La Presidencia de la República, el reformismo y el proceso de democratización en México


The Presidency of the Republic, reformism and the process of democratization in Mexico


Eduardo Torres Alonso1


Resumen: En el siglo XX, una de las piezas centrales del sistema político de México fue la Presidencia de la República. Si bien la Constitución dividió al poder político de forma tripartita y estableció una Federación, pronto ocurrió una concentración y centralización de poderes en el Presidente. Sin embargo, este cúmulo de poderes no se mantuvo intacto a lo largo del tiempo. Podemos señalar a 1988 como el año en el cual el debilitamiento de la Presidencia se acelera, aunque su inicio puede fecharse dos décadas atrás.


Abstract: In the twentieth century, one of the central pieces of the political system of Mexico was the Presidency of the Republic. Although the Constitution divided the political power in a tripartite manner and established a Federation, a concentration and centralization of powers in the President soon occurred. However, this cluster of powers did not remain intact over time. We can point to 1988 as the year in which the weakening of the Presidency accelerates, although its beginning can be dated two decades ago.


Palabras clave: democratización; presidencialismo; reforma política; liberalización; México.


Introducción

De acuerdo a Alicia Hernández Chávez (1994: 17), el presidencialismo y el sistema político mexicanos han sido examinados desde dos ópticas: la jurídica y la que se desprende de una lectura histórica de la Revolución. Frente a esto, Octavio Paz, fue quien realizó una evaluación fenoménica (Villa Aguilera, 2014: 128) y, en consecuencia, se alza como el autor que conjunta las dos interpretaciones a partir de las transformaciones del país, sosteniendo la especificidad de la tradición política nacional, que se caracteriza por la fusión de diversas culturas (india, española, mestiza y criolla), cuyo resultado es una ausencia de ideología y da pie “a una respetuosa veneración de los mexicanos a la figura del Presidente” (Paz cit. en Hernández


1 Politólogo y administrador público por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Líneas de investigación: historia política, sistema político y procesos de democratización. Correo electrónico: etorres@unam.mx.


Chávez, 1994: 17). Sin embargo, la figura de la Presidencia de la República no se limita a esos dos enfoques, sino que es compleja y multidimensional, y tiene relación con “[…] las características de una forma de ejercicio del poder, sus recursos, la manera cómo los utiliza el individuo que ocupa el cargo, el peso de su personalidad sobre la institución presidencial, o los diferentes contextos que se forman en el tiempo y que enmarcan su acción […]” (Loaeza, 2013: 54). A pesar de tales interpretaciones, no hay duda que en el proceso de construcción del Estado mexicano durante el siglo XX una de las tres instituciones principales fue, precisamente, la Presidencia de la República, siendo las otras dos el partido hegemónico y el corporativismo. Esta tríada intentaba reproducir una institucionalidad de corte autoritario, donde la Presidencia era el actor más destacado (Escamilla Cadena, 2010: 50).

Empero, a partir de las últimas décadas del siglo XX, la fuerza de la Presidente tuvo una disminución gradual, derivada de las reformas, en las más diversas áreas de la vida nacional, aunque de manera señalada en los rubros político-electoral y económico, que convirtieron al titular del poder Ejecutivo en un actor más en el área de la lucha por el poder. De esto trata este documento, de las modificaciones constitucionales, a la legislación secundaria, particularmente política-electoral, y de facto al poder presidencial, de los actores que en ellas participaron y del nuevo papel que desempeña el Presidente en medio de una sociedad diferenciada y, acaso, confrontada, con aspiraciones de mejora de sus niveles de vida y donde el monopartidismo no tiene cabida.


La presidencia mexicana

Durante el siglo XX, la Presidencia de la República se convirtió, contrariando lo establecido en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos con relación a la división tripartita del poder público y la organización federal del Estado, en la pieza central del sistema político; es decir, violentó los mecanismos de pre-compromiso constitucional, como lo son el bicameralismo, la separación de poderes y el federalismo (Elster, 2002: 112).1 A lo largo del tiempo las relaciones políticas evolucionaron hacia un régimen presidencial que centralizó poderes y decisiones. En este sentido, desde 1934 y hasta la década de 1980, los titulares del poder Ejecutivo de la Unión hicieron uso de las facultades que expresamente les concedía la Constitución Política y recurrieron, también, a las denominadas metaconstitucionales (Carpizo,


1978) que les sirvieron para controlar a los legisladores;2 ejercer la jefatura real del partido político oficial; decidir lo relativo a los nombramientos de los integrantes del poder Judicial; influir en los procesos de sucesión de las gubernaturas y de la Presidencia de la República; afectar las relaciones de propiedad (Córdova, 1989: 284); intervenir en la economía, controlar las empresas públicas, “administrar” la partida secreta (Zaid, 1987: 4), y regular las finanzas públicas, (López Lara, 2010: 157). Todo ello hizo que el sistema político tomara la forma de círculos concéntricos en cuyo centro se ubicó la Presidencia de la República (Leal, 1975: 63). Lo anterior llevó a que el Presidente fue la cabeza de una “monarquía absoluta sexenal y hereditaria en línea transversal” (Cosío Villegas, 1972: 30-31). En suma, la Presidencia fue árbitro y juez supremo, polo centralizador, responsable del bienestar de los ciudadanos; en momentos de crisis, blanco de todas las críticas y, en tanto representante del Estado, símbolo de la unidad de la nación (Loaeza, 2013: 58).

No obstante, la figura presidencial no fue omnipotente y la mayoría de sus actos se inscribían en un marco institucional que hacía a aquéllos discernibles desde la perspectiva de las restricciones legales, políticas y económicas (Loaeza, 2013: 55). A pesar del uso de las facultades metaconstitucionales, los presidentes son actores históricos, inmersos en circunstancias, que están lejos de ser estáticas, a las que tienen que adaptarse y, al hacerlo, redefinen el poder que ejercen y la posición que ocupa la Presidencia en el régimen político (Loaeza, 2013: 57). Así se observa al comparar los reacomodos que ocurrieron en el proceso de ordenación del país en los años inmediatos al término de la Revolución y en las últimas décadas del siglo XX. En el primer periodo se tejió una alianza que desembocó en la pacificación del país, en el reparto agrario y en la mejora de las condiciones laborales; y en el segundo, se concertó una coalición de naturaleza industrial y financiera. En ambos periodos resalta el papel de las organizaciones sindicales y la relación que sostuvieron con el Presidente.

Recordemos: desde 1920 hasta finales del siglo XX, el sindicalismo fue uno de los pilares en los cuales se apoyó el régimen político, pero una vez iniciados los procesos de liberalización económica y política, las organizaciones de obreros vinculadas al partido hegemónico, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), con la Confederación de Trabajadores de México como máximo representante, se opuso a las mismas aunque con poco éxito, pero sí logró detener las propuestas de reforma al interior de su partido, el PRI, que iban en detrimento de su capacidad de


influencia en la nominación de candidaturas (Bensusán y Middlebrook, 2012: 796, 801-802). Una consecuencia del proceso de democratización en México ha sido, precisamente, la imposibilidad de mantener el control político individual de los obreros y la afiliación colectiva a los partidos políticos, prohibición que fue establecida en el artículo 5 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales en 1996 y que se mantiene en el artículo 2 de la Ley General de Partidos Políticos vigente desde mayo de 2014.

