Máscaras de la memoria: industria y ritual en la lucha libre mexicana Masks of memory: industry and ritual in mexican wrestling

José Agustín Sánchez Valdez1


Resumen: La lucha libre mexicana puede considerarse uno de los “productos culturales” más lucrativos de la Ciudad de México. Sin embargo, se trata de algo más que una mercancía dispuesta para el consumo. El presente trabajo busca aproximarse a la comprensión de la dimensión cultural de la lucha libre mexicana.


Abstract: Mexican wrestling can be considered one of the most lucrative "cultural products" in Mexico City. However, it is more than just a commodity ready for consumption. The present work seeks to approach the understanding of the cultural dimension of Mexican wrestling.


Palabras clave: lucha libre mexicana; cultura; ritual; industria cultural


Antecedentes históricos

La lucha cuerpo a cuerpo, como combate de fuerzas equilibradas y no sólo en su acepción bélica, está presente en la historia de la humanidad desde tiempos remotos. Vista de manera general, se trata de una de las formas más antiguas de competencia deportiva, que ha trascendido el tiempo y el espacio, y que en sus diversas actualizaciones constituye un elemento fundamental en casi cualquier cultura.

En el México prehispánico, por ejemplo, la guerra, tanto en sus crueles formas concretas como en sus sublimes formas simbólicas, constituía un elemento sustancial dentro de las diversas culturas que componían la histórica constelación mesoamericana, pues, además de estructurar una pauta de ordenamiento y jerarquización social, daba cuenta de la eterna disputa entre los contrarios, manifiesta en el sutil equilibrio de la naturaleza. Los pares dicotómicos del bien y el mal, la luz y la oscuridad, lo divino y lo profano, lo eterno y lo contingente se armonizaban mediante el hábil ejercicio del guerrero, que al ofrendar su muerte, garantizaba la continuidad de



1 Maestro en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, su principal línea de investigación es la Teoría Crítica de la Sociedad. jagusava@gmail.com.

la vida. Si hacemos un ejercicio de interpretación y representación, a partir de esta metáfora de la guerra podríamos significar algunos de los elementos que están presentes en la práctica contemporánea de la Lucha Libre Mexicana. Sin embargo, es necesario enfatizar que este ejercicio trata de situar el carácter original y originario de la Lucha en estas tierras, y que para nada se deduce su forma actual de aquellos conflictos y gestas que ciertamente poseen su propia dimensión histórica.

Orlando Jiménez Ruiz1 rastrea las raíces de la lucha libre mexicana hasta el tiempo de

Maximiliano. Señala que fue entonces cuando se empezaron a desarrollar eventos de lucha grecorromana protagonizados por gladiadores europeos, en su mayoría franceses, para agrado de las élites de la ciudad, y que así comenzaron a germinar en México las semillas de un nuevo estilo deportivo y un nuevo tipo de espectáculos. Por otro lado, este autor asegura que las grandes migraciones de europeos acaecidas durante el fin del siglo XIX y el principio del siglo XX al vecino país del norte llevaron también, entre muchas otras costumbres, la lucha grecorromana, que tras su andar por ciudades como Los Ángeles, Chicago, San Antonio, Nueva York y El Paso trascendería su estatus de negocio incipiente para constituirse en el estilo conocido más tarde como wrestling. En este sentido, podemos ubicar dos vetas principales de las cuales abrevó la Lucha Libre Mexicana para constituirse, a saber, la lutte francesa por un lado, que venía de “la madre de todas las luchas” (la lucha grecorromana), y que posteriormente se convertiría en el estilo conocido como catch as catch can y, por el otro, el wrestling norteamericano. Esto, por supuesto, no quiere decir que para el caso de la lucha libre mexicana se trate de una simple yuxtaposición de estilos y elementos exógenos, que tras copiarse se pusieron en operación indistintamente; antes bien se trata de un proceso de apropiación a través del cual se le confirió una dimensión histórica particular a un cúmulo de conocimientos y técnicas que, tras imbuirse de los usos y costumbres de la localidad de acogida (la Ciudad de México) así como de sus elementos simbólicos, terminó por adquirir dimensión cultural2. Algo similar ha sucedido con diversas tradiciones de la cultura mexicana que encuentran sus raíces en costumbres y cosmovisiones de otras latitudes. Por ejemplo, algunas expresiones de la música popular, los procesos de sincretismo religioso que dieron pie a la muy particular forma del catolicismo y sus riquísimas variantes en México (visibles en fiestas patronales, mayordomías y demás ceremonias y rituales); o el caso de la hibridación cultural dada en la frontera norte del país que ha arrojado

como resultado las más diversas expresiones de “la mexicanidad”, tales como el arte chicano o la actualización de cultos, ceremonias, rituales y festividades (el halloween).3

