mínimo para hacer el lugar habitable. Asigno un presupuesto y voy a escoger a una tienda lo que necesito. Esta experiencia será mi inducción al “hágalo usted mismo” norteamericano. Todos los muebles son armables. Compro un estudio couch y para llevarlo a mi casa, me sugieren que vaya a Office Depot porque ellos tienen camionetas. Para contratar ese servicio necesito licencia de manejo. No sé qué hacer. Voy al supermercado más cercano a mi domicilio. Se llama “La casa del Pueblo”, allí todos los empleados son mexicanos. Mientras compro lo que necesito, se me ocurre preguntar a alguien sí tiene una camioneta para que me ayude y tal vez proponer darle algo de dinero. Me acerco a un joven que acomoda cuidadosamente pilas de jitomates guajillo en una montaña. Le explico la situación y le pregunto sí no tendrá una camioneta para hacer el traslado. Me dice que sale a las cuatro y que a esa hora lo espere en la entrada de la Casa del Pueblo y que se llama Iván.

Iván es de esas personas a las que es muy difícil calcular la edad. Hago un esfuerzo y pienso que no debe tener más de ventiseis años. Es de una localidad cercana a Tlacotalpan, en Veracruz. Su rostro es muy fresco y con un aire risueño, aunque paradójicamente, es de carácter muy serio. Siempre anda peinado con brillantina y se levanta las puntas del cabello hacia arriba. Busca las palabras con cuidado al expresarse, e intencionalmente usa las más elaboradas para dar una idea. Ese día, casi todo el tiempo hablo yo y él espera a que termine una frase, para hacerme preguntas personales con mucha discreción. Lo primero que observo es que el almacén a donde vamos está muy cerca de Pilsen en auto, pero Iván no sabe dónde es. Yo fui la primera vez en autobús, así que más o menos recuerdo la ruta y lo voy guiando. En el trayecto hablamos mucho. Me cuenta que

lleva ocho años en Chicago, por lo que deduzco que prácticamente al hacerse adulto, con unos 18 o 19 años, habrá llegado. Me dice que desde el principio trabajó en la Casa del Pueblo, unos primos lo conectaron para el trabajo.

Al llegar al almacén, donde todos son anglos, me percato que Iván está allí, pero se da un fenómeno muy extraño, repentinamente, tiene el don de hacerse invisible. Hablo con los vendedores, formamos un grupo como de cinco personas en amena charla, y noto otro efecto extraño: los vendedores no parecen notar a Iván. Sólo se dirigen a él al final para indicarle que cargue la caja. Observo que cuando le hablan directamente se pone muy nervioso y para evitar la tensión, me acerco a él y le ayudo.

De regreso, se ofrece a armar la mesa que compré y por la noche me invita a una carne asada que va a hacer su padrino, que es vecino mío. No me acepta ningún tipo de paga. Me dice: “entre nosotros, nos ayudamos”.

A pesar del cansancio acumulado durante el día, decido ir un rato a la carne asada, para no parecer descortés. Al caminar hacia allá pienso “¿a quien se le ocurre una carne asada a las diez de la noche?” Una vez allí me percato que es la única hora libre para quienes trabajan todo el día.

Las casas de ladrillo rojo de Pilsen no cuentan con un jardín. Entonces, es común que se adapte la entrada a la vivienda como espacio para las reuniones. Los transeuntes que pasan por la calle, pueden ver la convivencia. Se colocan sillas en círculo y se pone el asador en una esquina. Mientras en los barrios blancos en esa zona de la vivienda acostumbran poner un pequeño jardín de entrada al domicilio, en Pilsen, los mexicanos usualmente dejan la plancha de cemento y colocan macetas en las orillas con plantas y flores de México: hay sávila, margaritas, caléndulas, yerbas de olor como epazote, yerbabuena, ruda; todas ellas en macetas multicolores que contrastan con la sobriedad de los edificios.

El tío de Iván me recibe muy bien. Es un hombre anciano y sin dientes que sonríe con frecuencia y muestra una caverna vacía a sus interlocutores. En el transcurso de la velada, me entero que tiene cincuenta y siete años. Al entrar, me ofrece una cerveza y noto los rostros de expectativa sobre sí bebo o no. Le respondo que no, gracias. Hay más personas en la reunión. Todos están relajados y hablan poco. Todos son del mismo pueblo. Es el principio del otoño, a media noche sopla un viento suave y se siente un poco de frío. Los asistentes comentan que será la última carne asada ante la inminencia del invierno que se acerca.

A partir de ese día, se vuelve una rutina entre Iván y yo charlar un buen rato cada vez que voy a La Casa del Pueblo. Nos ponemos al día y me pregunta discretamente como voy, mientras elijo verduras y el hace su trabajo. Me cuenta que nunca había salido de Pilsen y que la camioneta en realidad era de un primo suyo. Agrega, como disculpándose, que aquél día estaba nervioso, porque no tiene licencia.

