Tres décadas de políticas de evaluación a la educación superior y a los académicos en México


Three Decades of Evaluation Policies for Higher Education and for Academics in Mexico


Edgar Miguel Góngora Jaramillo1


Resumen: La ponencia tiene como propósito hacer una revisión panorámica de las casi tres décadas de políticas de evaluación a la educación superior y al trabajo de los académicos en México para, desde ese marco, plantear un balance general y sugerir algunas posibles acciones que permitan transitar, en forma sistémica, de un modelo de evaluación que mide insumos e indicadores a otro en el que la evaluación sea una herramienta dinámica que oriente en forma no punitiva la conducción de las funciones sustantivas de la educación superior y la investigación científica en México.


Abstract: The paper reviews almost three decades of evaluation policies for higher education and the work of academics in Mexico. It proposes a general balance and suggests possible actions to change an evaluation based on the measurement of quality indicators by another type of evaluation based on the non-punitive orientation of the substantive functions of higher education institutions and academic work, which would benefit the teaching tasks, the scientific research and the dissemination of culture.


Palabras clave: evaluación; educación superior; profesión académica; políticas públicas


Introducción

Los hechos educativos y su evaluación forman parte de un mismo proceso: no existen los primeros sin que pasen por algún tipo de valoración de sus resultados o sus efectos. Esas valoraciones se instalan y cambian en función de las épocas, los espacios y los contextos, dando lugar a la configuración de modelos o instrumentos que orientan lo que debe ser, lo que debe hacerse y cómo debe hacerse.


1 Doctor en Ciencias por el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional (CINVESTAV-IPN), especializado en Sociología y en Investigaciones Educativas. Miembro académico de la Red Temática del CONACYT sobre Internacionalización y Movilidades Académicas y Científicas. Líneas de investigación en internacionalización de la educación superior y de la ciencia, así como en redes académicas en ciencias sociales y profesión académica. Correo: mgongorajaramillo@yahoo.com.mx.

Entenderemos por evaluación de la educación superior a la valoración (con consecuencias) de los procesos, instrumentos y resultados de las funciones sustantivas en las instituciones de educación superior (IES), que involucran una variedad de actores y que configuran un entorno de prácticas organizacionales e individuales. A su vez, entenderemos por evaluación del trabajo académico a las políticas, instrumentos y acciones que tienen por objetivo regular tanto la profesión como la carrera académica. En las sociedades de nuestro tiempo, la evaluación de la educación superior y de los académicos está posibilitada por la existencia de políticas, entendidas como causes de acción para la obtención de un resultado, que establecen los criterios para la valoración de los hechos educativos y de sus procesos. Tales políticas de evaluación responden a patrones de legitimidad (Álvarez, 2004) admitidos como tales (generalmente con conflicto y resistencias) por los actores involucrados en un espacio y tiempos determinados.

En México la educación superior abarca un amplio conjunto de instituciones, tanto por su número como por sus características. Ello implica diversificación institucional y, en consecuencia, realidades organizacionales diversas y complejas. Si bien esa situación no es privativa de México (véanse Dias, 2005 y Martinic, 2010), es necesario tener en cuenta que en el país coexisten varios tipos de IES, con misiones distintas, con situaciones específicas y con perfiles organizacionales variados. En parte, las políticas de evaluación de la educación superior vigentes en México admiten la diversidad institucional y establecen criterios para incluirla. Eso es resultado de un continuo proceso de aprendizaje en la operación de tales políticas. Pero, no obstante la diversidad institucional, existen rasgos comunes que configuran el sentido de la educación superior y que constituyen los ejes fundamentales de las políticas de evaluación. El primero de esos ejes es la calidad, asumida como el resultado esperable de las prácticas educativas y de la organización institucional. El segundo eje está formado por las características reales y deseadas de los actores clave de los procesos educativos: estudiantes, profesores e investigadores. El tercer eje se constituye con las funciones sustantivas de las IES establecidas en sus respectivas misiones. Los tres ejes se intersectan para dar forma a un conglomerado de políticas e instrumentos que evalúan, pretendidamente, la pertinencia de la educación superior.

En este texto hago una revisión panorámica de un conjunto de políticas de evaluación a la educación superior pública y de la profesión académica para estar en condiciones de mostrar un

balance general y las perspectivas que se abren, en la actualidad, en esas materias. En los apartados que siguen presento un ejercicio de revisión del ya largo recorrido de las políticas de evaluación en la educación superior mexicana y de sus académicos, un recorrido de casi tres décadas en las que se observan cambios, continuidades, impulsos inerciales, resistencias y adaptaciones, tanto en el ámbito de la planeación e implementación de las políticas (a nivel gubernamental e institucional) como en la acción de los actores sujetos a la evaluación. Después de destacar los aspectos centrales de las políticas de evaluación y de los balances extraídos de la literatura especializada, el trabajo cierra con algunos temas que debieran ser atendidos en forma sistémica e institucional.