Durante las primeras décadas del siglo XX se hizo cotidiana la práctica y presentación de la lucha grecorromana en la Ciudad de México. Algunos autores4 coinciden en señalar que fue el domingo 18 de julio de 1897 cuando se dio la primera lucha en esta demarcación. Se trató de un encuentro celebrado entre los gladiadores Rómulus y Billy Clark, en la Plaza de Toros de Bucareli, ubicada en el antiguo paseo de Bucareli, esquina con la actual calle de Abraham González. Éste no fue el evento principal de aquella tarde, pues se alternó con corridas de toros; pero con esta lucha se lacró la celebración de eventos que congregaban a una afición creciente, particularmente de extracto humilde, pues eran los hijos pobres de la Ciudad, las clases populares, quienes comenzaron a asistir por cientos a los encuentros y contiendas organizadas en diversos foros. En este momento de la historia, es posible trazar vasos comunicantes entre la lucha, el arte escénico y el modernismo cinematográfico. En el Teatro Guillermo Prieto, por ejemplo, se exhibió en 1909 una película del encuentro entre los gladiadores Fitzimons y O´Brien. El mismo Maestro José Guadalupe Posada grabó la imagen para los carteles de la proyección de la cinta de 900 metros, mostrando un “abrazo de oso invertido”. En el mismo año, se celebró la primera lucha de un hombre contra una mujer, en la que el Conde Koma resultaría victorioso. Poco tiempo antes, en 1902 el primer campeón mexicano de lucha grecorromana, Enrique Ugartechea, debutó como profesional de la lucha y como actor de teatro, y en 1917 fue el primer luchador mexicano en convertirse en actor de cine, con su participación en la película Maciste turista.5 Durante el Porfiriato, el deporte en general jugó un papel nodal en la ideología del régimen; era responsabilidad moral y cívica del Estado, pues se le consideraba causa suficiente y necesaria de la eugenesia social. Por ello, la promoción de luchas fue constante. Como ejemplo, considérese que el festejo del Centenario de la Independencia (y el cumpleaños de Don Porfirio) se aderezó con exhibiciones de Jiu-Jitsu y lucha grecorromana.

En 1910, a pesar del estallido de la Revolución y la larga duración de la guerra, las luchas no se vieron interrumpidas. Durante este tiempo adquirieron, digamos, un cariz político. Los encuentros fueron efectivos para congregar a las huestes que después de la función se quedaban a los mítines y reuniones concertados por sus comandantes. Posteriormente, a lo largo del periodo posrevolucionario, durante la paulatina disminución de la violencia y la restauración de la

República, se reactivó con mayor ímpetu la celebración de luchas en los teatros, por ejemplo la temporada anunciada en 1922 como catch as catch can en el Teatro Arbeu, que en el reporte especial entregado por el delegado cultural y deportivo M. Bauche al Presidente del H. Ayuntamiento de México sería referenciado como “Luchas Libres”.6

Vicente del Villar, propietario del Tívoli, daría los primeros brochazos de un tiempo por venir para los dos deportes que en 1924 estaban ya en ascenso: el box y la lucha. En la parte trasera de su inmueble inició la ampliación y habilitación de un espacio que haría las veces de Arena. El Teatro Tívoli, que más tarde sería bautizado como Arena Libertad, “iniciaba en el centro del País la época de las arenas”7.

El 21 de septiembre de 1933, en la antigua Colonia Hidalgo8 de esta Ciudad, Salvador

Lutteroth González, Salvador Lutteroth Camou, Miguel Corona y Francisco Ahumada inauguraron la Arena México. Con este hecho, no sólo se emprendió una aventura en la industria del espectáculo y el entretenimiento cuyo resultado sería “El Coloso de la Doctores”, sino que se brindó un escenario para el florecimiento de una de las tradiciones constitutivas de la identidad y cultura urbanas: la Lucha Libre Mexicana. Fue entonces “el nacimiento de la nación del pancracio”9.

En este punto de la historia surgen, por un lado, los abuelos del encordado: Antonio Rubio y Jesús Castillo, que eran alumnos del profesor Avendaño; Dientes Hernández, Tarzán López, Raúl Romero, El Charro Aguayo, Ciclón Mackey, Yaqui Joe, Rudy Guzmán (quien, derivando de un personaje a otro, de El Hombre de Rojo a Murciélago II, y luego hasta encontrarse con Jesús Lomelí y con la influencia del cine norteamericano, daría vida en 1934 al enmascarado de plata, el Santo); por el otro, durante este tiempo surge el espectador, el aficionado de la lucha libre mexicana; es el actor social que dinamiza la arena y completa el circuito de la representación. Los primeros aficionados de la lucha se dieron, por principio irrefutable, entre la clase popular de la Ciudad de México. Comerciantes, maestros de oficios varios, estudiantes y aprendices, obreros, empleados y desempleados, aquellos que construyeron y recorrieron las calles y avenidas, que pernoctaban afuera de los palacios, entre los edificios y en las vecindades, fueron ellos los primeros que vertieron en la lucha libre sentidos y significados de su propia subjetividad; los primeros que le dieron vida al transformarla en un escenario para la representación del drama de su vida social. En resumen, podríamos asegurar que en la década de 1930 la Ciudad de México

atestiguó el surgimiento del elemento cultural conocido como Lucha Libre, elemento que, a la postre, constituiría parte fundamental de su identidad.