De lo anterior se desprende que, para reconstruir la evolución del presidencialismo, es preciso contextualizar el cambio e identificar las circunstancias inmediatas que generaron nuevas condiciones para la acción presidencial.

Indicamos que fue hasta los años ochenta cuando los presidentes de México utilizaron los dos tipos de facultades antes señaladas, debido a que en ese año inició un debilitamiento progresivo de la autoridad presidencial y se encuentran los primeros signos del proceso de democratización, como resultado de la crisis al interior del partido hegemónico, la liberalización del régimen político, las reformas económicas, la apertura a la globalidad, la recolocación del Estado frente al mercado (Villa Aguilera, 2014: 132), el incremento de la pluralidad partidista en las Cámaras del Congreso de la Unión, por mencionar los signos más destacados. Todo ello englobado en el largo proceso de Reforma del Estado.

En consecuencia, se ha transitado de un “presidencialismo omnímodo y poderoso hacia una presidencia débil” (López Lara, 2010: 157), en donde los sujetos principales de este proceso de democratización han sido los sectores sociales dispuestos a ejercer sus libertades, aceptando el costo que implica la pérdida de facilidades y seguridades que la intervención gubernamental representaba y, los actores gubernamentales, resueltos a iniciar cambios en las relaciones políticas; sin embargo, el referido proceso se ha dado con la presencia activa de la Presidencia, que ha contribuido a la democratización al aceptar su autolimitación. Desde el gobierno encabezado por Miguel de la Madrid (1982-1988) aunque con mayor vigor en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) se adoptó un planteamiento de renovación institucional que perduró, con vigor, hasta el gobierno de Vicente Fox (2000-2006), para luego ser reducido a un conjunto de modificaciones electorales (Villa Aguilera, 2014: 129). Todo ello, no obstante, redefinió el juego de fuerzas sociales, económicas y políticas del país, aparecieron nuevos


jugadores y nuevos perdedores y, de manera destacada, originó nuevos centros de poder (Zamitiz Gamboa, 2010: 33).

En la transformación del papel de la Presidencia de la República, destaca la disminución de su influencia en la economía que en el pasado describiera Gabriel Zaid (1987) como la “economía presidencial”: 1. Cambio en la autoridad presupuestal; que se refiere a la concurrencia real de la Cámara de Diputados en la definición del Presupuesto de Egresos de la Federación, como lo establece la fracción IV del artículo 74 de la Constitución Política; 2. Autonomía del Banco de México, que al volverse organismo constitucional autónomo no quedó supeditado a alguno de los poderes públicos, como antes lo estaba del Ejecutivo, y 3. Desincorporación y privatización; con el “redimensionamiento” o “adelgazamiento” del Estado, el gasto destinado a las empresas públicas disminuyó, al tiempo que lo hizo su capacidad de cooptación (López Lara, 2010: 184-185).

Conviene rescatar un episodio propio de la “economía presidencial”. En el mensaje en ocasión del VI informe de gobierno, el 1o. de septiembre de 1982, el presidente José López Portillo anunció que había expedido dos decretos: uno que nacionalizaba la banca privada y otro que establecía el control generalizado de cambios. La discusión sobre los motivos y consecuencias de esta decisión aún continúa, pero, lo cierto, es que representó una resolución tomada desde Los Pinos que buscaba, más allá de encontrar una posible solución al grave problema económico del país, una muestra del poder que todavía tenía el Presidente saliente. Para algunos, fue la debilidad presidencial: el gobierno no pudo detener la fuga de capitales entre 1981 y 1982, se vaciaron varias veces las arcas de la Nación, la deuda externa llegó a 87,000 millones de dólares; en fin, el Estado estaba en quiebra (Loaeza, 2010: 41).

La reacción de la iniciativa privada fue agresiva que fue más allá de la confrontación con el Presidente, cuestionó las bases de la legitimidad estatal: “en nombre de la democracia, cuestionó dos de los instrumentos fundamentales del poder estatal: su papel como referente central de las identidades políticas y la centralización de la autoridad en el Presidente de la República y en el gobierno federal” (Loaeza, 2010: 39).

Visto el fracaso que tuvieron sus llamados a huelgas, marchas y paros, resolvieron ir a Estados Unidos a obtener apoyo. Organizaciones empresariales, diarios y legisladores se


solidarizaron con los banqueros expropiados. Las consecuencias de las presiones norteamericanas tuvieron eco en el nuevo gobierno encabezado por Miguel de la Madrid:


el marco constitucional sufrió importantes reformas. Una de las más significativas se dio en diciembre de 1982 a fin de reconocer y garantizar espacios a la iniciativa privada y limitar de jure la intervención del Estado en la economía. En particular se limitan las facultades expropiatorias del Ejecutivo. Debe recordarse que los ‘agravios’ de 1976 y 1982 estuvieron vinculados a estas facultades. Sin embargo ahora, toda ampliación de la actividad económica del Estado hacia áreas no previstas en el artículo 28 constitucional reformado requerirá de una nueva enmienda a la Carta Magna, la cual, según lo prevé su artículo 135, no podrá realizarse sólo por decreto del Ejecutivo, sino que ‘se requiere que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes, acuerde las reformas y adiciones, y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las Legislaturas de los Estados’. Con ello se limita legalmente toda eventual nacionalización de la banca privada y, en su momento, las del petróleo, los ferrocarriles y la energía eléctrica (Cadena-Roa, 1989: 286).


La severa crisis económica de inicio de sexenio aceleró la disminución de la intervención estatal en la economía, “impulsó la redefinición de las identidades políticas, desestabilizó la organización más importante de la ideología dominante […] e impuso cambios en la organización administrativa del Estado” (Loaeza, 2010: 29).

La modificación constitucional fue una clara limitación a las facultades presidenciales para regular el sistema económico. Por si fuera poco, a la mitad del mismo sexenio 1982-1988, la Ciudad de México sufre un terremoto. El gobierno federal actuó con lentitud, lo que hizo que la ciudadanía no sólo se movilizara para realizar tareas de rescate y salvamento, sino que se generó una corriente de opinión que exigió un cambio de las relaciones políticas entre la capital de la República y el Presidente de México. De la Madrid promulgó una reforma política que, entre otros aspectos, creó la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, aumentó a 200 el número de diputados federales por el principio de representación proporcional, y creó un nuevo Código Federal Electoral. Al final del sexenio en comento un nuevo suceso mostró el


debilitamiento de los controles del Presidente sobre su partido: el surgimiento de la Corriente Democrática, integrada por Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Ifigenia Martínez, Armando Labra, César Buenrostro, Leonel Durán, Severo López Mestre, Janitzio Múgica y Carlos Tello.

Un pasaje de la autobiografía de Carlos Tello nos alecciona sobre cómo este grupo al interior del PRI fue visto como un intento de disminuir las facultades, en este caso metaconstitucionales, del Presidente. A la postre, fue notoria el papel que jugó la Corriente en la democratización del país.