Los aspectos cruciales de la evaluación de la educación superior en México

Todo proceso de evaluación implica considerar las siguientes cuestiones: qué se evalúa, para qué se evalúa y qué se hace con los resultados de la evaluación. El interés por evaluar algo es resultado de la identificación de la necesidad de valorar si ese algo satisface lo que se espera que satisfaga. Pero eso no es todo. La evaluación tiene una dimensión normativa que se instala gracias a la autoridad legítima de quienes ocupan posiciones de poder en el campo del que se trate, incluyendo el campo universitario o el científico (Bourdieu, 1997). Considerada de ese modo, la evaluación de la educación superior en México debe asumirse como una herramienta de diagnóstico para la planeación y como un mecanismo para el establecimiento de los criterios que orientan las prácticas de los actores y de las instituciones.

La evaluación, en consecuencia, fue planteada en México como un conjunto de políticas gubernamentales e institucionales que permitieran conducir las funciones sustantivas de las IES hacia un modelo definido como de modernización y de aseguramiento de la calidad (Rodríguez y Casanova, 2005). Ambos aspectos fueron formulados como respuesta a una serie de problemas identificados en las IES desde la década de 1970, tales como el crecimiento desordenado de la matrícula, el reclutamiento de profesores e investigadores sin la formación y habilitación necesarias, así como la deficiente planeación de las IES para realizar satisfactoriamente sus funciones sustantivas (De Vries, 2002).

Un aspecto crucial es que, desde la década de 1970, el Estado mexicano se planteó la tarea de ejercer una mayor intervención en el ámbito de la educación superior pública con el propósito

de establecer criterios que permitieran construir un sistema de educación superior e investigación científica en el país. Por ello, en 1974 fue puesta en operación la Comisión Nacional para la Planeación de la Educación Superior, en 1979 el Sistema Nacional de Planeación Permanente de la Educación Superior, en 1986 el Programa Integral para el Desarrollo de la Educación Superior (Casillas, en Arredondo, 1992: 13) y en 1989 la Comisión Nacional de Evaluación. Esos instrumentos tuvieron el objetivo de orientar la planeación sectorial en las IES desde la perspectiva del Estado.

Durante la década de 1980 fue legitimándose una posición que destacaba la necesidad de la modernización educativa y del fomento a la calidad en todas las funciones sustantivas de las IES. Se trató de una lucha por el dominio del campo universitario y científico en la que personas y grupos adscritos a las IES fueron obteniendo posiciones de poder en los espacios gubernamentales y en organizaciones dedicadas a la educación, la investigación científica y el desarrollo tecnológico (como la ANUIES). Desde esas posiciones, los actores que adquirieron autoridad legítima establecieron las directrices para que, a finales de esa década, existieran las condiciones iniciales para articular la evaluación de la educación superior con la planeación sectorial y el financiamiento extraordinario anclado en resultados de evaluación.

De esa forma, como indica Buendía (2013: 20) “la evaluación como política se institucionalizó con el Programa de Modernización Educativa (1989-1994) del gobierno de Salinas de Gortari”. Ese programa sentó las bases para que el Estado mexicano tomara un papel más activo en las actividades sustantivas de las IES públicas, lo que para Mendoza (2000) constituyó el paso de “la planeación al Estado evaluador” y para Ibarra (2001: 356) el inicio de una época de “autonomía regulada” (por el Estado).

En el transcurso de la década de 1990 fueron diseñados e implementados un conjunto de instrumentos para evaluar la calidad de la educación superior y para apoyar las transformaciones consideradas necesarias para que las IES alcanzaran los criterios de calidad deseables. La fórmula de Ibarra (1999) “evaluación + financiamiento = autonomía regulada” sintetiza el marco estructural al que en adelante deberían atenerse las IES y sus actores.

En 1990, con el arranque del Fondo para la Modernización de la Educación Superior (FOMES), se inauguran los instrumentos de política pública para promover la transformación (“modernización”) de las IES públicas vinculando el cumplimiento de metas de mejoramiento de

la calidad con financiamientos adicionales a los presupuestos, tanto para infraestructura como para apoyo al personal académico. Al FOMES lo acompañaron otros programas que partían de la misma visión estatal de regulación para promover los cambios: el Programa de Apoyo a la Ciencia en México (PACIME, creado en 1991), el programa de Carrera Docente del Personal Académico (1992) y el Programa Nacional de Superación del Personal Académico (SUPERA, creado en 1993) (Didou, 1997).