El 2 de abril de 1943 “el embudo de la Lagunilla” abre sus puertas a la afición del box y la lucha. Con afán de satisfacer la creciente demanda de espacios adecuados para la concurrencia de estos espectáculos deportivos, Salvador Lutteroth invirtió el premio de la Lotería Nacional en la construcción y habilitación de la “Arena Coliseo”. El Santo y Tarzán López hicieron los honores en aquel recinto que se levantó en el ombligo de la Luna para agrado de una afición monumental. Para la década de los años 50, la Lucha Libre Mexicana estaba ya tan afianzada, tan arraigada en el ideario de la cultura popular, que su incursión en la pantalla grande se volvió inevitable. Orlando Jiménez10 señala el año de 1952 como aquél en el que se filmaron las primeras películas de luchadores: La bestia magnífica, Huracán Ramírez, El luchador fenómeno y El enmascarado de plata; tales fueron los títulos que, a decir del autor, dieron inicio a todo un género de la industria cultural cinematográfica, que sirvió como plataforma y que proyectó la lucha libre hacia el mundo, presentándola como rasgo distintivo de “la cultura popular mexicana”. Luchando contra cualquier manifestación “del mal”, los héroes del encordado dieron consuelo y emoción a la audiencia y a la afición durante generaciones. El miedo, el terror, el vicio, la delincuencia, la pulsión interior manifiesta en las leyendas macabras del más viejo pasado mexicano, en sincronía con el legado oscuro de otras latitudes; todo ello fue combatido y vencido por los enmascarados para agrado y goce de sus feligreses.

Para la segunda mitad del siglo XX el fenómeno cultural de la Lucha Libre ya se había

complejizado. Surgió una nueva generación de luchadores -todos ellos depositarios de la tradición legada por las primeras figuras; se construyeron más arenas, aparecieron en escena nuevos promotores de espectáculos, se formó el sindicato de luchadores, empezó la época del Toreo de Cuatrocaminos, se expandió el elemento y su influencia a ciudades como Cuernavaca, Guadalajara, Puebla, Monterrey, Saltillo, el Estado de México11; en fin, la Lucha Libre profesional se había consolidado entre las prácticas culturales de la Ciudad de México, que ya empezaba a rebasar sus fronteras regionales para difundir su identidad en el resto del país y en el mundo.

Para concluir este breve recuento decimos que la Lucha Libre Mexicana puede reconocer su parentesco, principalmente, con estilos europeos y norteamericanos, y en segunda instancia,

con estilos de otras latitudes; pero, subrayamos, que este reconocimiento se dé, no debe crear confusión, pues la Lucha, no obstante parta de elementos extranjeros, a lo largo del siglo pasado se constituyó como un estilo particular, que incorpora elementos simbólicos con los que el general de la población de la Ciudad de México puede identificarse, y que en este sentido es aceptado por esta misma población como elemento constitutivo de su identidad. Al insertarse en el imaginario tradicional de la Ciudad de México los valores que la lucha libre pone en marcha, ésta misma deviene también tradición en toda la extensión del término12.

La Lucha Libre forma parte de la vida de la Ciudad de México desde su renacimiento como ciudad moderna hasta su actualidad megalopolítica; la ha acompañado en su construcción, sus bonanzas y sus infortunios; siempre ha estado ahí para brindarle, ya un espacio para la sublimación y la catarsis de sus fantasmas, ya un espacio para la imaginación y la esperanza; es “chilanga”, y aunque hable otras lenguas, aunque la voluntad mercatificadora de la globalización la doble y la fuerce a transformarse, existen aún zonas de refugio en las que resiste y conserva sus formas originales.


Descripción

Carlos Monsiváis nos heredó, si no la primera, sí una de las crónicas más detalladas del “ritual” de la Lucha Libre Mexicana. Su pluma avanza sobre cada sujeto y cada acción en el Pancracio; nada se le escapa, o casi nada. Y así, escribiendo, nos pone frente a una fotografía del evento que aún conserva su aura.


La lucha Libre en México hace cuarenta o cincuenta años: un reducto popular donde se encienden y tienen cobijo pasiones inocultables; ídolos que lo son porque muchos pagan por verlos; broncas en el ring donde los temperamentos superan a los vestuarios; pasión gutural y viceral por los “rudos” y admiración dubitativa por los “científicos”; espectadores levantiscos que gritan “¡Queremos sangre!” tal vez para imaginarse los sacrificios del Templo Mayor; nombres que representan gruñidos de la rabia escénica y el estruendo sinfónico de la caída de los cuerpos. (Monsiváis, 2011: 126)

En esta breve cita podemos ver algunos de los elementos constitutivos del fenómeno cultural en cuestión; podemos ver que se trataba, en principio, de un evento que convocaba a las clases populares de la Ciudad, y que les brindaba un espacio no sólo de entretenimiento y distracción, sino de interacción social y de expresión personal y colectiva; un espacio surcado por la historia, en el que la presencia del pasado mítico, por demás inseparable de las prácticas culturales de la época, lograba abarcarlo todo con una atmósfera ritual.


