“Vas a sentir como que te mueres, pero no te vas a morir”: Cuerpo, encierro y necropoliticas en sujetos secuestradores


“You're going to feel like you're dying, but you're not going to die”: Body, confinement and necropolitics in kidnapping subjects


Ricardo Carlos Ernesto González1


Resumen: El cuerpo y el encierro han sido mancuernas necesarias en las aplicaciones de poder, América Latina tiene un largo historial de evidencias que muestran las formas en que esto se desarrolla puede ser considerado como un vínculo y amalgama de los procesos subjetivos con el mundo social; sin embargo, también ha sido un campo de nuevas y emergentes configuraciones, que han creado condiciones adyacentes a su apropiación y empoderamiento, pero también a las formas de dominio y poder aplicado sobre este. Dicho así, el cuerpo, se convierte en el instrumento de disputa de nuestros escenarios socioculturales contemporáneos.


Abstract: The body and the confinement have been necessary dumbbells in the applications of power, Latin America has a long history of evidence showing the ways in which this is developed can be considered as a link and amalgamation of subjective processes with the social world; However, it has also been a field of new and emerging configurations, which have created conditions adjacent to its appropriation and empowerment, but also to the forms of dominance and power applied over it. In other words, the body becomes the instrument of dispute in our contemporary socio-cultural settings.


Palabras clave: Metodología; Necropoliticas; Encierro; Cuerpo y Emociones


Sr. Murray. Quiero decirle que de todo corazón lamento mucho lo que a usted le ha sucedido, en verdad lo lamento.

Además puedo imaginar lo que paso, pues en cierta forma a mí me sucedió lo mismo, a mí también me secuestraron un día y desde ese día mi vida cambió radicalmente [...]


Carta de una perpetradora a su victimario1


1 Doctorante en Psicología Social, Universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa, violencias institucionales- cuerpo-juventudes- encierros, ricardo.ernesto.cs@gmail.com

Una de las preguntas más frecuentes desde y hacia las ciencias sociales, tiene como fin: conocer cómo y de qué manera sus esfuerzos analíticos pueden llegar a crear un impacto, considerable, en los niveles psicosociales y político-culturales (entendiendo por esto las dimensiones que atañen al esfuerzo intelectual). O, en otras palabras, una posible transformación social que consiga hacer visible el cambio de los entornos y de nuestras interacciones. Sin embargo, estas mismas ciencias sociales han pasado por etapas en donde la exigencia de los contextos promueve nuevas tendencias por el mismo quehacer científico, llevándonos a pensar en los contextos contemporáneos y una propuesta adecuada a los procesos sociales de maneras diferenciadas y/o matizadas.

América Latina, por ejemplo, ha sido, como en otras coordenadas del globo, uno de los espacios de disputas entre el empoderamiento y la exclusión social (pensemos en los movimientos sociales-estudiantiles en Chile, Brasil, Venezuela, Argentina, Colombia y México, entre otros, por no mencionar las múltiples formas de manifestar el descontento social hacia las políticas de orden social), al mismo tiempo que conforma un escenario en donde los dispositivos de poder del Estado, han mostrado sus posibilidades de “aniquilamiento” a través del discursos circunscrito de la “paz”, fundada, especialmente, en narrativas de seguridad pública, siempre diseñadas como modelos de sociedades equilibradas y organizadas. Llevando, en ese escenario de constantes desplazamientos y encierros, a re-situar las ciencias sociales ante nuevas exigencias y demandas de los entornos adversos, donde sobre-vivimos.

Para el caso de México, las problemáticas sociales han sido crecientes y multifacéticas; variando sus direcciones, sus actores, sus rituales y sus mecanismos que las estructuran, por lo que es complicado crear parámetros de análisis homogéneos, que ayuden a explicar “lo actual”, bajo rutas analíticas pensadas en contextos anteriores. Podemos pensar, por tanto, en diferentes expresiones de estos fenómenos sociales, desde las desigualdades económicas (con un alto porcentaje en pobreza extrema y una minúscula parte con la totalidad de las riquezas del país), las restricciones laborales (por edades, estudios, experiencias y, últimamente más visibilizado gracias a los esfuerzos de los trabajos académicos y activistas, el género), los oleajes migratorios (de todas partes del mundo, principalmente detonados en Europa y Latinoamérica), aniquilamiento de poblaciones precarias (estados de abandono intencionado o estratégico), soberanías (Agamben 2006) y necropoliticas (Mbembe 2011) en donde el ejercicio de la violencia se muestra desbordado; y que sexenio tras sexenio se replican a través de dispositivos mediáticos novedosos.

En consecuencia, como latinoamericanos y especialmente como mexicanos, fácilmente podemos ser espectadores de este breve listado de problemáticas sociales; sin embargo, es menos probable lograr ser críticos o consientes de dichos procesos –o de sus funcionamientos sistemáticos– en tanto nuestra condición como participes. Eventos en los que, de muchas formas, nos vemos implicados, de manera activa o pasiva. A pesar de lo anterior, la vida cotidiana, con todo y su complejo funcionamiento, otorga la posibilidad de que, a través de su estudio, se logre apreciar la forma en que nos vinculamos con tales eventos.