Además de los programas diseñados como fondos para la obtención de recursos concursables por parte de las IES, desde los inicios de la década de 1990 fue establecida la evaluación de programas de estudio de las IES públicas, con carácter voluntario (con un margen de libertad de elección cada vez más estrecho, como resultado del anclaje de los resultados de la evaluación a los financiamientos concursables). Esas evaluaciones consistieron, y consisten, en que cada programa educativo solicite una evaluación a los Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la Educación Superior (CIEES, creados en 1991), formulen una auto-evaluación orientada por las guías establecidas por los propios CIEES, que incluya todos los aspectos asociados al plan de estudios, y que un comité de pares externos al programa y a la IES en el que se aloja revise la auto-evaluación, haga una visita, realicé entrevistas a estudiantes, profesores, egresados y autoridades y, finalmente, elabore un dictamen en el que califica la calidad del programa educativo. Además de los CIEES, en el año 2000 inició operaciones el Consejo para la Acreditación de la Educación Superior (COPAES), que sigue las mismas metodologías de evaluación de los CIEES pero que otorga acreditaciones de la calidad a los programas educativos. En el ámbito del posgrado, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) formuló políticas precisas para evaluar la calidad de los programas de ese nivel desde la década de 1990 y estableció padrones de calidad, con diferentes denominaciones a lo largo de los años (actualmente se denomina Programa Nacional de Posgrados de Calidad). La inclusión de los posgrados en los padrones del CONACYT está también fuertemente asociada a la dotación de recursos económicos, fundamentalmente para la distribución de becas a sus estudiantes.

Un aspecto relevante de la visión dominante de aseguramiento de la calidad fue la creación, en 1994, del Centro Nacional de Evaluación (CENEVAL), asociación civil sin fines de lucro que tiene la función de elaborar pruebas estandarizadas para medir los conocimientos y capacidades de estudiantes de nivel medio superior y superior, egresados y personas con estudios

truncos que deseen obtener un grado académico, para “favorecer la consolidación de una política de competitividad” (Jiménez, 2016: 120). Los exámenes del CENEVAL actualmente están incluidos como opción de titulación en algunas IES públicas y, además, funciona como un instrumento de selección y distinción de estudiantes y egresados (Aboites, 2012: 423).

Así, en el transcurso de la década de 1990 e inicios de la siguiente fueron diseñadas e implementadas un conjunto de políticas para la evaluación de estudiantes, profesores, investigadores, programas de estudio (en los niveles de técnico superior universitario, licenciatura y posgrado) y de condiciones institucionales tales como la infraestructura, el equipamiento, la gestión y la administración. En el año 2001 es puesto en marcha el Programa Integral de Fortalecimiento Institucional (PIFI), que tiene la función de propiciar que las IES definidas como “población objetivo” formulen metas de desarrollo institucional y de aseguramiento de la calidad y presenten proyectos a concurso para lograr tales metas a través de la obtención de recursos económicos extraordinarios. El PIFI es un programa que, en efecto, tiene como característica la integralidad: engloba prácticamente todas las otras acciones de aseguramiento de la calidad dirigidas a los programas de licenciatura, al personal académico, al alumnado, a los procesos de enseñanza – aprendizaje, a la vinculación, a la infraestructura y equipamiento, a la gestión, a los perfiles de ingreso y egreso, entre otros (Kent, 2005b) y ha funcionado como un “instrumento de control de indicadores” (Díaz-Barriga, 2006). Actualmente el PIFI está integrado al Programa de Fortalecimiento de la Calidad Educativa, que incluye acciones para el nivel básico, el medio y el superior (Diario Oficial de la Federación, 2017).

Para efectos de la estructuración de un sistema de evaluación de la educación superior en México, los instrumentos de política pública someramente revisados en este apartado lograron el objetivo para el cual fueron creados. A través de ellos se consolidó en el ámbito de la educación superior un modelo estructural de competencia por recursos escasos, en el que la totalidad de los actores educativos están involucrados, donde fueron posicionándose otros actores (organismos empresariales, asociaciones profesionales, gobiernos estatales, entre otros), en el que las directrices “a distancia” del Estado (Ibarra, 2001: 360) se instalaron en las IES y en donde las prácticas y las representaciones al interior de ellas fueron parcialmente adecuadas a los criterios de certificación de la calidad y del prestigio dominantes.

En el siglo XXI no han sido transformados los aspectos estructurales de esas políticas,

más bien es observable la continuidad e incluso la administración inercial de los efectos, tanto positivos como negativos, de tales políticas (correcciones de aspectos concretos, mayor o menor alcance de esas en función de los contextos) (Góngora, 2009: 81). En síntesis, el marco estructural de la evaluación de la educación superior en México tiene características sistémicas en lo que se refiere a la capacidad instalada para valorar si lo que se hace guarda correspondencia con lo que se espera que se haga.

Hasta ahora, y así ha sido por casi tres décadas, la evaluación de la educación superior ha estado sustentada en la medición (Aboites, 2012), en la construcción de indicadores de calidad estandarizados que no necesariamente responden a las necesidades de calidad en el sentido de capacidad para resolver problemas (Díaz-Barriga, 2006), en la inversión de prioridades entre medios y fines (haciendo de la obtención de “buenos resultados” en las evaluaciones un fin en sí mismo) y en la construcción de estrategias de los actores de la educación superior, entre ellos fundamentalmente los académicos, para acoplarse a las exigencias del marco estructural de la evaluación (Góngora, 2012). En el siguiente apartado hago una breve revisión de algunos aspectos críticos del modelo estructural de la evaluación de la educación superior en México que justifican la necesidad de evaluar a la evaluación para, posteriormente, centrar la atención en la evaluación de la profesión académica y de sus sujetos.