En la XIII Asamblea Nacional del PRI, en marzo de 1987, Cuauhtémoc [Cárdenas] presentó y amplió, a nombre de la Corriente Democrática, nuestros puntos de vista. De inmediato se le echaron encima, entre otros, Miguel Ángel Barberena, gobernador de Aguascalientes, Beatriz Paredes, de Tlaxcala y Augusto Gómez Villanueva argumentando que con nuestra postura estábamos dividiendo al partido y actuando contra el presidente. En la clausura de la asamblea, con la presencia del presidente Miguel de la Madrid y los ex presidentes Luis Echeverría y José López Portillo, Jorge de la Vega se lanzó fuerte en contra de la Corriente Democrática diciendo que se intentaba disminuir las facultades del Ejecutivo federal y que la estructura sectorial del PRI se reforzaría y que no habría lugar para ningún otro tipo de organización o membrete político.


Finalmente, los integrantes de la Corriente Democrática renunciaron al PRI, participaron en las controversiales elecciones presidenciales de 1988, con Cuauhtémoc Cárdenas como candidato presidencial, y en 1989 fundaron el Partido de la Revolución Democrática (PRD).

Si bien lo dicho nos perfila una modificación sustancial del poder aceptada por la propia Presidencia, dos son los ejes en cuales se pueden advertir las autolimitaciones de las facultades de naturaleza institucional y de las prácticas políticas de la Presidencia. El primero corresponde a las relaciones políticas del sistema (Presidencia-PRI) con la oposición, y el segundo eje concierne a las relaciones político-administrativas de la Presidencia con las organizaciones sociales y políticas del mismo partido. El primer eje, de naturaleza externa o exógena, se ha expresado por medio de las modificaciones a las reformas en materia política y electoral, que han ocurrido como


consecuencia del incremento de la competitividad partidista que ha llevado a la alternancia en las gubernaturas y presidencias municipales en algunos estados, así como a la conformación plural de los congresos locales, y, desde 1997, al arribo de la oposición al poder Legislativo, lo cual ha “activado” la división de poderes mandatada en la Carta Magna. En el segundo eje, interno o endógeno, se advierten los cambios en las políticas económicas y sociales que, en su mayoría, han acompañado a las reformas electorales, implementadas y los efectos que éstas han tenido en las organizaciones sociales y políticas (Aguilar Villanueva, 1994: 50).


El informe como símbolo

Un elemento de naturaleza simbólica que brinda nuevas vías para advertir la transformación del poder Ejecutivo es el informe presidencial:


[l]as impugnaciones e interpelaciones ocurridas en torno al informe presidencial expresan la incompatibilidad entre la institucionalización de un nuevo régimen pluralista en la esfera parlamentaria y la subsistencia de un ritual político que condensó elementos simbólicos y protocolarios altamente funcionales para cohesionar a la clase política bajo un régimen hegemónico y vertical (López Lara, 2006: 43-44).


El cambio en el ritual del informe inició en 1988. A la ceremonia del sexto informe del presidente Miguel de la Madrid, el primero de diciembre de ese año, asistieron gobernadores, secretarios de Estado, el cuerpo diplomático acreditado, intelectuales, académicos, miembros de las fuerzas armadas; en fin, dirigentes empresariales, quienes junto con los legisladores, sumaron dos mil asistentes. Apenas habían pasado pocos minutos del inicio del mensaje del presidente De la Madrid, cuando diputados de oposición trataron de entablar un diálogo directo con él. Jesús Luján, diputado del Partido Popular Socialista, insistió en que el informe debía entregarse al Congreso por escrito y no debía ser leído. El Presidente interrumpió su lectura en más de una decena de ocasiones. La última interrupción, la 12, fue generada por el diputado Porfirio Muñoz Ledo quien se puso de pie y solicitó “interpelación al señor presidente”. Los legisladores del Frente Democrático Nacional abandonaron el Salón de Sesiones. En el sexenio siguiente, el de


Carlos Salinas de Gortari, la diputada por el PRD, Patricia Ruiz Anchondo, durante el quinto y sexto informe presidencial, protestó contra el Presidente con pancartas.

Los informes del presidente Carlos Salinas estuvieron marcados por las acusaciones de los legisladores de izquierda de haber obtenido el triunfo en las elecciones de manera ilegal y por orientar la tarea del gobierno a fines distintos al mejoramiento de la población. Durante el segundo informe de Ernesto Zedillo, Marco Rascón, también diputado por el PRD, se colocó al pie de la tribuna donde hablaba el Presidente y se colocó una máscara de cerdo (López Lara, 2006: 67). Los tiempos eran otros.

Un cambio notable en la correlación de fuerzas entre el partido oficial, la oposición y la Presidencia ocurrió cuando, por primera vez en la historia, un diputado de oposición, proveniente del PRD, Porfirio Muñoz Ledo, presidió la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados y le correspondió contestar el tercer informe de gobierno de Ernesto Zedillo. Esto fue la conclusión de un conflicto al momento de integrar la LVII Legislatura de dicha cámara ya que el PRI no obtuvo la mayoría absoluta de las curules, obteniendo 239 escaños, mientras que la oposición, en conjunto, logró 261. Los símbolos del poder presidencial y del protocolo oficial, en esa ocasión, se transformaron: los cadetes del Heroico Colegio Militar no hicieron valla; no hubo escolta con la bandera nacional; fue una banda de música integrada por civiles la que ejecutó el Himno Nacional cuando antes lo hacían los militares; no se presentaron todos los gobernadores de las entidades federativas; el Jefe del Estado Mayor Presidencial no se colocó detrás del Presidente; los miembros de la familia presidencial no asistieron; el primero de septiembre dejó de ser un día feriado, y la programación televisiva no sufrió modificaciones (López Lara, 2006: 73).

Durante el primer gobierno de la alternancia, el de Vicente Fox Quesada, las relaciones entre los poderes Legislativo y Ejecutivo estuvieron marcadas por la confrontación y la descalificación. Los partidos opositores, en donde ahora se encontraba el PRI, cuestionaron la falta de resultados. La distancia entre ambos poderes se pronunció durante la segunda mitad de dicho periodo presidencial. Destaca, en este sentido, que en el cuarto informe de gobierno los legisladores opositores le dieron la espalda a Fox cuando estaba por terminar la lectura de su mensaje. Sin embargo, fue en el último informe cuando el Presidente no pudo ingresar a la sede del Congreso de la Unión ya que la tribuna de la Cámara fue “tomada” por legisladores y fue el mismo Presidente quien en la puerta de cristal del recinto legislativo entregó su informe.


Los ánimos políticos y sociales se encontraban muy crispados luego del anuncio del resultado de la elección presidencial de 2006 que dio como ganador a Felipe Calderón Hinojosa. Tal encono se trasladó al Congreso de la Unión. El presidente Calderón sólo acudió una vez a entregar su informe a la Cámara de Diputados en donde permaneció poco tiempo, sin la posibilidad de pronunciar discurso alguno. Un día de después brindó un mensaje desde el Palacio Nacional. A partir del segundo informe de Felipe Calderón, el Presidente de la República, por conducto del Secretario de Gobernación, envía al poder Legislativo el informe correspondiente. El 15 de agosto de 2008 se publicó, en el Diario Oficial de la Federación, el decreto de reforma a los artículos 69 y 93 de la Constitución Política que establece que el Presidente no deberá presentarse a la apertura de sesiones del Primer Periodo de cada año de ejercicio del Congreso y enviará un informe por escrito en el que se “manifieste el estado general que guarda la administración pública del país”. En 2014 se publicó una reforma al artículo 69 en el que se estableció la denominada “pregunta parlamentaria”, como mecanismo del control del poder Legislativo hacia el Ejecutivo (Porras Nadales, 1981: 107). Una muestra más de la nueva realidad de la Presidencia. Las circunstancias se impusieron: atrás quedaba, ya, el “Día del Presidente”.