La migración y sus vivencias/desplazamientos, son el ejemplo de algunas problemáticas que experimenta la frontera norte de México, presenciando este fenómeno social, que se ha convertido en un tema casi de “ornamenta” para los espacios públicos, provocando abandono e indiferencia a la situación en que se encuentran miles de migrantes varados a lo largo del “muro de la vergüenza”2. Lo mismo cuando se contemplan las precarias condiciones en que habitan muchos de estos actores sociales que, en términos de Bauman (2005) se encuentran como Parias dentro de un contexto globalizado-neoliberal, perceptibles en traducción como poblaciones no productivas, con pocas probabilidades de insertarse en un mundo de competencias económicas.

Como este, hay muchos otros ejemplos en donde podemos visibilizar precariedades y ejercimiento de poder. Las desapariciones forzadas, la represión, los mutilamientos, violaciones, etc, son problemas que causan grandes conflictos sociales. Sin embargo, estas condiciones de vulnerabilidad se intensifican en ciertos sectores y poblaciones, en donde los desplazamientos no están sujeto a las decisiones personales, mucho menos en la lógica de una agencia; hablo concretamente de espacios de encierro carcelario –así como de algunos otros en la lógica del arraigo–. Por ejemplo, podemos encontrar que en estos parámetros de la realidad social (encierros legales e ilegales) en donde la identidad –como sujeto social– transmuta en un entramado de sometimientos y prohibiciones que terminan, en poco tiempo, por moldear aparentes formas de auto-reconocimiento sobre los cuerpos de quienes habitan tales centros penitenciarios.

Desde el ingreso, los centros carcelarios ajustan el reconocimiento de los sujetos a numeraciones que remitan sus vidas, dejan de ser personas con nombres, a internxs con un número de identificación. Pero incluso entre las muchas personas que se distribuyen al interior de tales instituciones, las juventudes (mujeres y hombres) terminan siendo el sector más desprotegido y evidenciado por sus condiciones socioculturales, expuesto a las violencias por parte de los cuerpos

del Estado; que al mismo tiempo van promoviendo la desechabilidad en el mundo socioeconómico, lográndolo a través de las detenciones fuera de la normatividad (desencadenando desapariciones forzadas), las torturas psico-corporales y los encierros extrajudiciales.

Jóvenes, que además son madres o padres, de escasos recursos, precarios o inexistentes accesos a la educación y la oferta laboral. Sin embargo, a pesar de esto, los centros penitenciaros se han excedido / desbordado en la “lucha contra el crimen organizado”. De esto el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria (2015) expone que México cuenta con sobrepoblación en la mayoría de sus cárceles, articulando escenarios de precariedad creciente, al mismo tiempo, sabemos que las cárceles más saturadas se encuentran en la CDMX; según la Comisión Nacional de Seguridad, durante el año 2016, anuncio en su página oficial que hay un conteo aproximado de 30,200 personas en los centros penitenciario de la CDMX, siendo su capacidad máxima de 22,000 como máximo.

Bajo este escenario, se sitúa el presente trabajo poniendo especial atención en analizar las violencias institucionales a través de la categoría necropolitica, asumiendo que su alcance teórico nos ayuda a des-articular dichas tensiones de poder entre una población juvenil acusada por delitos como secuestro, crimen organizado y narcotráfico, y por el otro lado, el poder del Estado ejecutando (desbordando) los dispositivos de poder. Por lo que el encierro (en sus diferentes modalidades, pero especialmente el carcelario), a mi entender, se construye como un terreno de lucha, entre el dominio y sujeción de sujetos despersonalizados, por los remanentes de la agencia cultural que se construyeron durante su vida social.

Las resistencias socioculturales y corporales en las juventudes del encierro, son evidencias de lo que comprendo en este trabajo como unas resistencias emocionales que tiene como principal función hacer un frente ante la presión de una biopolítica articulada en dispositivos (Fanlo, 2011) institucionales. Resistencias que se hacen emergentes en ese último territorio que deja el encierro avasallador; mismas que han quedado desprovistas de posibilidades socializantes en sus entornos inmediatos. Hablando así de torturas físicas, sexuales, psicológicas, abandonos y exclusiones constantes, que hacen operativa la violencia institucional.

Las violencias, el miedo, la empatía y la esperanza en los espacios carcelarios


No encuentro un pensamiento que describa mejor nuestro actual estado generado por olas de violencias acumulativas durante largos periodos.

Ileana Diéguez


El debate y análisis propuestos, para esta ocasión, tienen un andamiaje con corte etnográfico multi-situado o multi-local (Marcus 2001) y narrativo (Flick 2007) con respecto a las entrevistas. Planteo datos construidos en cuatro espacios carcelarios, que están distribuidos entre Baja California (BC) y la Ciudad de México (CDMX). Este trabajo de campo, desde donde abordaré dichos encierros, necropoliticas y resistencias emocionales, son parte de un proceso de investigación adscrito a una tesis de grado en la maestría en Estudios Socioculturales. Por lo que uno de los fines teórico-metodológicos es crear una perspectiva amplia sobre el desarrollo de las vivencias y confrontaciones que se crean en el interior de las cárceles; pero al mismo tiempo develando que otros encierros, como los arraigos, los aislamientos y las casas de seguridad, forman parte de las estrategias y dispositivos (Fanlo 2001) de violencia en los que se enfrascan las relaciones de poder de nuestro país.