En la arena, los cabellos recién cortados del rival son el trofeo de la guerra y la guerra misma, el desenmascaramiento es la pérdida del rostro, y los cetros mundiales y nacionales son ilusiones de gloria que la Raza de Bronce reconoce. Sin suspender el envío de latas de cerveza y de aullidos casi líquidos, el público envejece, rejuvenece y se estaciona en cualquiera de las fechas de su entrañable antagonismo. (Monsiváis, 2011: 129)


El cruce de generaciones, el fluir de códigos locales, los símbolos del combate que al subjetivarse devienen significados para la vida; todo se articula en la estruendosa danza de los cuerpos que con su fatiga dan descanso a las penas y las congojas de los espectadores enardecidos en la apariencia, imbuidos en el drama, partícipes del ritual que celebra la lucha de los contrarios y la prevalencia de los ídolos.

Podemos entender la Lucha Libre Mexicana como deporte, como espectáculo y como arte; “maroma, circo y teatro” diríamos jugando un poco con el orden en el que versa el conocido dicho popular. En tanto que deporte (maroma), se trata de una disciplina que tiene como base la lucha olímpica, que comparte con ésta el combate “a ras de lona”, el intercambio de llaves y el sometimiento del rival como finalidad principal; pero que incorpora la acrobacia, manifiesta en la “lucha aérea”, que si bien remite a pensar en la gimnasia, también nos lleva al terreno del circo. En la arena se imbrican la habilidad y la excelencia conseguidas a base de repetición, con la espectacularidad de una situación producida para verse. Todo acontecimiento en la arena se encuentra ordenado por el principio rector del espectáculo. La iconografía, la iluminación, el sonido, los personajes, la lucha, el público, son engarzados en una mirada. La Lucha se ve, y no es cualquier mirada la que cae sobre ella, sino una mirada determinada y, a su vez, determinante,

que cierra el circuito de la representación. Y aquí, en la representación, encontramos el otro rasgo de la lucha, a saber, el teatro. El dramatismo de los eventos, que se desarrolla bajo la forma de lucha y que requiere de atavíos, máscaras, símbolos; la composición e histrionismo de los personajes que encarnan las pasiones más ocultas; la división temporal del combate mediante rounds que recuerdan a los actos de una obra; la exaltación de una emoción que puede ser el júbilo por el triunfo, o la frustración por la derrota; todo se articula en la composición de una ilusión que empero es real.

En el espectáculo de Lucha Libre Mexicana la ilusión deviene un momento de verdad; se trata de “un ritual” a través del cual se rinde culto a la lucha eterna entre las fuerzas que componen el universo. La Lucha es una representación teatral de la existencia que exige de sus protagonistas conocimiento, técnica, fortaleza física y valor simbólico, y que de sus observadores participantes pide entrega total. Esta representación sólo se logra a partir de la articulación de un universo simbólico, en el cual el espectador pueda construir uno o varios sentidos, tanto para lo que observa en ese momento, como para lo que él mismo, en su cotidianidad, vive.


La Lucha Libre oscila entre la teatralidad, el deporte, el ritual, el show televisivo. Presenta, representa, negocia y pone en tela de juicio diferentes discursos y aspectos de la sociedad mexicana, y puede ser vista como una práctica cultural polivalente, en la que se juegan las representaciones, los símbolos y las interpretaciones de los luchadores, el público y los organizadores. […] la lucha libre brindó a sus asistentes la posibilidad de percibir modos de comportamiento antagónicos –que afuera de la arena tienen connotaciones positivas o negativas-, y así mirar en cada enfrentamiento un espejo de las dificultades cotidianas de las clases populares para integrarse al “México moderno”. (Janina Möbius, 2007: 36)


La Lucha es un acontecimiento que se da en un “contra-mundo”, en un mundo que no necesariamente por ilusorio resulta falso, un mundo digerido en la arena, que representa, mediante elementos simbólicos, las dificultades del mundo real, del mundo que exige integración económica y social en el marco de condiciones socioeconómicas inestables. La atrofia en la experiencia vital de los sujetos desfavorecidos que habitan la Ciudad encuentra en la Lucha Libre

el elemento para su sublimación, para su descanso momentáneo del yugo de la coerción social.

Resumiendo, la Lucha Libre Mexicana es un deporte-espectáculo, que en principio convocó a las clases populares de la Ciudad pero que ahora, debido al desarrollo de la industria de la cultura en nuestro país y en el mundo, ha logrado una aceptación general entre la población mexicana e internacional. Un deporte que es espectáculo porque incorpora elementos del drama barroco de la cultura mexicana y exagera sus formas visibles, y que al hacer tal incorporación adquiere un carácter cultural que a su vez le confiere el estatus de tradición. Recuérdese que una tradición da cuenta de un “conjunto de saberes, prácticas y hechos”, que se transmiten generacionalmente, y que poseen un significado identitario para una comunidad dada. En este sentido en principio, se trata de un conjunto de conocimientos transmitidos de generación en generación, que para su ejercicio requiere de elementos materiales y simbólicos particulares, a través de los cuales representa el drama de la vida social y adquiere un significado cultural, pues no sólo arraiga en la subjetividad de los espectadores, sino que se nutre de ella y da fe de su identidad a los observadores externos. Se trata de un ritual en el que todos los observadores son partícipes de la tradición y a través del cual ratifican su pertenencia a una situación social específica: la de la Ciudad de México.