En todas nuestras conversaciones Iván hace comparaciones entre Los Estados Unidos y México, en las que percibo sus ganas de estar allá. Me hace muchas preguntas sobre el país, sobre la gente, sobre la forma de vida. Un día le digo, “bueno Iván, ahora la situación en Veracruz es muy mala, ¿sí sabes del dinero que se robó el Gobernador, de los periodistas muertos, de las mujeres desaparecidas? Decido llevar la plática hacia otro tema, cuando veo que los ojos siempre risueños, cambian repentinamente tornándose alargados.

Hacemos una pausa y tomando un poco de aire, me dice categórico, que él solamente estará un tiempo en Chicago y que su plan es volver. Como pensando en voz alta, me comenta: “bueno, al principio dije que venía por dos años, luego cuatro, y mire, ya se me fueron ocho y ni cuenta me di”.

Le pregunto qué piensa hacer al volver y comenta que planea poner un negocio, pero no sabe muy bien de qué. Le digo, bueno, pero ¿estás ahorrando? Su mirada se ensombrece un poco y responde: “hasta ahora no he podido, le envío dinero a mi mamá cada semana, más la renta y los billes. Se me va todo.” A Ivan de pagan 8 dólares la hora, en lugar de 10 que es el mínimo legal. Comparte un minúsculo departamento con sus primos con quienes se reparte la renta y los servicios. No gasta en transporte porque puede ir a pie a su trabajo. A pesar de ello, una vez enviado el dinero a su pueblo, le queda lo mínimo para vivir.

Pareciera que Iván se encuentra suspendido en un largo “mientras” en el cual, sus deseos e ideas sobre la migración, no coinciden con su realidad. Se concibe a sí mismo como alguien que está de paso, pero a su vez, la rutina de un trabajo monótono y hasta cierto punto, poco exigente, sin requerimientos de cualificación, lo ha llevado a un impasse del que no parece darse cuenta cómo salir. Su actividad es siempre la de acomodar los tomates, todos los días de ocho a cuatro. Vive muy cerca de su trabajo, que es un entorno “amistoso.” Toda su socialización se desprende del entorno laboral, donde ve a sus primos y a otras personas siempre mexicanas, con las que entabla relación, los cuales están divididos un poco por el estado al que pertenecen, “los de

Michoacán, los de Durango, los de Veracruz, etc.”

La nostalgia de Iván lo hace tener una presencia casi etérea en Chicago. Su forma de actuar, sus movimientos al hacer el trabajo, todo en él es maquinal. Pareciera que sólo está su cuerpo mientras su mente vaga en algún lugar de Veracruz, en donde todo parece mejor. Me parece que este pensamiento lo invade cuando me hace la pregunta: “¿Usted, no extraña a la familia?”.


Una disgresión en torno a La Casa del Pueblo

La Casa del Pueblo, se ubica en un lugar muy céntrico que aglutina al barrio, justo en frente de la Plaza principal, llamada “Plaza Tenochtitlán” ubicada entre Blue Island Avenue y Loomis. Es un pequeño supermercado que se instaló en 1960, en la época de mayor migración de mexicanos a Pilsen. Es el único almacén de conveniencia en la zona. Hay otros, pero más hacia el West Side o hacia Downtown. La característica particular es que todos los empleados, como se dijo al principio, son mexicanos. Viven en el barrio, constituyen una amplia red familiar y, de acuerdo con Iván, son contratados sin documentos, pero también se les paga menos que el salario mínimo legal.

Hay varias particularidades en este lugar. A ciertas horas del día pareciera haber más empleados que clientes, esto hace que haya una gran división del trabajo, en donde a cada quien le toca muy poca actividad. Entre las cajeras, algunas veces hay rotación para que una apoye envolviendo víveres mientras la otra cobra. En toda el área de Chicago las cajeras también empacan en bolsas la mercancía.

La segunda particularidad es que, el éxito de La Casa del Pueblo, de acuerdo con la opinión de Iván, es que, a diferencia de otros supermercados, que son dirigidos a consumidores de grupos específicos de población, éste conjunta principalmente a mexicanos, pero también a afroamericanos, blancos, y en menor medida, orientales, porque ofrece una combinación de productos que llegan directamente de México (como calabacitas, nopales, mole en polvo, dulces típicos, veladoras, sávila, hojas de jamaica) cortes de carne al estilo del país del sur, carne cocinada como se estila en México (enchilada, cecina, barbacoa, chicharrón). Además de productos locales elaborados en el mismo barrio como tortillas, directamente de las tortillerías de Pilsen, o encurtidos, salsas, frutas cristalizadas, dulces de leche, etcétera. Y productos orgánicos, veganos, de la india y demás, que son consumidos por los millenials blancos que se han mudado a la zona.