Ileana Diéguez (2016, p. 85) afirma que: “El poder de los excesos que vivimos en México permea la vida cotidiana, los hábitos y los comportamientos, las iconografías e imaginarios”. Sin embargo, estos excesos, como los llama la autora, a pesar de permear todos los intersticios posibles del día a día, se han convertido en pruebas más sensibles en contextos de encierro; sin embargo, no más visibles en términos de su análisis, desde ahí que considere oportuno comenzar con los pasajes del trabajo de campo en Baja California. Asumiendo que las dinámicas socioculturales y políticas tienen particularidades deconstructivas.

Cerca del muro fronterizo, en la ciudad de Mexicali, B.C., se encuentra el Metro Sexto (M6), al interior del CERESO que lleva el mismo sub-nombre de la ciudad. En este espacio carcelario habitan las mujeres que son apresadas en Baja California y, para nuestro especial interés, aquellas que son trasladadas a este centro penitenciario, casi siempre, sin previo u oportuno aviso de cualquier parte de México. Con 55 grados centígrados en verano y cinco grados centígrados

bajo cero en invierno, esta zona del CERESO, se encuentra en la esquina suroeste de un centro penitenciario Federal mixto.

Consta de un pequeño patio, de no más de nueve metros de largo y cinco de ancho, una pequeña tienda que esta junto a la entrada y frete a esta un pasillo por el cual, en fila, deben salir las mujeres internas a sus actividades programadas que, se debe destacar, son en su mayoría religiosas. Antes de entrar al pasillo hay tres custodias dentro de un módulo sellado, desde donde, con un radio y libreta en mano, indican quién sale y quién entra. Como en todo trabajo de campo, la primera visita es crucial, no sólo por la lógica del rapport, sino de la conformación de un mapeo de interacciones. Sin embargo, estamos hablando de un espacio donde esos primeros acercamientos quedan a disposición de una o un custodio, de una persona con uniforme y que, por exigencia laboral, deben crear un ambiente hostil en donde la o el internx queda anulado por sus faltas sociales cometidas.

Cuando comencé el proceso de selección en la muestra correspondiente, por las vías institucionales, pude apreciar la facilidad con que la investigación académica ha creado formas de subordinación, inclusive a través del discurso, tal vez no concientizadas, pero si al sistematizar a lo que hemos nombrado “informantes”. El ejercicio de selección es en base a una lista, que contiene los números de identificación, como de “objetos inventariados”; la custodia encargada de permitirme el acceso al M6 comienza a identificar los números que corresponden a las internas de este centro:


Custodia: ¿Usted qué anda buscando, por robo, homicidio, crimen organizado, lavado, trata, de qué?

Ricardo: Mi investigación tiene como objetivo trabajar con personas que se encuentren señaladas por el delito de secuestro…

Custodia: Ah! Por secuestro –al mismo tiempo que gira la mirada hacia otra custodia–, pues le bajamos a la Blanca, ella está por andar secuestrando, no? Usted siéntese ahí –mientras señala una mesa en el rincón del pasillo con dos sillas– ahorita se la bajamos.


Uno de los principales rasgos de los espacios carcelarios, es la carga significativa que les hemos impreso como “deposito” de quienes han cometido algún daño social. Asumiendo que el

aislamiento es una solución próxima de aquellas problemáticas que se reproducen de manera transgeneracional, pero aún con mayor gravedad, damos por sentado que quienes habitan dichos lugares, son responsables directos o “culpables” de aquello que se les imputa. Dicha lógica, ha creado un distanciamiento severo con estas poblaciones, y es ahí donde la académica y la investigación de manera concreta, han abonado a la cosificación funcional.

En un sentido crítico, así como certero, Andreas Schedler (2014), en Ciudadanía y violencia organizada, muestra cómo la percepción sobre el delito se consolida en una relación sólida entre el narcotráfico y la violencia social, donde se incluyen a los victimarios como administradores de este mismo mal, en los cuales aparecen las y los internos con quienes trabajé, acusados todxs por secuestro. Determinándolos, así, bajo un estigma (Goffman 1995) que proviene de varias direcciones, desde las que corresponden al orden de la comunicación cotidiana, hasta aquello que viene de los discursos más institucionales, como los del poder Federal, Schedler (2014, p. 26) dice:


En México, aún después de 80 mil muertos atribuidos al crimen organizado, no hemos tenido este tipo de auto-reflexión colectiva. Durante el sexenio de Felipe Calderón, cuando el gobierno todavía hablaba de la violencia, ni el gobierno mismo ni la sociedad política o civil asumían a “los delincuentes” como miembros de la sociedad mexicana. El presidente refería a ellos como si fueran enemigos externos, una suerte de extraterrestres vengativo que habían descendido desde el espacio al territorio nacional, amedrentando y amenazando a “todos los mexicanos”, “la patria”, “la gente”, “los ciudadanos”, “las familias mexicanas”, “nuestros pueblos”.


Si pensamos en la forma de construir a los sujetos que habitan los espacios carcelarios en México, principalmente los de Baja California y la Ciudad de México, en función de poder comprenderlos como personajes alejados de la sociedad, antes de permitir la posibilidad de pensarlos como personas que no sólo están destinados a la distancia social debido a su escasa capacidad de relacionarse en el sentido “común” y cotidiano, terminaríamos cayendo en eso que Schedler (2014) remite satíricamente como “extraterrestre vengativo”.