De la necesidad de evaluar la evaluación de la educación superior

El campo de la investigación educativa en México ha tomado como uno de sus objetos de estudio la evaluación de la educación superior, de sus instituciones y de sus actores. Con textos que van desde el ensayo para plantear problemas y reflexiones hasta investigaciones con amplio sustento empírico, investigadores educativos tanto individual como grupalmente señalaron, desde la década de 1990, cuestiones relevantes respecto a los procesos de evaluación, el cambio institucional, las orientaciones de las políticas, las respuestas de los actores y los acoplamientos estructurales entre lo planeado y lo ocurrido.

Algunos de los estudios relativamente tempranos fundamentaron el eje de sus reflexiones en torno a la coordinación entre el Estado y las IES para conducir los cambios en la educación superior y el conjunto de sus componentes (Álvarez y González, 1998; Kent, 2005). Otros plantearon balances generales para determinar qué se sabía y qué faltaba por saber respecto a las

políticas de evaluación a la educación superior (Ibarra, 2000), así como interpretaciones sobre continuidades y cambios en las políticas de educación superior (no sólo de evaluación) durante la década de 1990 (Rodríguez, 2002). Además, pronto se interesaron en diseñar proyectos de investigación para conocer los efectos de la evaluación en las universidades públicas (Larios, 1998) y otros se ocuparon de reflexionar sobre los procesos de evaluación a los programas de estudio como un mecanismo de autorregulación de las instituciones educativas en países de América Latina (Orozco y Cardoso, 2003).

La producción de la investigación educativa sobre las políticas de evaluación de la educación superior es amplia y diversa en cuanto a tratamientos conceptuales, alcances analíticos y estrategias metodológicas. Para efectos de este texto conviene limitar la exposición a unos cuantos temas relevantes que permitan atisbar un balance general sobre tales políticas y, sobre todo, de sus efectos y de sus necesarias transformaciones.

Un primer aspecto relevante es la constatación de los límites de la evaluación de la educación superior sustentada en la verificación del cumplimiento de indicadores establecidos por las instancias evaluadoras. Los indicadores de calidad son de hecho una buena herramienta para conocer el estado que guarda lo que se está evaluando, para la rendición de cuentas y la transparencia en el uso de recursos públicos e, incluso, pueden ser de utilidad para algunas fases de la planeación institucional y para orientar las prácticas de los actores educativos y de las instituciones. Pero una evaluación sostenida únicamente por la verificación del cumplimiento de indicadores es de poca ayuda para asimilar rápidamente los cambios en la producción de conocimientos, en su aplicación y en la formación de profesionistas y nuevos investigadores acordes a las necesidades del presente y, sobre todo, del futuro. Vivir institucionalmente “entre la compulsividad y el conformismo” (Díaz-Barriga, 2006) en el cumplimiento de indicadores no es la mejor manera de enfrentar los muchos retos para la educación superior en nuestra época.

Relacionado con lo anterior, prevalecen situaciones aparentemente paradójicas en los resultados de los procesos de evaluación o acreditación de programas educativos. De acuerdo con De la Garza (2013: 37) entre el año 2001 y el 2013 los CIEES otorgaron el nivel 1 (el más alto en su sistema de clasificación) a casi dos mil quinientos de tres mil quinientos programas de licenciatura y de técnico superior universitario (TSU) evaluados. Por su parte, el COPAES acreditó entre 2002 y 2013 a dos mil setecientos programas educativos (De la Garza, 2013: 40).1

Ello implica que, para 2013, el 61% del total de los programas evaluables de licenciatura y TSU, de todos los subsistemas y modalidades, estaban clasificados como programas de buena calidad (De la Garza, 2013: 38). Sin duda, si la calidad estuviera directamente relacionada con la calificación obtenida en los CIEES o en el COPAES, México contaría con una muy sólida educación superior en los niveles de TSU y licenciatura. La realidad parece contradecir esa condición, aunque no es éste el espacio para profundizar en ello.

En el nivel de posgrado, el PNPC incluye actualmente a dos mil sesenta y nueve programas de especialidad, maestría y doctorado, tanto en IES públicas como en particulares.2 En términos generales, las políticas hacia el posgrado del CONACYT y, sobre todo, la especialización de las comunidades académicas instaladas en las IES, han fortalecido las capacidades de investigación y la formación de posgraduados, pero como sugieren Abreu y De la Cruz (2015), es conveniente mantener la evaluación de indicadores como instrumento de verificación de insumos indispensables pero debe darse un “segundo paso” que implique ponderar la complejidad de los problemas que abordan las líneas de investigación, fomentar la interdisciplinariedad, la capacidad de transferir conocimientos al contexto de la práctica, así como fomentar el trabajo en equipo y la multi-tutoría.