Podríamos entender la cultura como un sistema complejo compuesto por elementos materiales e inmateriales. Dentro de los elementos materiales se encuentran los productos de la transformación directa de la naturaleza, así como las herramientas utilizadas para su producción. Dentro de los elementos inmateriales encontramos los sistemas de costumbres, creencias y saberes.13 Con esta definición en mente nos es posible aproximarnos a la Lucha Libre Mexicana. Es decir, podemos verla como una expresión cultural en la que se articulan elementos materiales, tales como el gimnasio, el ring, la arena, el cuerpo humano y su indumentaria; y elementos inmateriales (intangibles) como lo es el acervo de conocimientos que constituyen la técnica que le es propia, sus símbolos, signos y significados, sus costumbres, sus usos y, no menos importante, el elemento ritual en el que se constituye la arena una vez que sus escenarios y sus actores sociales se ponen en movimiento. Es impensable sin su cantera, es decir, sin el gimnasio en el cual la técnica es transmitida y aprendida y, en segundo lugar, es impensable sin los protagonistas de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Por un lado están los profesores de lucha, quienes con rigurosos entrenamientos educan el cuerpo, lo fortalecen, lo hacen flexible;

con la transmisión de las coreografías dan nueva vida y actualizan los movimientos especiales y las llaves forjadas por generaciones, y con las minuciosas evaluaciones que tienden a certificar la práctica profesional de la Lucha Libre mantienen operante esta tradición. Por el otro están los alumnos; discentes comprometidos con el desarrollo de una disciplina a nivel profesional, que les exige tanto como cualquier otra profesión a sus respectivos practicantes y aprendices. Estos estudiantes, por su técnica, su fuerza, entrega y talento habrán de ser legitimados, o sancionados, por el juez más implacable: la afición. También está la arena, que tiene un poco de anfiteatro, de coliseo, de escenario y de lugar sagrado. Es el no-mundo dentro del cual se armonizan en fatal danza los opuestos. Pero la arena sólo cobra vida a través de las diversas relaciones sociales que se dan en su interior: taquilleros, vigilantes, vendedores, ayudantes; edecanes, presentadores, fotógrafos; “referis”, peluquero14, médico, paramédicos; luchadores y aficionados; turistas, un etcétera amplísimo; todo se entrelaza en la arena y de esta manera el fenómeno cultural de la Lucha Libre deviene una realidad.

Otro elemento constitutivo y fundamental en la Lucha Libre Mexicana, que acaso expresa de manera más acabada su dimensión cultural, es la máscara. Si bien sus orígenes, al igual que en el caso del elemento en su amplitud, pueden rastrearse hasta el final del siglo XIX europeo y el inicio del siglo XX norteamericano; en México, El Enmascarado debutó el domingo 4 de marzo de 1934. La Arena México fue la sede del encuentro entre este misterioso gladiador y el campeón olímpico nacional David Barragán. A partir de este punto se sentaron las bases para el surgimiento y desarrollo de un componente nuclear en el fenómeno de la Lucha Libre. La máscara fue complejizándose hasta que su diseño, manufactura y portación se transformaron en prácticas culturales tradicionales. “Ser otro para ser uno mismo”. A partir de la década de los años 50 los ojos del mundo voltearon a la Ciudad de México por la emergencia de nuevos personajes que convertían su identidad en una plataforma de subjetivación para los espectadores. El Santo, Black Shadow, Blue Demon, El Médico Asesino, Huracán Ramírez, Enfermero, Orquídea, Mil máscaras, Tinieblas, Perro Aguayo fueron algunos de los primeros nombres que al portar una máscara también eran portadores de significados profundos, significados que parecían venir de lo más hondo de la personalidad de los espectadores, y que expresaban sus añoranzas, sus anhelos, sus esperanzas, sus miedos, sus venganzas y rabias frustradas, sus ensueños de triunfo, sus victorias. Al cubrir su identidad con una máscara, el luchador dota de una faz, de un

rostro a la emoción del aficionado.

Es importante señalar que la producción de máscaras continúa siendo artesanal, y que es un oficio cuya técnica y conocimientos constitutivos también se transmiten generacionalmente. “[…] los artesanos han dejado sus ojos y su vida en una máquina de coser para crear personajes y milagros que le han dado esa magia a ese deporte-espectáculo.”(Cymet, 2015: 33)

Antonio Humberto Martínez, Ranulfo López y Familia, Familia Romero, son algunos de los primeros mascareros cuyas dinastías y legados continúan activos. El mascarero es importante para el luchador, pues es quien teje el aura del personaje, quien le confiere el misticismo característico, celestial o infernal, seductor y mortífero. La máscara de los luchadores es magia, folclor y colorido. Estas características le han valido rebasar el mundo de la Lucha para llegar a otros deportes y otras artes, pero también a terrenos escabrosos, como aquél mercado irreflexivo que vacía de todo significado tradicional aquello que engulle para convertirlo en simple mercancía. La máscara, es considerada hoy día en algunos campos como sinónimo o símbolo de la “mexicanidad”. Desde los gladiadores del pancracio, hasta los luchadores de la vida real (como el subcomandante Marcos), han encontrado en la máscara el vehículo idóneo para la transmisión de un sentido.