Por otro lado, vale añadir que cada sujeto, cada cuerpo, inclusive cada psique, está inscrita en un marco referencial de relación entre lo macro y lo micro (Giddens, 1981), donde las violencias

que experimentan en los espacios de encierro son parte importante de un reflejo de la sociedad en general; atribuyendo una posibilidad de reproducciones estructurales en los diversos niveles sociales, asi como de las violencias palpables en otras coordenadas. Al respecto Pilar Calveiro (2010, p. 353) enuncia:


Los prisioneros, huéspedes y habitantes de la cárcel, son los sujetos sobre los que esta forma específica de ejercicio del poder hace blanco. Entender qué les ocurre a ellos, a sus cuerpos, dentro de estos dispositivos estatales es también entender qué le ocurre a la sociedad en su conjunto; comprender cómo opera la prisión [...] es también identificar cómo se representan a si mismo este poder específico, cuáles son sus instrumentos de coerción, qué reprime, cómo lo hace y, por lo mismo qué pretende de la sociedad y los sujetos que la constituyen.


En este sentido, la selección de la población no partió de mi decisión, sino de una propuesta arbitraría que se enuncia por parte de las autoridades penitenciarias o de área. Después de remitirme con una interna, la custodia señala con su mano, una mesa de plástico color verde, al final del pasillo, en donde la luz que entra por una ventana logra dar visibilidad a dicho espacio. Detrás de mí, ya sentado en una silla de plástico, se encuentra cámara de seguridad que logra tener una imagen clara del pasillo, que a su vez, es el único acceso a las celdas, por lo que todas las mujeres que habían en el M6 salen en por medio de ese lugar.

Aunque es notorio, vale destacar la lógica del panoptismo que opera y “ayuda” a mantener un control de todo lo que suceda al interior de esta espacialidad. Cruz, interna del CERESO Mexicali e interlocutora3 clave en este trabajo de investigación, actualmente enfrenta un proceso de investigación y sentencia por el delito de secuestro, delincuencia organizada, homicidio y portación de drogas, armas y dinero. Fue detenida en Veracruz, de donde es originaria, al ser trasladada a Mexicali, después de permanecer 15 días arraigada en la Subsecretaria Especializada en Investigaciones de Delincuencia Organizada (SEIDO, antes SIEDO). Mientras se presenta, anuncia un dato fundamental que, pareciera, tiene la intención aclaratoria, Cruz fue trasladada a Mexicali sin avisar a su familia, quedando incomunicada durante dos años, tiempo en el que su familia la dio por persona desaparecida.

Tras las primeras palabras, se sienta de lado, me saluda estirando la mano y regresándola al

instante, no tenemos contacto físico; el gesto, mientras hace eso, es cohibido, voltea a todos lados y con una sonrisa me afirma: “no puedo tocarte, se me olvida, si me ven que te saludo no me la acabo, me jalan de las greñas para adentro”. Mientras hablamos, la interlocutora, Cruz, comienza a narrar su pasaje por los procesos judiciales a los que ha estado sometida. Sin embargo, una parte fundamental de su paso por dichos procesos, es el dominio de su cuerpo, la subordinación de cualquier empoderamiento y, a su vez, la vulnerabilidad.

En este sentido, el dominio sobre el/la otrx, constituye uno de los puntos fundamentales para seguir las coordenadas de la violencia institucional. Rodrigo Parrini (2007) anuncia que el espacio de encierro es una de las instituciones más importantes en nuestra sociedad dada su capacidad de ubicar y responder a las dimensiones delictivas. Si agregamos la reflexión en la urgencia de una respuesta inmediata a los contextos de violencia delictiva o “criminal” que se ubican en la guerra contra el narcotráfico, tenemos como resultado un proceso casi mecánico de identificación y castigo penal / judicial. Al respecto Parrini (2007, p. 71) enuncia:


La cárcel impone un desafío curioso a todos sus internos: imaginar quienes serán cuando salgan de ella. La cárcel es como una máquina de sueños, que deglute la imaginación para devolver un rostro funesto. Memoria y tiempo de lo que nunca se fue, de la vida que no se tuvo, de lo que no será jamás.


Cuando el Parrini está hablando de los posibles desafíos a enfrentar por las y los habitantes de los espacios de encierro en sus contextos de vida, invita, mediante sus argumentos, a pensar en que la cárcel puede (y hace en todo momento) evocar sentidos y significados sobre sus integrantes, sobre las estructuras internas que controlan, o incluso, articula a los sujetos en función de un objetivo de “reinserción”, creando una disponibilidad sin agencias, hacia la lógica de las instituciones penitenciarias. Pero que en este proceso se puede proyectar una parte última de lo que les queda a las y los internxs, quienes, en el sistema penitenciario mexicano, cumplen las sentencias más elevadas por sobre otros delitos de “alto impacto”, colocando al secuestro como un determinante de sus condenas que pueden llegar a los 140 años.