Lo dicho para el posgrado vale para todo el sistema de evaluación de la educación superior en México. El balance de la evaluación brevemente tratado aquí sugiere la necesidad de dar, sistémicamente, un paso hacia la evaluación como herramienta dinámica que permita medir lo que deba ser medido pero, sobre todo, que funcione como un instrumento flexible que apoye (no controle) la instalación de capacidades producto de la generación de conocimientos en la sociedad de nuestro tiempo. De esa forma, la calidad educativa no sería un fin en sí mismo sino un resultado de perspectivas de largo aliento para la resolución de problemas. Ese paso adelante implica, en forma relevante, pensar en la profesión académica como el factor clave para la correcta marcha de la educación superior, la investigación científica y el desarrollo tecnológico. En atención a ello, en el siguiente apartado reviso algunos aspectos de la evaluación a los académicos, también desde una perspectiva histórica.


La evaluación a los académicos en México

El trabajo de los académicos es el aspecto clave para el desarrollo de las funciones de las IES. De

ese trabajo depende la formación de profesionistas y posgraduados, la investigación científica y humanista, la difusión de la cultura, el desarrollo tecnológico y, en buena medida, la vinculación, la transferencia de conocimientos a distintos espacios de la sociedad y la circulación de saberes.

Dos procesos intersectados configuran el modelo dominante de evaluación a los académicos en México desde hace casi treinta años: el mejoramiento de la planta académica y la des-homologación de los ingresos vía pagos por mérito o estímulos a la productividad. Ambos procesos plantearían más la necesidad de la regulación de trayectorias académicas (Grediaga, 2006), que la evaluación como tal. Ello es así porque la evaluación a los académicos ha funcionado fundamentalmente como un “dispositivo de profesionalización académica, que ha logrado articular la evaluación, la formación académica, la remuneración y la reconstitución de los modos de existencia de los académicos” (Ibarra, 2001: 380). En consecuencia, lo que entendemos por políticas de evaluación a los académicos son fundamentalmente políticas de regulación de la profesión y de la carrera académica en donde la evaluación funciona como el mecanismo que otorga o niega recompensas materiales y simbólicas (tales como el prestigio académico) en función del cumplimiento de las normas establecidas como deber ser.

Tanto las políticas de estímulos como las de mejoramiento al personal académico fueron implantadas a finales de la década de 1980. Antes de eso fue creado el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), en 1984, para responder al deterioro salarial producto de la crisis económica y con el objetivo expreso de reconocer la productividad en investigación de los académicos (De Ibarrola, 2007). De esa forma, el SNI funciona hasta ahora como un mecanismo de retribución económica, como un ordenador de los parámetros de legitimación de la profesión académica y del trabajo científico y como un referente simbólico de prestigio académico (Góngora, 2012: 115). Los miembros del Sistema están clasificados en tres niveles, de acuerdo a su productividad y a su trayectoria: del nivel 1 al 3, además de que existe la categoría de candidato a investigador nacional. Actualmente forman parte de ese Sistema 27,186 investigadores, de los cuales el 21.4% son candidatos, 53.9% nivel 1, 16.4% nivel 2 y 8.3% nivel

3.3

Las políticas de mejoramiento de los académicos respondieron a la necesidad de transformar el espacio de la profesión académica que, durante las décadas de “expansión no regulada de la educación superior”, de 1960 a 1989 (Gil, 2002: 105), se caracterizó por la falta de

rigurosidad en el reclutamiento de profesores, en un contexto en el que la mayor carga de trabajo académico estaba puesta en la docencia a nivel licenciatura. La estrategia seguida a partir de 1989 fue la de promover que los profesores en funciones obtuvieran posgrados para, de ese modo, estar mejor habilitados para realizar adecuadamente las múltiples funciones que en adelante serían estipuladas para poder participar en la profesión académica modernizada (Álvarez, 2004).

Esa política de mejoramiento al personal académico se consolidó en 1996, con la puesta en operación del Programa de Mejoramiento al Profesorado (Promep). El principal objetivo de ese programa gubernamental fue propiciar que las IES incrementaran de manera importante el número de sus profesores de tiempo completo (PTC) y que esos contaran con estudios de posgrado, preferentemente doctorado (De Vries y Álvarez, 1998: 171-172). La construcción de un “perfil deseable” de académicos establecida por el Promep contribuyó a establecer en México la figura de un “profesor universitario que posee una habilitación científica-tecnológica superior a la de los programas educativos que imparte, preferentemente cuanta con el grado de doctorado y además, realiza de forma equilibrada actividades de docencia, investigación aplicada o desarrollo tecnológico, tutorías y gestión académica” (Diario Oficial de la Federación, 2007). El Promep actualmente está vigente, pero ahora integrado en el Programa para el Desarrollo Profesional Docente (Prodet) e incluye convocatorias para: 1) reconocimiento a PTC con perfil deseable, 2) apoyo a PTC con perfil deseable, 3) apoyo a la reincorporación de ex becarios Promep, 4) apoyo a la incorporación de nuevos PTC, 5) apoyos para estudios de posgrado de alta calidad. Además, sigue otorgando recursos para la formación y consolidación de cuerpos académicos, siendo lo único relativamente novedoso lo concerniente a la dotación de apoyos para la integración de redes temáticas de colaboración de cuerpos académicos (Diario Oficial de la Federación, 2016).