La máscara disimula la humanidad del luchador y simula su divinidad. Gracias a ella, los mortales nos proyectamos desde las alturas, sudamos ante la estrangulación, gritamos hasta la disfonía. Como el tonal y el nahual de los antiguos, la mascara evoca a esa fuerza que posee al luchador y que los espectadores eligen para representarse. Es el antifaz que oculta la individualidad de un sujeto para transformarlo en un sujeto colectivo, pero también es el rostro de la fantasía y la ilusión que sólo cobra vida en el ritual. Las máscaras están presentes en todo lo largo y ancho de las culturas originarias que nutren el imaginario de “lo mexicano”. La Lucha Libre parece haber heredado de aquellas culturas este elemento simbólico. Sólo encarnando alguno de los personajes nacidos entre sueños y pesadillas puede participarse del ritual en el que se celebra el movimiento.

Un pensamiento conservador encontrará en los elementos que someramente hemos expuesto los indicios de una costumbre que es propia de una sociedad atrasada, que por su falta de desarrollo, es proclive a la religiosidad y a la ritualización de prácticas agresivas eminentemente machistas o patriarcales. Sin embargo, no hay algo más falso que tal afirmación.

La Lucha Libre Mexicana, mediante su gran simbolismo expresa el colorido complejo cultural de la vida popular de la Ciudad de México. Aunque sus elementos materiales están sujetos a los cambios y transformaciones del presente; su dimensión intangible, la técnica que representa, el conocimiento y el entrenamiento físico, las pasiones que despierta en la afición, en fin, el elemento subjetivo de la Lucha encierra su valor cultural. “Los luchadores se convierten en hombres, dioses, demonios o animales que escenifican las enemistades del presente en encuentros ficticios.”(Möbius, 2007: 39) Una ciudad abarrotada por alrededor de 20 millones de habitantes, lacrada por la desigualdad social y la violencia, que batalla mucho para constituirse, finalmente, como “la ciudad de la esperanza”, en la que el día a día es eso y no más, una lucha constante, es éste el escenario en el cual la Lucha Libre Mexicana despliega su teatralidad y ayuda a hacer más llevadera la existencia. Permite a los asistentes que así lo quieran considerarse, individual y colectivamente, miembros de un grupo; cumple una “función psíquica”, pues permite la proyección y la sublimación de muchas de las experiencias radicales que constituyen la personalidad de los espectadores, y de esta manera “verbaliza” las latencias inconscientes y las vuelve manifiestas en una representación con la cual el espectador, de hecho, se identifica. La Lucha Libre, si no inhibe, sí “canaliza” las pulsiones destructivas que ya de suyo, en tanto que seres humanos, los espectadores poseen y presentan. De la misma manera en la que se configura una ilusión (religiosa) que hace las veces de voz de mando en el interior de los sujetos; de esa misma manera la Lucha y su ritual moldean la personalidad de los individuos al brindarles un espacio idóneo para, mediante el simulacro, expresar sus tensiones. También crea un sentido de pertenencia entre el actor social y su escenario. El aficionado, no sólo se mimetiza en la arena, sino que se apropia de la Ciudad, la hace suya. La vida social urbana, marcada por la desigualdad y otros de los nefastos apellidos de la época que vivimos, llega a tornarse invivible. No obstante, la Lucha ofrece la oportunidad de vivir eso invivible, de hacerle frente a la adversidad económica y/o social. El aficionado de la Lucha Libre, representa al pelado que libra la lucha por la vida en su barrio y que se adapta a las condiciones, mayormente agrestes, bajo las cuales se vive, con poco dinero, en esta Ciudad monstruo; batalla incesantemente contra un mundo que le es hostil en casi todos los aspectos. La Lucha le permite amoldarse a las condiciones y esperar la siguiente caída, o la siguiente función; le ayuda a no rendirse y a encontrar esperanza donde otros verían resignación.

El significado de la Lucha Libre Mexicana se vivifica en cada sujeto que participa de ella, por tanto, se trata de significados diversos. Sin embargo, de entre esta diversidad de significados podemos abstraer un radical común. La Lucha garantiza un sacrificio cuya ofrenda habrá de acompañar a la afición y a la Ciudad misma en los paseos nocturnos de su ausencia, y de esta manera permite “un nuevo amanecer”; posibilita la conservación del orden de la vida. La Lucha Libre Mexicana incorpora este significado central: la eterna lucha entre los opuestos, que con sus estridentes articulaciones conforman el tan sutil como caótico equilibrio universal. Es una metáfora de la lucha, interna y externa, de los sujetos desfavorecidos de la Ciudad de México del siglo XX, en contra de adversidades diversas, para conservarse dentro del “encordado” de la vida social. Es una expresión multívoca y polivalente, exagerada en sus formas y contenidos, del carácter perseverante e ingenioso, resistente y belicoso de “la mexicanidad” que habita el Altiplano Central. En cuanto a los luchadores, estos héroes de carne y hueso, que sufren y sudan, que gozan y nos estremecen, representan el triunfo, o la derrota, de los espectadores que vuelcan su personalidad en la iconográfica presencia del gladiador que, siendo otro, es ellos mismos.