Continuando con la entrevista narrativa, una custodia, que se encuentra a un costado mío, hace una señal con la mirada a la interlocutora Cruz, levantando la cabeza y observando

directamente a sus piernas, posterior a esto le pregunto por qué hizo esa señal, y ella responde: “Dijo que me acomodara, que me sentara bien, porque tenía la pierna cruzada, entonces no debemos de sentarnos así”, después de esta indicación, la interlocutora cambio su forma de sentarse y la manera de expresarse cada vez que se acercaba una custodia, quien, con un gesto de seriedad, nos observaba con atención, aproximadamente 5 minutos.

Aunque podría parecer arriesgado decir o enunciar con severidad que la cárcel transforma los cuerpos en su búsqueda de la vigilancia y control panóptico (Foucault 2002), también es importante hablar de que reconstruye a los habitantes que la recorren en todo momento por un estigma fuertemente relacionado a los imaginarios socioculturales que ubican a las y los internxs. Es decir, durante las evidencias empíricas sobresalía una especie de castigo dentro del castigo, en donde la sentencia no implica ser el único o último dispositivo de coacción, sino que hay posibilidad de generar más presión (castigo) a través de otros ejercicios de poder y dominación.

La argumentación tras el ordenamiento de los cuerpos, se ve fundamentada en una especie de control no sólo sobre la libertad, que ya de por si ha sido limitada en su forma de castigo- tratamiento, sino que los hábitos sociales, simbólicos e inclusive eróticos pueden ser intervenidos de una forma tajante, anulando, bajo normatividades de diagnóstico psicoclínico, actividades como el maquillaje, cruzar las piernas, peinarte de formas “extravagantes”, por no hablar de la ropa ajustada o entallada, que posibilitan el ser señaladas, todas estas acciones mencionadas, como posibles mensajes sexuales, o de incitación, a sus compañeras, custodias o, para el caso del CERESO de Mexicali (centro mixto), una provocación sexual hacia los hombres que la habitan en espacios circundantes.

Ante esto, no se puede dejar pasar desapercibido el hecho de que estos diseños del encierro están pensados en una estructura que responda a los cuerpo masculinos (inclusive podemos pensar en una estructura de poder patriarcal), en donde ellos pueden estar destapados de la parte superior a la cintura hasta la cabeza y las mujeres tienen que ir todo el tiempo cubiertas, y aún más si al salir del M6 tienen que pasar por la circunferencia de la “yarda”, para lo que es obligatorio usar un ropaje color naranja (en tonos fluorescentes) que cubren todas las extremidades, además de ser exageradamente holgados con el fin de evitar ser vistas con fines sexuales.

A pesar de estos matices en las violencias experimentadas en el encierro, que al final siguen traduciéndose en violencias institucionales en tanto provienen, se diseñan e implementan desde el

sistema penitenciario, para el caso de algunos interlocutores varones en el CERESO del Hongo, Tecate, B.C., las formas de tratamiento se matizaron igual de agravantes; tanto así, que aparecen como parte de ritualidades inscritas sobre el cuerpo y el valor que este puede tener; al respecto, Tony, interno del CERESO El Hongo, acusado por el delito de secuestro, pandillerismo, delincuencia organizada, portación de arma y homicidio culposo, relata:


No te miento, un pasillo como de aquí hasta, como de punta a punta (señala un pasillo de aproximadamente 6 metros que está a un lado de donde realizamos la entrevista), no pues arre córrele, no te miento era, tatatata (dice esto mientras que con ambas manos simula golpes con los puños), de dos en dos placas. Pues en medio güey, pas, pas, pas, un verguizon. Te caes y pobre de ti, te caes te levantaban a vergazos, llego hasta allá y me caigo pum. Con los pies cruzados, ellos me dicen: “pegado a la pared”, nunca me había pasado una mamada de esas, yo no sabía en qué posición me tenía que poner, no pues estoy sentado así (en la silla en la que se encuentra estira sus pues y pone sus manos en su pecho), estoy sentado y me están pegando, y me levanto y me seguían pegando y me sentaba, pues cómo querían que me pusiera estos güeyes [...]

(Tony, El Hongo)


En esta referencia, podemos vislumbrar que las nociones de la corporalidad (Muñiz 2014) se han desdibujado de manera tajante, tomando en consideración que desde el ingreso a los espacios carcelarios las personas pierden toda capacidad de apreciarse como agentes para ser más “depósitos” de ordenamiento. El interno acusado por el delito de secuestro, en este caso; sin embargo, no es posible olvidar su condición de jóvenes. Si pensamos este tratamiento como una suerte de ritualidad en la que se inscriben el dolor, el cuerpo, las emociones y los sujetos secuestradores como los principales símbolos en confrontación, podríamos también enunciar que al destacar uno de los elementos que integran el ritual podríamos descontextualizar la dinámica y el significado (Leach 1989).

La posibilidad de ver en esto una forma de distribución de la fuerza y los ejercimiento del poder, nos da apertura de comprender cómo la necropolitica (Mbembe 2011) no sólo está centrada en el aniquilamiento, sino también en la forma de aislar a las personas y desposeerlas de su agencia

sobre el cuerpo propio, incluyendo a las emociones como una característica que puede negarse o, incluso, reprimir. Ante esto, es viable debatir sobre uno de los procesos a los que se enfrentan las y los habitantes de las cárceles. Las detenciones funcionan bajo el control de los cuerpos, del lenguaje, del discurso y de la libertad, como hemos visto en sus formas físicas y operativas de realizarlas, principalmente se vislumbra un dominio sobre la información. agravantes, tanto así que aparecen como parte de ritualidades inscritas sobre el cuerpo y el valor que este puede tener.