La autolimitación

En los acápites anteriores nos hemos referido a algunos cambios legales y de facto que han limitado el poder presidencial. En esta sección anotaremos otros que se circunscriben al orden jurídico y que su aprobación, y menos aún aceptación, no hubieran sido posibles sin el concurso del Ejecutivo de la Unión.

Como muestra de la autolimitación de la Presidencia se pueden mencionar a la reforma, en 1983, del artículo 115 constitucional, que inició un proceso de descentralización al dotar de mayor autonomía al municipio; la desaparición de su facultad como “suprema autoridad” en los asuntos agrarios en favor de Tribunales Agrarios Autónomos, a consecuencia de la reforma constitucional del artículo 27 constitucional del año 1992; la modificación de las reglas para la integración de la Sala Superior de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en 1994, limitando la facultad presidencial a proponer una terna que debe ser ratificada por el voto del Senado; la autonomía del banco central, del mismo año; la liberalización de la competencia electoral y el abandono del control en la organización de las elecciones federales hasta otorgar la autonomía al


Instituto Federal Electoral (IFE), hoy Instituto Nacional Electoral, y la supresión del derecho del Presidente a nombrar al Jefe del Departamento del Distrito Federal, ambos en 1996. Esto ha originado que en el proceso de democratización se produzca una alteración de las prácticas políticas: con relación a la oposición, se pasa del control a la negociación en asuntos políticos cada vez más relevantes y críticos para el país, y con los aliados internos, se transita del control de una coalición útil en el pasado, a la formación de una nueva con mayor sentido modernizador y democrático (Aguilar Villanueva, 1994: 62).

A pesar de estas limitaciones, reales y visibles, Vicente Fox, con quien se pensó que se consolidaría la democracia electoral, realizó acciones que implicaron un retroceso. Si bien con sus intervenciones en los procesos electorales de 2003 y 2006 no se vulneró la autonomía del IFE o del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, sus comentarios para “seducir” al ciudadano para que votara por su partido político si lastimó el principio de equidad, además de instrumentar una estrategia legal y política para evitar que Andrés Manuel López Obrador, entonces Jefe de Gobierno del Distrito Federal, viera imposibilitado su proyecto de ser candidato a la Presidencia de la República. Al final, la tentativa resultó fallida. Por otro lado, un intento de recuperación de las facultades metaconstitucionales lo realizó Felipe Calderón, cuando siendo Presidente de la República, aprobaba a los candidatos a las gubernaturas postulados por su partido y mantenía un estricto control del Comité Ejecutivo Nacional del PAN al resultar electos como presidentes Germán Martínez Cázares, primero y, César Nava, después; ambos, cercanos colaboradores del Calderón (Escamilla Cadena, 2010: 58-59).

Con todo, resalta que las limitaciones a la Presidencia no hayan puesto en riesgo la estabilidad del país ya debido a que, calculando “tiempos y movimientos”, buscan crear condiciones institucionales y políticas para sustentar una democracia gobernable (Aguilar Villanueva, 1994: 63).


La transformación de la presidencia

Los cambios en el papel de la Presidencia de la República son visibles: si bien es cierto que el PRI en 2012 volvió a ocuparla, existe un sistema de partidos tripartito, en donde la negociación es la regla. Con la alternancia en el año 2000 el Presidente no fue el jefe máximo de su partido político, Vicente Fox y Felipe Calderón tuvieron, en distintos momentos de sus sexenios,


relaciones tensas con los miembros de su partido; los controles hacia a las tradicionales y corporativas centrales obreras y campesinas, así como a las organizaciones populares se han debilitado. Con relación al poder Legislativo, éste se ha visto fortalecido con la presencia de diputados y senadores provenientes de partidos opositores, lo que ha generado que las reformas constitucionales no las puede realizar un solo partido político debido a que no reúne el número de votos indispensables para ello, lo cual hace que se tenga que recurrir al arreglo deliberativo con otras expresiones políticas. La Cámara de Diputados, como hemos referido, a partir de 1997, comenzó a ejercer facultades que de acuerdo a la Constitución le corresponden, de forma particular lo relacionado con el “poder de la bolsa”: la ley de ingresos, el presupuesto de egresos, el examen anual de la cuenta pública, la política de empréstitos y de deuda pública; además, el Congreso no sólo participar en la tarea de creación normativa sino que puede intervenir en los asuntos propios del Presidente y vigilar su comportamiento. En suma, el pluralismo en el Legislativo recuperó la autonomía de las cámaras al romper la homogeneidad partidista.

Finalmente, sobre el poder Judicial, a partir de las reformas de enero de 1988 se convirtió a la Suprema Corte de Justicia de la Nación “casi” en un Tribunal Constitucional y se incrementaron los juzgados de distrito y los tribunales de circuito, así como las remuneraciones de los magistrados y jueces federales, e inició la profesionalización y la carrera judiciales y, derivado de las reformas de diciembre de 1994, el pleno de la SCJN pasó de 26 a 11 ministros, se creó, también, el Consejo de la Judicatura Federal como órgano responsable del gobierno y de la administración del poder Judicial, y se establecieron la acción de inconstitucionalidad y la controversia constitucional. En el rubro económico, ha disminuido la influencia presidencial debido a la participación del sector público en la economía, la desregulación y la actuación viva de las leyes del mercado, y la participación congresional en la Ley de Ingresos y en el Presupuesto de Egresos (Carpizo, 2001: 74-85).

Sobre los gobernadores y el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, hoy Ciudad de México, conviene decir que el Presidente no los designa, como venía sucediendo con el entonces Jefe del Departamento del D.F., aunque la Asamblea de Representantes, creada en 1987, debía ratificar, como consecuencia de la reforma de 1993, el nombramiento que el Presidente hiciera del regente capitalino, abriendo la posibilidad de que dicho nombramiento no fuera aceptado. Fue una limitación muy tímida al poder del Presidente (Becerra, 2005: 329).