La tercera particularidad, es que, contrario a lo que podría pensarse, los dueños no son

mexicanos, sino italianos. En 1954 Jerry Lombardi abrió las puertas de este negocio ubicado en un principio en el 1132 de S. Halsted bajo el nombre de California Fruits and Vegetables. Dos años después, su hijo Nick se unió al negocio. Este empresario tuvo la visión de que la amplia población de mexicanos no tenía un almacén propio, así que se le ocurrió importar directamente los productos desde México. El propietario hizo un arreglo con American Airlines para transportar directamente del país del Sur, cilantro, mangos, chiles serranos, aguacates, etcétera. Posteriormente, incorporaron, cítricos de California, como toronjas, naranjas y limones.

Si bien La Casa del Pueblo parece ser un apoyo invaluable para la población migrante, en realidad no lo es, ni para los empleados ni para los consumidores. Como vimos, es refugio para personas sin papeles, pero el costo es el bajo salario, la falta de seguridad social y de antigüedad, a cambio de un entorno en apariencia “protegido” y de un trabajo poco demandante.

Asimismo, para los consumidores, los precios son mucho más altos que incluso en cadenas consideradas caras como Peets o Whole Foods. Las personas compran allí por dos razones: cercanía y porque constituye un símbolo cultural. En ocasiones me toca ver que entra alguien y escoge una o dos cosas y no tiene para pagar y las cajeras los dejan pasar. Entras allí y todos se conocen por nombre, tiene un toque del barrio reconocido por la gente. Este almacén tiene un significado especial también, porque para cada fiesta importante en México, ofrece los productos típicos. Para Navidad venden roscas de reyes y romeritos, para semana santa hay pipián en mole, pescados variados, habas; en las fechas de la independencia, pozole, tostadas, banderines, para día de muertos, calabaza, piloncillo, buñuelos, cémpasuchitl, pan de muerto.

En la entrada se reproducen las costumbres de la pobreza de México: señoras con una caja de mazapanes de la rosa vendiéndolos a un dólar, un puesto de tamales, vendedores de lotería y carritos de paletas. Afuera, en la Plaza se reúnen los teporochos que fueron arrasados en el intento de lograr el sueño americano. Atrapados, permanecen allí andrajosos y sin bañar, bebiendo y a la espera de que alguien salga con muchas bolsas para ayudar con los paquetes y que les den algo a cambio o unos dólares. Ellos no entran a la Casa del Pueblo, esperan que les toque algo de lo que la gente compró. En invierno, ateridos de frío, cubiertos con gorros y bufandas que apenas dejan ver sus rostros y portando viejas chamarras, se sientan alrededor del monumento que tiene un águila devorando una serpiente, a aguardar la llegada de camionetas de millenials liberales a ofrecerles sopa caliente o hamburguesas de Mc Donald’s.


Don José

Tomo el autobús sobre la 18 th Street. Mientras espero el número 60 Blue Island, que llega hasta el Loop me siento en la banca de madera en donde observo a un hombre sentado al otro extremo, que se está comiendo un helado de un vasito pequeño al estilo de los de las heladerías La Michoacana, de México. Es un hombre canoso vestido con una gruesa chamarra de mezclilla, porta un sombrero tipo texano de horma duranguense. Me pregunta lamiendo con gusto una cucharita de plástico, “¿De paseo?”. Le respondo que tengo que arreglar unos papeles en el Centro y le regreso la pregunta, “¿Usted va de paseo?”. Niega con la cabeza y me dice, “No. Yo no voy a ningún lado. Estoy jubilado y me llamo José.”

Don José, con tono tranquilo y acento del Norte de México, me cuenta que trabajó en las yardas cuarenta años. Fue jardinero y recibe su pensión. Le dan cuatrocientos dólares semanales y renta un apartamento para él y su esposa en la calle Racine, por el que paga quinientos dólares mensuales. Con el resto del dinero se las arreglan para sobrevivir.

Durante años, me dice, trabajé doce horas al día y después de muchos años, logré, primero la residencia y luego ser ciudadano. Cuando obtuve eso, me daban vacaciones pagadas los meses de noviembre a marzo, que es la parte más dura del invierno y no hay jale. A mí los papeles no me interesaban, yo ni sabía que era eso, pero tuve un jefe muy bueno, un güero, que no me dejaba ir, y él me arregló los papeles. Antes de eso, el invierno era muy difícil. Tenía que buscar trabajo de lo que sea, paleando nieve, jalando escombro, lo que sea. Y a veces no había ni para comer.

Don José se queja de lo caras que están las rentas en Pilsen. Me dice que lleva quince años en el barrio y que antes eran muy bajas. Le pregunto sí nunca tuvo chance de hacerse de una casa. Niega rotundamente sacudiendo la cabeza. No. Si yo soy de México, ¿para qué voy a querer una casa aquí?