Por su parte, lo que genéricamente llamamos políticas de estímulos a los académicos consisten en la dotación de ingresos adicionales al salario en función de los resultados obtenidos en evaluaciones realizadas en la IES de adscripción. A diferencia del SNI y del Promep, la dotación de estímulos adicionales al salario es administrada por las propias IES, a través de una bolsa de recursos económicos asignada anualmente por el gobierno federal (Ibarra, 2001: 380). Esas bolsas empezaron a distribuirse a las IES en 1990, pero un año antes fue instalado en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) el primer programa de estímulos y becas al personal académico, que sirvió de referente nacional para la nueva política.

Cada IES, desde entonces y hasta ahora, tiene la facultad de organizar los criterios de evaluación para la dotación de estímulos a sus académicos pero dentro del marco general del patrón de legitimidad establecido para la profesión y la carrera académica en el país. Por ejemplo, en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) el Programa de Primas al Desempeño del Personal Académico de Tiempo Completo (PRIDE) evalúa periódicamente la formación y trayectoria de los académicos, sus labores docentes y de formación de recursos humanos, su productividad académica, sus labores de difusión y extensión, así como su participación institucional y los servicios prestados a la comunidad4 y otorga niveles y estímulos económicos en función de los resultados de la evaluación.

Como en el caso de la evaluación a la educación superior, los investigadores educativos han puesto atención a los efectos de las políticas de estímulos a los académicos. Al ser la UAM una “universidad laboratorio” para muchas de las políticas sectoriales del gobierno federal, pronto aparecieron trabajos que analizaban el pago por mérito en esa universidad (Didou, 1995; Comas, 2003), pero también fueron revisados los estímulos en la UNAM (Díaz-Barriga, 1996; Canales, 1998). Análisis como los de Acosta (2004) y Ordorika (2004) plantearon críticas, fundadas en evidencias empíricas, que demostraron varios puntos débiles de los programas de estímulos, entendiéndolos básicamente como sobornos institucionalizados y como mercantilización de las actividades académicas. Más recientemente, Rodríguez y Durand (2013), Zorrilla (2013) y Vera (2017) ensayaron balances en los que ponderaron tanto los aspectos positivos como negativos de la evaluación al trabajo académico.

La literatura aludida plantea que el principal problema de los programas de estímulos al desempeño académico consiste en su carácter no salarial. El pago de estímulos existe en muchos países, pero en México la diferencia entre salario e ingresos por estímulos llega a niveles que distorsionan la razón para la cual formalmente fueron creados (como un complemento al salario en función de la trayectoria y la productividad). Ejemplo de ello es, nuevamente, la UAM. En esa universidad, un PTC que cuenta con todos los beneficios de los programas de becas y estímulos al desempeño en sus niveles altos (lo cual no es poco frecuente) y que, además, es miembro del SNI en el nivel 3, podía tener en 2007 una relación salario/ingreso del 25.6% (Góngora, 2012: 112). Si bien el dato es viejo, sirve para ilustrar una situación institucional que no ha sido modificada en estos diez años transcurridos.

Ello es así porque el pago de estímulos tuvo desde su origen, entre sus funciones no declaradas pero fundamentales, la intención de mejorar el ingreso económico de los académicos en forma diferenciada (des-homologación) sin comprometer el pago de salarios adecuados a la profesión académica como parte de las relaciones contractuales. Debido a ello, la lógica de las políticas de estímulos ha sido y es premiar lo que por contrato los académicos deben hacer y el perfil que deben tener, fundamentalmente los PTC (por ejemplo, en la UAM se da un estímulo mensual a los académicos que cuentan con un grado de maestría o de doctorado y otro por impartir docencia).

Una perspectiva que re-oriente el pago por mérito en las IES públicas mexicanas tendría que revisar y tomar decisiones en torno a la posibilidad de integrar una parte de los hasta ahora estímulos al salario regular de los académicos. Ello no implicaría desaparecer el pago por mérito como complemento al salario pero sí orientarlo a la dotación de recompensas fincadas en aspectos no del orden cotidiano (dar clases, dirigir tesis, desarrollar proyectos de investigación, publicar resultados, presentar ponencias, entre otras) sino de una índole que permita ponderar mejor las trayectorias y la producción en la profesión académica contemporánea. Entre esos aspectos podrían incluirse el pago de estímulos por la pertenencia a comisiones dictaminadoras; por formar parte en jurados de evaluación de proyectos y programas; por la obtención de premios institucionales, nacionales o internacionales (como doctorados honoris causa); por la demostración de transferencia de conocimientos para la resolución de problemas; por la publicación o premiación de tesis dirigidas; por la aceptación de proyectos de investigación patrocinados y por el reconocimiento a la capacidad docente, entre otros.