Es así que, al hablar de la violencia ritualizada en los espacios de encierro/carcelarios, ningún aspecto puede quedar fuera –siguiendo la lógica del control sobre los sujetos (Foucault 1990) –. No es posible desprender el hecho de que son sujetos construidos desde su condición de delincuentes, que para la institución penitenciaria están cumpliendo una sentencia por el delito de secuestro; sin embargo, tampoco es posible desdibujar esas formas represivas y selectivas de la violencia institucional sobre algunos cuerpos en específico, matices que se ajustan a sus condiciones de mujer, de hombre, de joven, de precario, étnicas y geo-localizadas.

También es importante añadir que cada sujeto, cada cuerpo, inclusive cada psique, está inscrita en un marco referencial de relación entre los efectos macro y micro sociales (Giddens 1981), en donde las violencias que experimentan en los espacios de encierro son una pieza importante de un reflejo de la sociedad en general, de las violencias palpables en otras coordenadas, asumiendo que una como sociedad, hemos dotado de ciertas cargas significativas a los espacios penitenciarios, especialmente aplicada bajo la administración de la vida y muerte, así como de las afectividades y emociones, al respecto Pilar Calveiro (2010, p. 353) enuncia:


Los prisioneros, huéspedes y habitantes de la cárcel, son los sujetos sobre los que esta forma específica de ejercicio del poder hace blanco. Entender qué les ocurre a ellos, a sus cuerpos, dentro de estos dispositivos estatales es también entender qué le ocurre a la sociedad en su conjunto; comprender cómo opera la prisión [...] es también identificar cómo se representan a si mismo este poder específico, cuáles son sus instrumentos de coerción, qué reprime, cómo lo hace y, por lo mismo qué pretende de la sociedad y los sujetos que la constituyen.


Es tal vez el encierro, el punto más “estable” en el proceso de las violencias institucionales, asumiendo su distribución y estructura que ayuda en su articulación. Antes he dicho que la

esperanza se conforma como una suerte de resistencia emocional, o de una posibilidad para la reconstrucción del sí mismo. De tal forma, que ese aislamiento es el escenario para que los sujetos del encierro generen/construyan las respuestas viables a su existencia donde se les ha precarizado desde todas las instancias institucionales pertenecientes al Estado, o a quienes ejercen el poder.

Con esto no quiero decir que la violencia haya cesado, no hay muestra de ello, pero si se puede aseverar que para los sujetos jóvenes, acusados de secuestro, tanto a hombres, como a mujeres, la administración de sus vidas o la necropolitica, en términos conceptuales, los lleva por un camino de asimilación ante sus condiciones de encierro. Un trayecto en donde las nociones de libertad van de la mano con el descubrimiento (impuesto) de una realidad a la que se adscriben, en donde la determinación de su condición como criminales ya no tiene marcha atrás, en donde ya no hay más opción, mas que la de luchar por un día más, o como dice Stephanie, interna del CERESO Mexicali: “Luchar un día más para llegar al sábado”, el día del rencuentro familiar, para algunas y algunos de ellos, o para otros, esperar el momento de una llamada que acorte las distancias geográficas.

La necropolitica (Mbembe, 2011) ha generado, con el pasar de los años, nuevos matices en sus formas de representación, en sus discursos, e incluso desde sus tecnologías de ejecución. Desde otra perspectiva, se ha hecho de nuevas herramientas que no tienen sólo que ver con la estigmatización (Goffman 1995) o con la marginación de las poblaciones (Agambe 2006). Para el caso de las y los jóvenes señalados como secuestradores, las sentencias que se edifican con hasta 140 años, resultan ser parte de estos nuevos dispositivos, aclarando sus particularidades en el absurdo de los tiempos de “tratamiento” para la reinserción social que, al final, se perciben como sentencias irreales o incongruentes, superando todos los parámetros de calidad y promedio de vida en México.

Vale señalar que esta situación oculta un rasgo peculiar sobre los sujetos jóvenes que son población de encierro y a su vez, dianas de estas violencias institucionales: quienes son detenidos y sentenciados en su gran mayoría, pertenecen a la parte poblacional con menos recursos, una población joven en términos de su edad y temporalidad en que fueron detenidos, así como puestos a disposición de algún centro penitenciario. Dicha condición nos ubica en unas coordenadas que, por tradición, son las que frecuentemente se enfrentan al poder del Estado, a la fuerza armada y a la precarización institucional (Calveiro 2010).

Es posible, que ya teniendo un escenario como este, posamos pensar en aquellas estrategias de lo que llamo resistencias emocionales, asegurando que las mujeres y hombres que fungen como interlocutores, demostraron, visibilizaron y enunciaron ser “personas que sienten” y que, en muchas de las ocasiones, es a través de lo emocional que mantienen un contacto con esa realidad social que el encierro aplasta bajo la lógica del poder. Si bien, las teorías de la psicología terapéutica afirman que en los momentos de crisis o duelo es la resiliencia lo que posibilita construir una respuesta a dicha crisis, hay un punto en donde el “quiebre” de la vida social no permite tener etapas de duelo ritualizadas, por lo que la búsqueda de nuevas rutas de superación y resistencia son la emergencia inmediata.