Son obstante, el Presidente “puede hacer campaña” con sus candidatos de manera más o menos abierta por medio del envío de alguno de sus colaboradores a su equipo de campaña o por la inauguración de obras, por parte del Presidente, en las localidades donde se efectuarán elecciones. No obstante, el resultado de los comicios puede no ser el esperado por el Presidente de la República ya que la competencia y la observación de los procesos electorales que realizan organizaciones sociales e instituciones educativas, nacionales y extranjeras, hacen que sea muy difícil, aunque no imposible, manipular la decisión de la mayoría de los ciudadanos expresada por el sufragio cuando “el candidato del Presidente” no obtiene el triunfo. Más aún, los gobernadores han guardado en el baúl de los recuerdos la “relación directa, vertical y disciplinada con el presidente en la que se atendían sus instrucciones” (Hernández Rodríguez, 2008: 57), como lo demuestran las conflictos con Roberto Madrazo y Manuel Bartlett, cuando fueron gobernadores de Tabasco y Puebla en 1995-1999 y 1993-1999, respectivamente, y el surgimiento de la Conferencia Nacional de Gobernadores en 2002, que se ha convertido en un espacio de presión al poder Ejecutivo federal.3

Un aspecto fundamental en el proceso de transformación de la Presidencia es el largo proceso de reformas en materia electoral que desde la década de los cuarenta se han aprobado para ampliar la pluralidad de los órganos de representación política, pacificar la “lucha” por el poder, y aumentar la confianza, fortalecer la transparencia y brindar certeza en los procesos comiciales. Examinemos, así sea a grandes trazos, estas reformas.

A los siete días de enero de 1946, se promulgó una nueva ley electoral. Con ella se creó la Comisión Federal de Vigilancia Electoral, integrada por el secretario de Gobernación y otro miembro del gabinete, quienes serían los comisionados del poder Ejecutivo; dos integrantes del poder Legislativo, y dos comisionados de los partidos políticos nacionales. En los estados se establecieron las comisiones locales electorales y las comisiones electorales distritales, que funcionaban en esa jurisdicción territorial. Esta reforma no reconoció la posibilidad que compitieran candidatos independientes y señaló de forma expresa que “solamente los partidos políticos podrán registrar candidatos”. Es preciso decir que en 1949 esta ley sufrió ligeras modificaciones que, más bien, pueden considerarse precisiones: la hora de instalación de la casilla pasó de las 9:00 a las 8:00 horas; la Suprema Corte no intervendría en asuntos político- electorales, y la renovación de la Comisión Federal de Vigilancia Electoral sería cada tres años.


Una nueva ley electoral apareció en 1954 y estableció que para obtener el registro como partido político, una organización debía cumplir con una cantidad de miembros: 75,000, con más de 2,500 registrados en cada una de las entidades del territorio nacional. En esta nueva ley, se reconoce el derecho a las mujeres de votar y ser votadas, mismo que había sido incorporado a la Constitución un año antes.

En 1963, por iniciativa del presidente de la República, Adolfo López Mateos, se reformó la legislación electoral, con lo cual se creó la figura de los diputados “de partido”, que permitió otorgar cinco diputaciones a aquellas organizaciones partidistas que obtuviesen un mínimo de 2.5 por ciento de la votación total. Además, otorgaba un diputado extra por cada 0.5 por ciento de la votación adicional hasta un máximo de 20 legisladores. Esta acción abrió a la oposición la Cámara de Diputados y, de cierta forma, fue una medida para distender las relaciones con los grupos con los que el gobierno había tenido conflictos: telegrafistas, ferrocarrileros y miembros del magisterio. Además, el triunfo de la revolución cubana colocó al gobierno mexicano en una situación peculiar: reconocer la existencia de voces disientes y darles acceso a los espacios de representación o esperar un movimiento armado.

1968 fue un año intenso. El movimiento estudiantil puso en duda la estabilidad del régimen. Como respuesta a las movilizaciones estudiantiles, se reconoció la “madurez cívica” de los jóvenes a partir de los 18 años, que fue aceptado al año siguiente, el 28 de octubre de 1969. En otras palabras, a partir de los 18 años se podría sufragar y no a los 21, como estaba antes. La reforma política del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz respondió a lo sucedido un año antes.

En la administración presidencial de Luis Echeverría, la sociedad recordó lo sucedido en 1968 –que lastimó severamente la legitimidad estatal– con la agresión a estudiantes el 10 de junio de 1971; asimismo existieron movimientos armados como la Liga Comunista 23 de Septiembre. El intento de secuestro del empresario Eugenio Garza Sada, que resultó muerto, y los secuestros del también empresario Fernando Aranguren, que fue ejecutado, y del cónsul británico Duncan Williams, llevados a cabo por dicha organización, hicieron que el gobierno respondiera de dos maneras: 1. Con un ataque masivo con la policía y el ejército contra la Liga, y 2. Mediante la vía política, a través del impulso de la “apertura democrática”.4 En 1972 se promulgaron reformas en materia electoral que redujeron a 1.5 por ciento el porcentaje mínimo requerido para contar con representación en la Cámara de Diputados y aumentó a 25 el número de los diputados “de


partido”. Una reforma llevada a cabo un año después, redujo la afiliación mínima requerida para la inscripción de un partido político y disminuyó la edad para ser legislador federal: de 25 a 21 años, para diputados y de 35 a 30 para senadores. La ampliación de los espacios para la oposición fue una forma de contener las actividades guerrilleras e impulsar la organización de grupos que, dentro del marco institucional, presentaran sus demandas. Sin embargo, no sólo la violencia impulsó la “apertura democrática”, la economía también fue un factor importante: la inflación y el tipo de cambio generaron un déficit en la balanza de pagos (Lusting, 2002). Recordemos que en 1971 se creó la Comisión Nacional Tripartita en la que participaron representantes del gobierno, empresarios y dirigentes obreros.

La reforma electoral implementada en 1977, ha sido considerada como el punto de partida del proceso de la liberalización política en México, ya que modificó el espectro de partidos y la competencia electoral. Sus objetivos fueron: dar nueva vida a la arena política para reconstruir las elecciones como la fuente de legitimidad del sistema político; fomentar la participación de los ciudadanos a través de canales legítimos y pacíficos, así como estimular la participación política de la izquierda. Además de los aspectos electorales, esta nueva ley electoral estuvo acompañada por una ley de amnistía que liberaba a los presos políticos implicados en movimientos armados urbanos o rurales (Méndez de Hoyos, 2006: 34-35).

El siguiente sexenio, encabezado por Miguel de la Madrid, tuvo que hacer frente a la crisis económica del periodo anterior y a la movilización y organización social que resultó del sismo de septiembre de 1985, como lo hemos señalado líneas arriba. Era preciso, entonces, componer la economía: reducir el gasto público y renegociar la deuda externa. La estrategia emprendida tuvo dos pilares principales: acciones inmediatas para la recuperación económica y la modificación gradual de las prácticas políticas.

El presidente De la Madrid impulsó una reforma en materia electoral que incluyó cambios a seis artículos constitucionales (52; 53, párrafo segundo; 54, primer párrafo; fracciones II, III y IV; 56; 60 y 77, fracción IV), que tuvo como efectos la aprobación del Código Federal Electoral, recomposición de la Cámara de Diputados, creación de la Asamblea de Representantes del D.F., y la inauguración de un modelo de institucionalidad electoral con la introducción de una instancia jurisdiccional: el Tribunal de lo Contencioso Electoral.