En síntesis, las políticas de evaluación a los académicos han favorecido la legitimación de un perfil profesional sumamente especializado, con responsabilidades múltiples en el conjunto de las funciones sustantivas de las IES. Eso tiene efectos en los tres momentos de la carrera académica: funciona como el ordenador de criterios para el ingreso a la profesión, establece los mecanismos para la permanencia y la promoción y repercute en el retiro.

Para finalizar este apartado, conviene hacer algún comentario respecto a un efecto negativo de estas políticas en lo que respecta a una de las funciones de la profesión académica: la docencia, y otro sobre las repercusiones de los programas de estímulos para el retiro de los académicos.

La docencia en el nivel superior, sobre todo en los programas de TSU y licenciatura, es la función sustantiva realmente menos atendida por las políticas tanto de mejoramiento como de des-homologación salarial para los académicos. Los instrumentos nacionales e institucionales han estado orientados, desde hace casi tres décadas, a los PTC, tanto para incrementar su número como para mejorar sus capacidades, dejando fuera a los profesores contratados a tiempo parcial o por horas. Como vimos, un mecanismo asumido como pertinente para lograr la habilitación de los académicos mexicanos fue la realización de estudios de posgrado. Con mayor o menor calidad, los posgrados son en su mayor parte entrenamiento para realizar actividades de investigación, fundamentalmente en el doctorado. Estudios como el de Estévez (2009) muestran, tomando el caso de la Universidad de Sonora, que la política para fomentar la realización de estudios de posgrado en la planta académica puede tener buenos resultados en investigación pero no necesariamente habilita a buenos profesores universitarios.

También los investigadores educativos se han encargado de estudiar el problema de la docencia y de su evaluación en el país. Existe una abundante literatura que llama la atención sobre la necesidad de establecer criterios confiables para la evaluación de la actividad docente y para valorarla en sus aspectos estructurales, entre ellos los trabajos de Fresán y Vera (2000), el de Canales (2001) y el de Rueda, Luna, García y Loredo (2010). Además, han analizado experiencias en torno a las políticas de evaluación a la docencia y las prácticas docentes concretas (Montoya, Arbesú, Contreras y Conzuelo, 2014; Patrón y Cisneros, 2014) y han contribuido con propuestas para el diseño de programas de evaluación de la docencia (Rueda, 2010), entre ellas el portafolios docente (Arbesú y Gutiérrez, 2012) para fomentar evaluaciones diagnósticas y formativas (García, 2013), así como análisis sobre la pertinencia del uso de cuestionarios a estudiantes para evaluar la actividad docente en el nivel superior (Rueda, 2001).

No obstante esa producción de la investigación educativa en torno a la enseñanza, la docencia en el nivel superior sigue siendo una de las grandes asignaturas pendientes. Actualmente alrededor del 70% de la docencia en las IES mexicanas es asumida por profesores contratados por tiempo parcial o por horas, de acuerdo a un estudio reciente de la ANUIES,5 quienes laboran en condiciones precarias, tienen dificultades para desarrollar una carrera académica, no son considerados en los programas de estímulos y becas a la productividad ni cuentan con estabilidad en el empleo (López, García, Pérez, Montero y Rojas, 2016). Tal

situación remite a un problema estructural en la educación superior mexicana que debe formar parte de las agendas tanto de investigación como de confección de políticas gubernamentales e institucionales.

Otro de los problemas estructurales derivado del modelo hegemónico de regulación de la profesión y la carrera académica es el muy espaciado retiro de PTC. Entre las razones para el no retiro destaca la merma en ingresos económicos que ello supondría, toda vez que al retirarse los PTC dejarían de percibir becas y estímulos a la trayectoria y a la productividad (Bensusán y Ahumada, 2006). El efecto de ello, aunado a la existencia de pocos espacios académicos con relación al número de nuevos doctores interesados en la carrera académica que se gradúan todos los años, es la dificultad sistémica para que exista renovación generacional. La política que se ha formulado hasta ahora para enfrentar tal situación, además de los esquemas institucionales para el retiro de personal académico, es el Programa de Cátedras para Jóvenes Investigadores del CONACYT, instrumento novedoso en lo que refiere a la adscripción laboral de los beneficiarios: su contrato está en el CONACYT y no en la IES donde realizan su trabajo. Es novedoso pero insuficiente para resolver un problema de tipo estructural como el indicado.