Con esto quiero decir, que una transformación en nuestra vida emocional ayuda a re- elaborar la estructura con que nos relacionamos con el mundo, con nuestras subjetividades, y nuestro contexto más cercano. Desde estas coordenadas, podemos vislumbrar a las emociones como parte de la triada con el encierro y la necropolitica, Eva Illouz (2007, p. 15) plantea que nuestras emociones son impulsos para motorizar las diversas acciones de un sujeto, afirmando lo siguiente:


La emoción no es acción per se, sino que es la energía interna que nos impulsa [...] que da cierto “carácter” o “colorido” a un acto. La emoción, entonces, puede definirse como el aspecto “cargado de energía” de la acción, en el que se entiende que implica al mismo tiempo cognición, afecto, evaluación, motivación y el cuerpo.


De tal forma, la vida emocional no puede, ni debe, ser anulada bajo circunstancias del ejercicio de poder, pues son estas las que buscan dar sentido a la vida cotidiana, en donde se les ha desposeído de todo tipo de agencia. Se puede decir que las emociones proporcionan, a las acciones, un impulso que motiva a llevar a cabo ciertas cosas, y a la par concatenan sentidos en el proceso cultural y social de entenderlas, así como de ritualizarlas; no precisamente se encuentra en el sentido que Max Weber (1947) afirmaba cuando hablaba de la acción con sentido mentado. Diría que las emociones son una especie de dialogo entre aquello que socialmente está implementándose sobre los sujetos y las condiciones en las que se encuentra el mismo. Puede ser, entonces, una disputa o negociación de diversos elementos simbólicos, corporales y subjetivos.

Si ésto es cierto, si las emociones se ven confrontadas, y/o dialogan con dimensiones sociales y culturales, entonces habría que situarlas como avatares del estudio en las ciencias sociales (no sólo de la psicología social o de una parte de la antropología), pues representan una emergencia de análisis en espacios y contextos de violencia, como los que vive México. En consideración a lo mencionado, observo particularmente tres emociones que presento como epicentros de la resistencia emocional, de los jóvenes que habitan y viven los espacios de encierro, así como de su cuerpo y sus tejidos subjetivos. Dos de ellas funcionan como polos opuestos centrales y una tiene la función de amalgamar a los sujetos y a sus contextos, me refiero a: el miedo, la empatía y la esperanza, obeliscos que indican el lugar de lo emocional como resistencia ante contextos de violencia y precarización.

Cada una de las emociones mencionadas, según la evidencia empírica, representa el lugar desde el que se hablan y disputan las vidas, tanto en el proceso de detención, declaración, hasta el tiempo de vivencia en el encierro –aclarando que el ejercicio necropolítico no está limitado a un exterminio, sino que, como he dicho anteriormente, opera desde el aislamiento, el abandono y las limitaciones/exclusiones–. El miedo emerge en las entrevistas narrativas como el insumo primario de la violencia institucional y del crimen organizado desde donde las y los interlocutores han vivenciado realidades que los sitúan como sujetos secuestradores; dejando de lado las probables participaciones o inocencias.

Pienso en violencias ejercidas de manera directa o circundante por los cuerpos de seguridad, y por el mismo sistema penitenciario –a través de diversos dispositivos como la anulación del habla, movilidad y decisión–; también en cómo se hace presente por parte de quienes actúan en función de hacer valer su poder y fuerza desde una aparente paralegalidad (Nateras 2016), como lo hace el crimen organizado en sus diferentes formas. Esta situación puede ser interpretada bajo una máscara (Goffman 2001) para cualquiera de los dos lugares donde se sitúan los perpetradores; es decir, si es desde la legalidad o la ilegalidad, la violencia, en ambos casos, es una productora potencial de miedo, que termina siendo otro dispositivo de poder.

Con respecto a la empatía, puedo decir que, en el caso de los sujetos secuestradores, funciona como una respuesta -contundente- sobre los supuestos de las ausencias emocionales (Cerda 2013); como he dicho antes, estas afirmaciones de lo emocional están desprendidas de la carga institucional, de los perfiles clínicos, y de la ignorancia intencionada que se ha construido

desde la poca información crítica en los medios de comunicación. Cuando en la evidencia empírica se habla de la empatía, se hace siempre en la búsqueda de hacer expresivo el lugar social (familiar) que se comparte entre quienes se enuncian como víctimas y quienes son los victimarios.

Invito al lector a pensar en la empatía como una parte importante del tejido emocional de las juventudes que habitan en el encierro, una suerte de amalgama entre sus actos y su vida cotidiana. Aquí quisiera aclarar un par de nociones, por un lado, a las juventudes se las ha considerados actores sociales con alto grado de apatía con relación a las problemáticas sociales, al mismo tiempo que una lejanía o divorcio institucional (Cuna 2012). Si seguimos las líneas trazadas por las posturas clínicas (aquellas que han determinado incapacidades emocionales o enfermedades mentales), la probabilidad de mantener una relación empática con los sujetos que son víctimas de algún delito como el secuestro, se vuelve escasa; sin embargo, desde las entrevistas realizadas, la evidencia que se arroja contesta, ya por sí sola, a esa noción de la ausencia emocional, Cruz, menciona lo siguiente:


[...] le dije: “perdóname, si en mi estuviera ya te fueras a tu casa, como puedas”, y en mi declaración dije que no que, pues yo nunca lo toque, ahora ve la otra perspectiva, el otro enfoque que tengo, los marinos qué no me hicieron, o sea yo estoy aquí por un delito que no lo toque, mi intención no fue hacerle ni el mínimo daño, ni a él, ni a su familia porque también soy mamá y tampoco me gustaría que me pasara eso.