El amplio cuestionamiento de los resultados de la elección de Carlos Salinas de Gortari como presidente de la República, fue, acaso, el detonador que hizo que al inicio de su sexenio se impulsara una reforma en materia electoral. Hubo dos más, una a la mitad y otra al final de su periodo presidencial. Con la primera reforma (1990), se regresó al concepto de que la responsabilidad en la organización de las elecciones es una función compartida entre el Estado, los partidos políticos y los ciudadanos. Se creó el Instituto Federal Electoral (IFE), como organismo público permanente, con personalidad jurídica y patrimonio propios, integrado por Consejeros Magistrados designados por los poderes Legislativo y Ejecutivo, por delegados del poder Legislativo y representantes de los partidos políticos. El presidente del IFE sería el secretario de Gobernación como representante del poder Ejecutivo. Se constituyó también el Tribunal Federal Electoral y se le otorgó facultades para emitir resoluciones de pleno derecho (Núñez Jiménez, 1993: 85-90). El Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe) sustituyó a la legislación electoral anterior y fue publicado en el DOF el 15 de agosto de 1990.

El Cofipe estableció mecanismos para seleccionar a los funcionarios electorales. Para 1991, la ley electoral sufrió algunas modificaciones publicadas el 3 de enero que reformaron y adicionaron cuatro de sus artículos (13, 15, 127 y 366), con el fin de precisar dos asuntos: el otorgamiento de las constancias de asignación por el principio de representación proporcional, y la pérdida de representación de un partido político ante el Consejo General del IFE. Mediante un decreto publicado el 17 de julio de 1992, el código electoral fue adicionado con dos artículos transitorios, con ello se estableció que a partir de las elecciones federales de 1994 se contaría con una credencial para votar con fotografía, de forma que la Comisión Nacional de Vigilancia del Registro Nacional de Electores actualizaría el padrón electoral.

Una vez pasadas las elecciones para la renovación del poder Legislativo, celebradas en 1991, en donde el PRI obtuvo el 58.47 por ciento de la votación para diputados y el 58.66 por ciento para senadores, aprobó, en 1993, la que ha sido considerada la segunda reforma del sexenio salinista que modificó siete artículos constitucionales (41, 54, 56, 60, 63, 74 y 100) y 170 artículos del Cofipe (Sirvent Gutiérrez, 2010: 77). Estas reformas ampliaron las atribuciones del Consejo General del IFE y establecieron nuevos requisitos para nombrar a su director general. Asimismo, los funcionarios de las mesas directivas de casilla serían seleccionados mediante un


doble sorteo. Respecto al financiamiento, al existente para las actividades electorales, se agregó el financiamiento, también de carácter público, para el desarrollo de los partidos políticos y se fijaron condiciones para el financiamiento privado. Se regularon, además, los gastos de campaña y se estableció la obligación de que los partidos crearan a su interior, un órgano responsable de la administración de su patrimonio. También se reconoció la observación electoral realizada por ciudadanos mexicanos. Se eliminó la autocalificación del poder Legislativo y se suprimieron los colegios electorales y el Tribunal Federal Electoral fue dotado de facultades plenas para conocer y resolver las controversias electorales. Además, se amplió el Senado con tres senadores electos por mayoría y uno correspondiente al principio de primera minoría por cada estado; se eliminó la cláusula de gobernabilidad en la Cámara de Diputados y se redujo de 70 a 63 por ciento el número máximo de curules que podía tener un solo partido político en la Cámara baja.

El 1 de enero de 1994, apareció un movimiento armado en Chiapas: el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Como respuesta a la inestabilidad política, los partidos políticos y el poder Ejecutivo, representado por el entonces secretario de Gobernación, suscribieron, el 27 de enero de ese año, “El Acuerdo por la Paz, la Democracia y la Justicia” que abrió la posibilidad de nuevas modificaciones a la Constitución Política y al Cofipe.

El 19 de abril de 1994 fue publicado el decreto que reformó los párrafos octavo, noveno, decimoséptimo y decimoctavo del artículo 41 de la Constitución General de la República. Con ello se determinó que la organización de las elecciones federales seguiría siendo una función estatal y el responsable sería un organismo público autónomo, dotado de personalidad jurídica y patrimonio propios, en cuya integración concurrirán los poderes Ejecutivo y Legislativo de la Unión, con la participación de los partidos políticos y los ciudadanos. Con la supresión de la figura de Consejero Magistrado, el Consejo General fue integrado por Consejeros Ciudadanos, designados por los poderes Ejecutivo y Legislativo de la Unión y por representantes de los partidos políticos. Esta reforma, la tercera del sexenio salinista, constituyó un paso hacia la autonomía de los organismos electorales.

Resuelta la elección en donde Ernesto Zedillo Ponce de León resultó electo presidente de México, el 1 de diciembre de 1994 anunció el compromiso de llevar a cabo una nueva reforma electoral que atendiera las demandas de mayor transparencia y equidad en la competencia. Dicha reforma se concretó con la publicación del decreto correspondiente, el 22 de agosto de 1996. Por


su parte, las modificaciones al Cofipe; la Ley Reglamentaria de las fracciones I y II del artículo 105 constitucional; la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación; el Código Penal para el Distrito Federal en materia de fuero común y para toda la República en materia de fuero federal, y al Estatuto de Gobierno del Distrito Federal, aparecieron el 22 de noviembre. Asimismo, se expidió la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral.

Los resultados de esta reforma electoral fueron los siguientes: a) la autonomía total de los órganos electorales; b) la protección de los derechos políticos de los ciudadanos alcanzó un estatuto e instrumentos superiores a los del pasado; c) se instaló el control de constitucionalidad de los actos en materia electoral; d) la separación de los temas y la sustancial mejora en los medios del contencioso electoral; e) se incorporó el Tribunal Electoral al Poder Judicial de la Federación; f) las condiciones de la competencia mejoraron, no sólo porque los recursos materiales y de acceso a los medios de comunicación se equipararon, sino porque la autoridad electoral contó con mejores instrumentos para fiscalizar, revisar y modular los gastos de las campañas; g) varios de los acuerdos progresivos con relación a los materiales electorales, fueron incorporados a la nueva legislación, como el talón con folio de las boletas electorales y la exhibición de las listas nominales; h) se ajustaron las fórmulas de representación en el Congreso, restando los márgenes de sub y sobrerrepresentación de los partidos en la Cámara de Diputados;

i) se inyectó un mayor pluralismo a la Cámara de Senadores, por medio de la elección de 32 de sus integrantes en una lista nacional de representación proporcional, y j) se abrió el Distrito Federal a la competencia electoral, mediante la elección directa del Jefe de Gobierno (Becerra et. al., 1997: 9-10).