Como hemos señalado ya en reiteradas ocasiones, la Lucha Libre Mexicana forma parte de la vida de la Ciudad desde que ésta abría sus ojos a la luz como metrópolis moderna. Cuando, en los albores del siglo XX, las maravillas de la modernidad empezaban a llegar a nuestro país y daban pie a revoluciones y transformaciones radicales que, las más de las veces, se expresaban en la exacerbación de las contradicciones ya existentes; en el marco de una época coyuntural que avanzaba sin rumbo fijo y que se caracterizaba por el recrudecimiento de la desigualdad social, surge la Lucha Libre Mexicana. Como ya hemos visto someramente, su presencia no ha cesado; ha trascendido tiempos y espacios, y ha logrado mantenerse casi intacta en su corpus cultural, de tal suerte que hoy por hoy, al acercarse a un evento de Lucha se es participe de la historia de la Ciudad de México, se asiste a una representación multifacética y polivalente de su identidad. Los elementos históricos que desde tiempos muy viejos ha formado parte de la identidad cultural de esta entidad, todos convergen en la arena y así el espectador puede contemplar con agrado, con pasión, siempre sorprendido, el despliegue dramático de una identidad colectiva, de sus avatares, sus trabajos y sus glorias.

Conclusiones

El conjunto de conocimientos que representa en primera instancia la Lucha Libre Mexicana es el núcleo de su dimensión cultural. La técnica que conforma este estilo de Lucha implica, por un lado, una fortaleza física lograda tras años de entrenamiento; por otro, exige el conocimiento de “la mecánica del cuerpo”, de sus posibilidades físicas concretas de movimiento. Este conocimiento se expresa en las coreografías que se forman con “las llaves”, acrobacias y movimientos especiales. El resultado es una danza espectacular que, a base de habilidad, se resolverá en el sometimiento de uno o algunos de los contendientes. La transmisión de los conocimientos que fundamentan la técnica en la Lucha Libre se da generacionalmente y de forma directa, es decir, son los expertos, los luchadores veteranos, quienes enseñan a las y los jóvenes aprendices.

Por otro lado, está la dimensión subjetiva del luchador, aquella que le permite constituirse como un personaje y ganar la aceptación de la afición. Es un proceso a través del cual el luchador busca “personificar” alguna de las voces interiores de los individuos, la sociedad o la época. El luchador habrá de constituirse en un vehículo para la pasión. La máscara, en tanto que forma arquetípica de personificación en la Lucha Libre, hace las veces de unidad de significado. No sólo da cuenta en su composición del carácter del luchador, sino que expresa de forma sintética alguno de los rasgos más ocultos en la psique social; ya se trate de un animal (sagrado o totémico), ya de algún rasgo del carácter humano, ya de alguna fuerza natural; la máscara da rostro a la latencia y oculta la evidencia del rostro social. Este atavío es artesanal, y su confección también depende de un sistema de conocimientos que se transmite de generación en generación.

También está el espacio, el escenario, la arena. Un híbrido entre el Coliseo y el teatro que da cabida a la expresión y verbalización de las pulsiones atrapadas en “la camisa de fuerza de lo social”. En la arena cobra vida el elemento en toda su amplitud. Se vivifica, mediante una forma ritual, el encuentro entre las fuerzas que tejen el universo; se deshacen las tensiones entre los pares de opuestos; se rinde culto al caos, a lo grotesco; al orden, lo bello y lo divino; al color, la fiesta; al cuerpo y su fugacidad, al movimiento. La arena es el no-mundo en el que momentáneamente los pesares cotidianos se diluyen, y en el que emerge, con todo su estrépito, una forma de la identidad.

Según las definiciones formales y simples del concepto identidad, con él nombramos el

conjunto de rasgos o características, de una persona o una sociedad, que permite distinguirla de otras en un conjunto. Para el caso de la identidad cultural, diríamos que se trata del conjunto de tradiciones, creencias, símbolos, signos, significados, valores, y la expresión subjetiva de todos ellos (manifiesta en formas concretas de conducta y de comportamiento), que resultan elementales para un grupo social determinado y que constituyen, por sus particularidades históricas, una condición de posibilidad para que los individuos que componen tal grupo desarrollen un sentido de pertenencia. Estos elementos representan un criterio para diferenciarse de la otredad. Pero los procesos de identificación cultural no son unívocos ni unidireccionales, es decir, que la identificación o el sentido de pertenencia en un grupo social, si bien se da por la correspondencia de intereses y sentidos, por la socialización de valores y significados; esto no quiere decir que en cada individuo tome la misma forma. Además de permitir a los individuos reconocerse en los valores que representan al grupo, el sentido de pertenencia está surcado por la propia historia de cada individuo; ésta es la que, finalmente, determina su manera de relacionarse con el mundo.

El caso de la identidad cultural mexicana es paradigmático. Es la unión de una vasta y riquísima diversidad cultural para crear un significado común, inefable pero reconocible, intangible pero identificable, imaginario. Desde el relato histórico entrelazado en el colorido de un textil, hasta el aroma del sabor místico escondido en un platillo; desde la melancólica armonía de un trazo musical, hasta la ardiente ironía presa en una botella de tequila, o de mezcal, o en un jarro de pulque; el significado del concepto “cultura mexicana” se compone a partir de todos estos elementos, les confiere un hilo conductor y los transforma en los vehículos de su sentido al articularlos en una memoria colectiva. Pero existen diversas formas de “ser mexicano”.