(Cruz, Mexicali)


La esperanza, por su parte, hace su aparición como una resistencia, anclada en el lugar que signa la familia para los secuestradores en el encierro, también se hace a través de la posibilidad del empoderamiento, a través de la biopolítica (Foucault 2002), o incluso en una forma de agencia en pequeños objetos que se ritualizan durante sus vivencias desde la detención, hasta el encierro. Durante la evidencia empírica se vislumbra el cuerpo, la educación, la música, el maquillaje, la ropa, el canto, entre otras actividades u objetos, como ánimos y “ganas de seguir adelante”, son formas en que el tiempo se usa a favor del crecimiento de los sujetos, situación que al mismo tiempo se contradice en el discurso penitenciario. Adrián Scribano (2009, 147) menciona que la esperanza guarda más que una emoción pasiva es, en términos de poder, la más activa:


“En un sistema que por definición no cierra, que no puede ser totalidad sino en su desgarro, se instancian prácticas cotidianas y extra-ordinarias donde los quantums de energía corporal y social se refugian, resisten, revelan y rebelan. La felicidad, la esperanza y el disfrute son algunas de esas prácticas”


Tanto al miedo como a la esperanza, parecieran estar en una dicotomía inquebrantable, suponiendo que una esté alejada de la otra por una referencia que apunte hacia lo positivo y negativo en su debido caso. Sin embargo, este argumento contiene ciertos matices que son importantes para resaltar, sobre todo desde los contextos de la violencia; es más algo espontáneo que una planeación sobre aquello que van experimentando las y los sujetos secuestradores. Con esto quiero decir que, a pesar de ser polos opuestos el miedo y la esperanza, -en donde a esta última se le percibe desde algún lugar positivo, y la primera como una de las máximas negativas-, ambas convergen en tener un fin o utilidad ya sea desde la ilegalidad o la legalidad, lo mismo desde los espacios al límite (Nateras 2010) destinados para las juventudes en el encierro. Pareciera así que hay una propuesta de instrumentalidad emocional (Díaz, 2013: 16)4, que, aunque no es definitiva, da píe a pensar en la interacción de ese nivel sociocultural en la vida cotidiana.

Tenemos en nuestras manos una serie de retos teorico-metodologicos para las ciencias sociales, las crisis constantes, y ahora la operatividad que ha logrado la necropolitica, son posibilidades de intervención, creadas bajo perspectivas adaptativas, así como cargadas de intenciones a la transformación social. El exceso de la violencia nos ha enseñado que su uso sistémico provoca más daños de los que, en el discurso, busca resarcir. Las resistencias emocionales, son posibilidades que se han construidos por los mismos actores sociales en los entornos de precariedad; si seguimos esa pista, es probable desmontar el “cristalizado” sistema de justicia en México, comenzar, como diría Eli Evangelista (2016) con políticas situadas, que nos enseñen a vivir y no solo sobrevivir en México y en el resto de Latinoamérica.


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Notas


1 Como parte de un ejercicio didáctico en las entrevistas narrativas realizadas dentro del trabajo de campo, una de las interlocutoras propuso que para su narrativa se podía agregar una carta que fue escrita y enviada desde el Centro de reinserción social -en el que cumple sentencia por secuestro actualmente- a la persona que la señala como victimaria. Misma carta que formó parte de lo que la interlocutora denomina como su “sanación” y perdón con quienes le han provocado algún tipo de daño.

2 Así denominado a este muro que divide la frontera entre México y Estados Unidos, al que actualmente, con las políticas represivas y racistas de Donald Trump, se le han comenzado a invertir millones de dólares en aras de su fortalecimiento.

3 Concibo la idea de interlocutor como un esfuerzo por enunciar y dar un lugar a los sujetos con quienes se realizaron las entrevistas narrativas; esto, en términos generales, da la posibilidad de entenderlo como un


sujeto que construye subjetivamente a quien asume la posición del “investigador”, pero que al mismo tiempo tiene la capacidad de confrontarlo.

4 La instrumentalidad emocional ubica dos grandes formas operativas de las emociones, que a su vez son utilizadas a favor de una sociedad o comunidad, de un sujeto o de una población. Aunque la discusión se introduce en cómo la rabia puede implicar un poco razonamiento en los actos que lo acompañan, habla también del miedo, del resentimiento y el odio como emociones con un posible uso planificado y de utilidad para alguna parte de la dimensión social, para mayor información se recomienda consultar la monografía titulada Análisis crítico de la sociología de las emociones y de la acción estratégica para la comprensión de la campaña de desaprobación a Slobodan Milosevíc realizada por OTPOR, en Serbia, a través de la acción política no violenta en el año 2000, realizada por Juan Sebastián Díaz Velázquez.