El 13 de abril se publicó la Ley para la Reforma del Estado, que reguló el proceso de transformación institucional. Éste esfuerzo culminó con la aprobación de una nueva reforma electoral. El 12 de septiembre de 2007, se aceptó la prohibición en relación a que los partidos políticos contraten tiempos de propaganda en radio y televisión en todo momento, acordando modificar nueve artículos constitucionales: 6º., 41, 85, 99, 108, 116 y 122; la derogación de un párrafo del artículo 97 y una adición al 134; así como cambios en prácticamente todos los capítulos del Cofipe (incluyendo la anexión del libro séptimo) y en otras leyes secundarias. Con el aval de la Cámara de Diputados y del Senado, la reforma se turnó a las legislaturas estatales y a la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. Al iniciar el mes de noviembre, 30 de los 31


congresos locales la habían aprobado, con lo que fue publicada el 13 de noviembre de 2007. El centro de la reforma fue el tema de los medios de comunicación –aunque se abordaron otras cuestiones, como la organización de la autoridad electoral– y en este renglón, se estableció que: los partidos podrán acceder a la radio y a la televisión sólo a través de los tiempos oficiales; el IFE será la única autoridad facultada para administrar dichos tiempos; en el periodo que va del inicio de las precampañas a la jornada comicial, los tiempos que tendrá a disposición el IFE son 48 minutos diarios en cada canal o frecuencia; el criterio para distribuir el tiempo aire será la fórmula del financiamiento público (30 por ciento igual para todos y 70 por ciento dependiendo de la proporción de votos obtenidos en las elecciones inmediatas pasadas); fuera de las campañas, el IFE tendrá a su disposición el 12 por ciento del total de tiempos del Estado, el cual será distribuido en un 50 por ciento entre los partidos de manera igualitaria y el resto corresponderá directamente a la autoridad electoral federal; las personas físicas y morales no podrán contratar propaganda a favor o en contra de partido o candidato; no se podrán transmitir en México mensajes políticos contratados en el extranjero; no se podrán realizar expresiones que denigren a instituciones o a partidos o que calumnien a las personas; la publicidad gubernamental está prohibida durante las campañas electorales federales y locales, y la propaganda pública deberá tener carácter institucional y, por ello, no podrá ser personalizada; es decir, contener la voz e imagen de los funcionarios públicos.

El 15 de diciembre del año 2009, el presidente Felipe Calderón hizo pública una iniciativa de reformas a la Constitución Política. En su presentación, señaló que las reformas políticas aprobadas en los últimos tres lustros hicieron posible una mejor relación entre los actores políticos, pero no lograron la existencia de gobiernos eficaces.

Los puntos que integraron su propuesta fueron: 1. Permitir la elección consecutiva de alcaldes y demás miembros de Ayuntamientos, así como de los jefes delegacionales, hasta por un periodo de 12 años; 2. Permitir la reelección consecutiva de legisladores federales con periodos límite de 12 años; 3. Reducir el número de integrantes del Congreso. En la Cámara de Senadores se eliminarían los 32 escaños electos de una lista nacional para un total de 96 senadores. La Cámara de Diputados se reduciría de 500 a 400 legisladores, 240 por mayoría relativa y 160 por representación proporcional; 4. Aumentar el mínimo de votos para que un partido político conserve su registro (del 2 al 4 por ciento); 5. Agregar la figura de “iniciativa ciudadana” para


que las personas puedan proponer iniciativas de ley sobre temas de su interés que no se encuentren en la agenda legislativa; 6. Incorporar la figura de las candidaturas independientes a nivel constitucional para todos los cargos de elección popular; 7. Implementar la segunda vuelta electoral para la elección de Presidente de la República, que coincidiría con la fecha de la elección legislativa; 8. Reconocer a la SCJN la atribución para presentar iniciativas de ley en el ámbito de su competencia; 9. Facultar al poder Ejecutivo de la Unión para que pueda presentar al Congreso dos iniciativas preferentes al inicio del periodo ordinario de sesiones que deberán votarse antes de la conclusión de dicho periodo, en caso contrario, éstas se considerarían aprobadas, y 10. Establecer la facultad del Ejecutivo para presentar observaciones parciales o totales a los proyectos aprobados por el Congreso y al Presupuesto de Egresos de la Federación. Establece la figura de la “reconducción presupuestal”.

La iniciativa presidencial fue aprobada con modificaciones y el decreto correspondiente que reformó los artículos 35, párrafo primero y fracción II; 36, fracción III; 71, párrafo segundo; 73, fracción XXVI; 74, párrafo cuarto, fracción VI; 76, fracción II; 78, fracciones IV, VI y VII; 83; 84, párrafos primero, segundo y tercero; 85, párrafos primero, segundo y tercero; 89, fracciones II, III y IV, y 122, fracción III, Base Primera del Apartado C; y adicionó las fracciones VI, VII y VIII al artículo 35; una fracción IV y un tercer y cuarto párrafos al artículo 71; una fracción XXIX-Q al artículo 73; los párrafos segundo y tercero, recorriéndose en su orden los subsecuentes y un último párrafo al artículo 84; un segundo y tercer párrafos al artículo 87; un octavo párrafo a la fracción II del artículo 116; un inciso o), recorriéndose en su orden el subsecuente a la fracción V de la Base Primera del Apartado C del artículo 122, se publicó el 9 de agosto de 2012.

La más reciente reforma político-electoral, promulgada por Enrique Peña Nieto, el 10 de febrero de 2014, creó el Instituto Nacional Electoral (INE), desapareciendo al Instituto Federal Electoral, cuyas facultades del extinto instituto mantuvo y asumió otras; estableció la paridad entre los géneros entre las candidaturas a legisladores federales y locales; convirtió a las autoridades electorales de las entidades federativas en organismos públicos locales electorales (OPLE´s), en donde el Consejo General del INE será la autoridad responsable de designar y remover a los integrantes del órgano superior de dirección de los OPLE´s, como medida para evitar la injerencia de los poderes públicos locales, particularmente del gobernador del Estado en


dicha designación;5 restableció la reelección de diputados federales y locales, y senadores, hasta por 12 años; y de presidentes municipales, regidores y síndicos, misma que entrará en vigor en 2018, procediendo la reelección cuando la postulación provenga del mismo partido por el cual obtuvo el cargo, a menos que haya renunciado a su militancia antes de la mitad del período de encargo. Sobre la reelección de los miembros de los ayuntamientos, los congresos locales tendrán la facultad de establecerla, en las constituciones políticas estatales, por un periodo adicional, siempre y cuando sus períodos de gobierno municipal no superen tres años. Conviene recordar que la reelección fue eliminada de la Constitución mexicana en 1933.

Con relación al umbral para que un partido político mantenga su registro, éste se eleva un punto porcentual, quedando en tres por ciento de la votación válida emitida en cualquiera de las elecciones que se celebren para la renovación del Poder Ejecutivo o de las Cámaras del Congreso de la Unión. Reconoce el derecho de los candidatos independientes al acceso a financiamiento público y a espacios en medios de comunicación, para competir en mejores condiciones con los partidos políticos. El calendario del proceso electoral fue modificado: antes, el proceso electoral iniciaba la primera semana del mes de octubre del año de la elección; ahora, iniciará en la primera semana de septiembre. También se modificó la estructura del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que contará con una Sala Superior, siete Salas Regionales, y una nueva Sala Regional Especializada en atender el Procedimiento Especial Sancionador. Se crea, también, un Sistema Nacional de Fiscalización a cargo del INE que comprende las elecciones federales y locales, a los partidos nacionales y locales, y a los candidatos independientes. Asimismo, la Unidad de Fiscalización se transforma en un órgano técnico, dotado de autonomía de gestión, dependiente de la Comisión de Fiscalización del Consejo General.