Me cuenta que construyó una casa muy bonita en Durango y observo un destello de luz en su mirada. Me describe la construcción y habla de los materiales en términos que desconozco, pero intuyo que el énfasis es porque se refiere a elementos de calidad. Me cuenta que tiene dos pisos, habitaciones para cada uno de sus hijos y balcones. Me explica detalladamente el tipo de figuras que tienen los balcones y el color de pintura que utilizó. Agrega que sembró dos Huizaches en la entrada.

Le pregunto si alguien vive en su casa y niega con la cabeza, bajando un poco la mirada, que cambia radicalmente de la alegría de la anterior descripción, a la súbita realidad. La casa permanece casi todo el año vacía, dice con un tono triste, pero no le pasa nada, nadie se mete, los vecinos están al pendiente, comenta como consolándose a sí mismo.

Trato de que vuelva la alegría en Don José y se me ocurre preguntar porque no se regresa a vivir allá, sí ya está jubilado, aventurando una posible respuesta positiva de su parte, pero vuelve a negar con la cabeza. Los hijos no se quieren ir a vivir a México, comenta viendo hacia el piso. Y nosotros no queremos dejar de ver a nuestros nietos. Le pregunto sí sus hijos conocen México. Me dice que van muy seguido de visita y les gusta mucho. Afirma con orgullo que una de sus hijas dice: “Nací en Chicago, pero soy de Durango.”

Agrega, con un gesto que le llena de color el rostro, que sus dos hijas se casaron con muchachos duranguenses, mientras saca con cuidado su cartera, que manipula con sus grandes manos rugosas, para mostrarme las fotos de sus hijas y sus dos nietos.

Todo el tiempo que viví en Pilsen, me encontré con Don José deambulando por el barrio, unas veces sentado en la parada de autobús, otras dentro de la lavandería del barrio. Siempre con un halo fantasmal y como esperando que algo inescrutable sucediera, algo que rompiera la cadena de ocio y el lento transcurrir del tiempo.


Juanita

Intento cruzar el torniquete del metro en la estación 18th para salir a la calle, mientras una señora vestida con el uniforme azul marino del personal de transit authority (CTA) me saluda en español y abre la puerta destinada a equipaje para que salga con comodidad. Observo un rostro sonriente con labios pintados de un rojo intenso y una cabellera muy brillante de color oscuro. Es una mujer morena, atractiva, de unos cincuenta y tantos años. Le agradezco con una sonrisa y de inmediato ella empieza una conversación, que será (como siempre que hablamos en su lugar de trabajo) interrumpida muchas veces porque algún pasajero le hace alguna pregunta o ella ofrece su ayuda con la máquina que expende los boletos.

Juanita, así me llamo, me dice subiendo los hombros con un gesto resignado. Ella es la única persona de todas con las que convivo, que es de Ciudad de México, a pesar de que, en diferentes ocasiones, las personas me comentan que hay muchos chilangos en Pilsen. La ciudad de

origen es carta de presentación en el barrio y es pasaporte para la interacción social, y es interesante como los prejuicios existentes en México entre capitalinos y gente de los estados se reproducen. Cuando se hace referencia a alguien procedente del ex Distrito Federal, siempre se hace referencia a que “se creen mucho”.

Juanita tiene más de treinta años viviendo en Chicago y observo que tal vez por la antigüedad, ya se mimetizó con la gente de otros estados.

En nuestra primera conversación me comenta que nunca ha regresado a México y me narra una anécdota, que retomará el día que nos despedimos porque yo volvía a México. Me cuenta que después de treinta años decidió ir a la boda de algún pariente. Compró su boleto de avión con muchas dificultades y se puso muy nerviosa sobre cuál sería su reacción de volver a pisar las calles donde vivió por diez y siete años. Me cuenta que no durmió los días previos al viaje y que todo el tiempo hablaba con sus hijos sobre las expectativas y la incertidumbre de ver a familiares y recorrer lugares de los que recordaba con tanta nostalgia. Por fin, llegó el día. Sus hijos la llevaron al aeropuerto y resultó que el vuelo había sido la medianoche del día anterior. Regresó a su casa y no volvió a intentar volver.

Me cuenta esta tragedia y echa una sonora risotada que deja ver unos dientes blancos, muy parejos y acabamos muertas de la risa las dos. Después agrega, que en realidad ella ya no tiene gente a quien querer en Ciudad de México. Me cuenta que nació en Hidalgo y su mamá no la pudo criar. La llevó con su abuela al entonces DF y allí creció, pero que su abuela ya murió hace muchísimos años.

A diferencia de la mayoría de las personas con las que hablo, Juanita tiene preparatoria