El triple carácter de la Lucha Libre Mexicana (que hemos expuesto más arriba como maroma, circo y teatro), le permite poner en marcha valores de diversa índole, todos ellos fundamentales para el desarrollo de la vida social. Considerada en la amplitud de su elemento, la Lucha Libre promueve el deporte y la salud, la competencia y el trabajo colectivo; también da salida a pulsiones que están presentes en los sujetos que forman dicha sociedad.

En el marco de un mundo cada vez más globalizado, en el que la diversidad sucumbe ante los embates de la homogeneización mercantil, y en donde la misma cultura pierde sus significados concretos al reducirse también a la forma de mercancía; las expresiones culturales

originales y originarias (de las comunidades, los pueblos, las sociedades) representan valores que deben preservarse. Tal es el caso, como ya se apunta, de la lucha libre mexicana; crisol de los actores y escenarios de esta sociedad, en el que se abrazan en estruendosa danza diversos rasgos de su identidad. Provenientes del pasado más viejo, del lacerante presente, o del incierto porvenir, estos rasgos conforman un legado y constituyen, en amplitud, una memoria que necesariamente habrá de salvaguardarse.

Oculta entre los elementos de la espectacular narrativa de la lucha libre mexicana, espera una tradición a ser descubierta por los fieles asistentes que la nutren y la vivifican con sus gritos y sus aplausos, con sus latencias y sus pasiones manifiestas. Este enigma, cuyo sentido apenas alcanzan a descifrar los portadores directos de su valor (los luchadores), aquellos radicados en el ombligo de la Luna (los chilangos) y los visitantes, puede y debe abrirse a todos, para que la tradición que compone no sólo no se pierda, sino que trascienda sus propias fronteras, algo que ya, de por sí, ha logrado hacer.


Bibliografía

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Notas


1 Cfr. Orlando Jiménez Ruiz, “En el ring de la Historia”, en: La Lucha Libre: relatos sin límite de tiempo, Revista-libro trimestral, Número 119, Artes de México, México, Diciembre de 2015. pp. 11-21.

2 El concepto dimensión cultural de la vida social es explicado por el filósofo ecuatoriano/mexicano Bolívar Echeverría. Con este concepto, el pensador da cuenta de un elemento, aparentemente

extrafuncional, propio a toda cultura, gracias al cual ésta configura su identidad. Es un componente inmaterial que se inserta en el seno de las prácticas culturales y que determina, en primera instancia, no sólo las pautas de comportamiento, sino los productos de la acción social, tanto concretos como intangibles. La dimensión cultural de la vida social constituye el sello distintivo de una cultura, su particularidad histórica, su identidad; es el elemento ideológico que subyace a una forma cultural concreta y que la distingue de las demás constituyéndola como una forma específica de ver y entender el orden en el mundo. Para una explicación detallada de este concepto véase: Bolívar Echeverría, La definición de la Cultura, Fondo de Cultura Económica, México, 2010. pp. 45 y ss.

3 Cfr. Néstor García Canclini, Culturas Híbridas, Editorial de Bolsillo, México, 2010.

4 Cfr. Jorge Gómez Garnica,” Breve Historia de la Lucha Libre”, en vía de publicación, el autor, México, 2017.

5 Cfr. Orlando Jiménez Ruiz, óp. cit. p. 16.

6 Ibídem.

7 Ibídem.

8 Actualmente Colonia Doctores.



9 Cfr. Orlando Jiménez, óp cit. p. 17.

10 Ibídem.

11 Cfr. Orlando Jiménez, óp. cit. p. 17.

12 Para las sociedades Latinoamericanas, México por ejemplo, el concepto tradición da cuenta de un entramado de elementos históricos, materiales e inmateriales, que se insertan en la médula de las prácticas sociales. Para su definición, tal concepto debe contemplar dentro de sí la colorida diversidad de significados que lo constituyen en una situación social dada; incluso debe considerar la dimensión religiosa de la psique social en la cual se desenvuelve. En términos generales, podemos entender por tradición una forma particular de convivencia que una comunidad determinada ha integrado como parte fundamental de su aparato de costumbres. Una tradición, para considerarse tal, depende del conocimiento que una comunidad determinada posee sobre alguna materia específica, y se fundamenta en principios socio-culturales selectos en los que la misma comunidad reconoce un valor especial, digno de transmitirse de generación en generación. Sin embrago, sólo a base de repetición y educación, el sistema de valores que una tradición pone en marcha logra preservarse.

13 Cfr. José Agustín Sánchez Valdez, La Cultura en la época de su reproductibilidad técnica: elementos para una crítica sobre el dominio espectacular, Tesis de Licenciatura, UNAM, FES Acatlán, Filosofía, México, El autor, 2012. p. 177.

14 El Sr. Peñaloza ha cortado más de 380 cabelleras a lo largo de 27 años. Su papel es central en un

campeonato en el que se exponga la cabellera, pues no sólo da fe de la victoria y la derrota, sino que lleva a acabo el sacrificio simbólico del guerrero caído. Al cortar sus cabellos, le separa una parte del cuerpo que representa poderío, para ofrendarla al elemento en su amplitud, a la afición, al vencedor, al vencido.