Por otra parte, el Presidente de la República podrá construir un gobierno de coalición en cualquier momento de su mandato, que se regulará por un convenio y un programa que deberán ser aprobados por la mayoría de los miembros presentes de la Cámara de Senadores. No obstante, cuando no se opte por un gobierno de coalición, el Senado de la República deberá ratificar el nombramiento que el Presidente haga del Secretario de Relaciones Exteriores, y la Cámara de Diputados hará lo propio con el Secretario de Hacienda y Crédito Público. Esta reforma entrará en vigor el 1 de diciembre de 2018. La Cámara de Diputados deberá aprobar el Plan Nacional de Desarrollo, mientras que el Senado ratificará la Estrategia Nacional de Seguridad Pública.


Asimismo, en el decreto que examinamos, se establece la transformación de la Procuraduría General de la República en una Fiscalía General de la República que gozará de autonomía constitucional, se eleva a rango constitucional la autonomía del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social; en fin, modifica la fecha de posesión del Presidente de la República: a partir de 2024 será el primero de octubre; establece tres nuevas causas de nulidad de elecciones federales y locales (rebasar en más del 5 por ciento el tope de gastos de campaña autorizado; comprar ilegalmente cobertura informativa en radio o televisión; recibir o utilizar recursos de procedencia ilícita o recursos públicos), señala límites a la sobrerrepresentación en la integración de legislaturas locales, quedando en ocho por ciento superior a su porcentaje de votación en la elección correspondiente, y la presentación de la iniciativa de Ley de Ingresos y el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación tendrá que llevarse a cabo a más tardar el día 15 del mes de noviembre.

A la lista anterior hay que agregar la cada vez más mermada capacidad para controlar la información: el control del papel periódico que existía a través de la Productora e Importadora de Papel, S.A., ha desaparecido y los medios de comunicación propiedad del gobierno son muy pocos; además, el periodismo independiente o ciudadano, basado en plataformas digitales gratuitas hacen que cualquier individuo pueda publicar información de diversa naturaleza, haciendo que la sensibilidad de la opinión pública se agudice. En este mismo tema, la facultad presidencial para otorgar concesiones de radio y televisión ha desaparecido con la reforma en materia de telecomunicaciones del año 2013, tarea que recae en el Instituto Federal de Telecomunicaciones, que goza de autonomía constitucional.

Además, un elemento psicológico ha impactado en el debilitamiento de la Presidencia: a los titulares del poder Ejecutivo se les ha visto como personas corruptas, incapaces o han sido acusados de nepotismo, lo que ha hecho que la figura inatacable del Presidente no exista más. Ejemplo de esto abundan en la historia de México pero basta con referirse a tres: la residencia en la “Colina del Perro”, en el sexenio de José López Portillo; el escandaloso sobreprecio y retardo en la entrega de la Estela de Luz, obra conmemorativa del Bicentenario de la Independencia Nacional durante el gobierno de Felipe Calderón, y la “Casa Blanca” de la familia de Enrique Peña Nieto.


Aproximaciones finales

La forma de ejercer el poder desde la Presidencia de la República se ha modificado debido a las reformas en diversas materias, electorales y económicas, por ejemplo; y al fortalecimiento de la sociedad, cada vez más compleja, informada, contestataria y que demanda atención y participación política efectiva. Así, México ha transitado de una Presidencia fuerte y omnipotente a una en donde para actuar requiere la concertación, el diálogo y el acuerdo con los otros. No son los tiempos de la opción política única, sino que ahora se presentan varias en un contexto de alta competencia por el poder. Acudimos a un escenario en donde el Presidente acusa signos de debilidad, tiene que conciliar diferencias y regular su propio comportamiento y, particularmente, colaborar con el poder Legislativo para que las iniciativas que presente sean aprobadas. Este debilitamiento, en alguna medida, puede ser explicado por la aparición de los gobiernos divididos en 1997 (Hernández Rodríguez, 2015: 274-275).

La Presidencia de la República ha jugado un rol activo en el proceso de democratización del país, ya que en la medida en que éste ocurre en contra de las facultades y prácticas presidenciales, sólo puede mantenerse y progresar con la presidencia; es decir, con su aceptación, dirección y compromiso (Aguilar Villanueva, 1994: 49-50). En suma, las principales contribuciones de la Presidencia a la democratización de México son: la aceptación deliberada de su gradual y progresiva autolimitación, y evitar que el proceso de democratización avance sin rumbo, desembocando en condiciones de ingobernabilidad (Aguilar Villanueva, 1994: 69).


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Notas


  1. El régimen político mexicano, surgido del Congreso Constituyente que elaboró la Carta Magna promulgada el 5 de febrero de 1917, es presidencialista, aunque este tipo de régimen estaba presente desde la Constitución de 1824. Sus características son: el Presidente es electo por el voto mayoritario de los ciudadanos; designa y remueve sin la intervención de otros poderes públicos a los miembros de su gabinete (Duverger, 1962: 319); es Jefe de Estado, Jefe de Gobierno y Jefe de las Fuerzas Armadas; es independiente del poder Legislativo y, en consecuencia, no depende de él para su existencia (LaPalombara, 1969: 198-199), haciendo que la división formal de poderes se cumpla; no tiene responsabilidad política ante el Congreso; tiene la facultad de iniciar leyes y vetarlas; en fin, preparar el proyecto de presupuesto que, en el caso mexicano, es aprobado por la Cámara de Diputados.

  2. “Aparentemente el Legislativo tiene una función simbólica. Sanciona actos del Ejecutivo. Les da una validez y una fundamentación de tipo tradicional y metafísico, en que los actos del Ejecutivo adquieren la categoría de leyes, o se respaldan y apoyan en el orden de las leyes, obedeciendo a un mecanismo simbólico muy antiguo, aunque de tipo laico. En efecto, así como los antiguos gobernantes decían gobernar a nombre de la Ley y que la Ley estaba respaldada por la Divinidad, lo cual tenía un sentido funcional simbólico-religioso, en nuestra cultura cumple esa misma función la Cámara de Diputados, cuyo significado teórico aparece en la comunidad como “creencia legal” y desde el pensamiento racional del siglo XVIII transfiere el acto legislativo de Dios al pueblo, y a los representantes del pueblo. Desde un punto de vista antropológico, las leyes en México son sistemas de creencias y los modelos de gobierno también. Este fenómeno se advierte, particularmente, en el análisis de la Cámara de Diputados, aunque puede observarse en otras instituciones.” (González Casanova, 1965: 32).

  3. “El nuevo régimen surgido de la Revolución creó una dirección nacional, con instituciones que articularon los poderes locales para cumplir al menos con cuatro objetivos: respetar la diversidad nacional, integrar los estados en un proyecto nacional, promover el desarrollo económico al controlar las diferencias y mantener la estabilidad política” (Hernández Rodríguez, 2008: 26).

  4. El propósito de las reformas electorales emprendidas en el contexto de la “apertura democrática”, tuvieron como objetivo “encontrar formas de expresión para los sectores ideológicos de la oposición, más que para reflejar el conflicto de clases, aun cuando, con sus protestas, las clases medias urbanas fueron la fuente original de las reformas” (Segovia, 1996: 92).

  5. En el dictamen que se preparó en el Senado de la República sobre la reforma política, se señala que las reformas constitucionales en materia electoral tienen como objetivo: “fortalecer a las autoridades electorales en su desempeño, para que no haya resquicios de subordinación a algún Poder” (Senado de la República, 2013: 119).