Conclusiones

Qué se evalúa, para qué se evalúa y qué se hace con los resultados de la evaluación. Esas tres preguntas orientaron los temas que dieron forma al presente texto. En términos generales, las respuestas a esas preguntas informan de la consolidación de un modelo sistémico de evaluación a las IES y a sus actores en México. Se trata de un modelo sistémico de evaluación en ausencia de un auténtico y eficaz sistema de educación superior, investigación científica, desarrollo tecnológico e innovación. A la integralidad (a veces contradictoria pero funcional para el mantenimiento del modelo) de las políticas de evaluación se le opone la fragmentación de los sub-sistemas educativos y la separación administrativa (con efectos académicos y educativos) de las capacidades nacionales en ciencia y tecnología con las de formación profesional (en el posgrado existe mayor coordinación). Se trata de un problema de gobernanza que empieza a ser discutido en instituciones como la ANUIES pero aún de manera fragmentaria.

Actualmente los resultados de las políticas de evaluación de la educación superior muestran avances incontestables en el cumplimiento de indicadores de calidad. ¿Es eso

suficiente? Hoy la mayoría de los programas evaluables de TSU y licenciatura están reconocidos por su buena calidad, más de dos millares de programas de posgrado forman parte del PNPC, más de veintisiete mil investigadores integran al SNI, las plantas académicas de las Universidades Públicas Estatales y de las Federales han incrementado sustancialmente el número de sus PTC. Pero al mismo tiempo, la cobertura en educación superior sigue siendo de las más bajas en nuestra región del mundo, muchos estudiantes de licenciatura (y a veces de posgrado) tienen serios problemas para comprender un texto, miles de profesores contratados a tiempo parcial o por horas trabajan en condiciones precarias, y no han sido alcanzados los niveles de equidad y de pertinencia que, como país debiéramos ya haber alcanzado. ¿Todo ello no tiene que ver con la evaluación de la calidad de la educación superior y de sus efectos?

Por supuesto, también son observables aspectos prometedores. Gracias al esfuerzo de miles de académicos, las capacidades de investigación, de transferencia de conocimientos y de circulación de saberes se han fortalecido en muchas áreas disciplinarias e interdisciplinarias, frecuentemente con la colaboración de estudiantes de licenciatura y posgrado. También es identificable la consolidación de grupos de investigación y de redes de trabajo académico y científico, así como algunos avances en la vinculación de la educación superior con diferentes sectores de la sociedad.

Todo lo que ocurre en las IES es posibilitado por la acción de sus actores. Esos actores responden a las exigencias del entorno académico y educativo del que forman parte. Recurren por ello a estrategias para movilizar sus recursos en atención al interés por lograr sus objetivos. En consecuencia, la adaptación, la resistencia, la integración o el acoplamiento de los actores de la educación superior, son asuntos clave para entender la legitimación de las estructuras en este nivel educativo y las prácticas que en función de ellas generan los académicos y los estudiantes.

Asumir lo anterior implica reconocer que el campo de la educación superior mexicana no ha dejado de ser un espacio “relativamente autónomo” (con respecto a otros campos en el espacio social) en el que se libran luchas por la autoridad legítima y, en consecuencia, por el control de las políticas sectoriales. A finales de la década de 1980 ese campo fue dominado por “agentes que se situaron en la cima” (sigo aludiendo a la terminología de Bourdieu) y que desde allí orientaron el rumbo de la educación superior mexicana durante ya casi tres décadas. Re-orientar el rumbo del campo implica la necesidad de entender eso y actuar en consecuencia. Queda abierta, por lo

tanto, la necesidad de seguir reflexionando sobre las casi tres décadas transcurridas desde la instrumentación de las primeras políticas sistemáticas de evaluación a la educación superior y a la profesión académica en México, para estar así en condiciones de construir las herramientas adecuadas para el fundamental trabajo de hacer de la evaluación un instrumento dinámico que oriente las acciones de las instituciones y de los actores educativos en el país.


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Notas


1 Al momento de escribir esta ponencia no fue posible tener acceso a la información actualizada de los programas acreditados por las agrupaciones integrantes del COPAES, pues no estaba disponible una página electrónica que centralizara la información. Además, la página electrónica de la Subsecretaría de Educación Superior, donde antes podía verse el listado de “programas reconocidos por su buena calidad” no presenta ya esa información, al menos en forma rápidamente accesible.

2 http://svrtmp.main.conacyt.mx/ConsultasPNPC/listar_padron.php, consultado en enero de 2018.

3 Cálculos propios con base en el padrón de investigadores vigentes en el SNI de enero a diciembre de 2017.

4 Tomado de los “Lineamientos y requisitos generales para la evaluación de profesores e investigadores” del PRIDE de la UNAM, 2014.

5 Véase: http://www.educacionfutura.org/70-de-docencia-en-educacion-superior-recae-en-profesores-de- asignatura-anuies/, consultado en diciembre de 2017.